Prólogo
Sabana Central. Domingo, 20 de noviembre, 2:17 h.
20 años atrás.
El día pintaba fenomenal, incluso para él mismo, que no era partidario de dicho clima, sino que prefería una lluvia torrencial cayendo, limpiando todo y a todos. Llevándose todo lo que fuera necesario. Se cubrió aún más con la capucha de su chaqueta negra, dando la imagen de que, debido al sol brillante en el cielo, se estaba protegiendo.
Llevaba meses pululando entre los orfanatos, tanto los que conocía como lo que no, en busca de algún animal que cumpliera las aptitudes que estaba buscando: fiero, despiadado, agresivo y centrado, pero su búsqueda arrojaba lo mismo: nada. Todos los cachorros, sean jóvenes o ya entrando en la adolescencia, tendían a ser blandos y buenos. No le servían.
No obstante, al cabo de poco tiempo dio con su diamante en bruto: una cheeta de no más de cinco o seis años, ocho como máximo, que era una pequeña furia. Si la molestaban, atacaba; si se enojaba, saltaba encima. Era perfecta. Para la desgracia del tigre, obtenerla no era sencillo.
Tuvo que esperar demasiado, aprenderse los patrones de la cuidadora del orfanato, los horarios en que sacaba a los cachorros al parque o a recrearse. Tanto tiempo desperdiciado. Asimismo, intentar descifrar cómo abordar a la pequeña cheeta, lo que, para variar, no sería tan complicado.
El tigre blanco se irguió en su asiento, en la banca del parque, y miró su teléfono móvil como si estuviera esperando a un animal, faltaba un minuto exacto para que la cuidadora, una cebra, se fuera por treinta y dos segundos, los cuales él debía usar para hacer su movimiento. Estaba seguro, se sentía en su terreno: sólo ayer había ocurrido el ataque entre Los Olímpicos y Los Gigantes, y la ciudad aún tenía la conmoción en la garganta, nadie tomaría en cuenta, la policía menos, una desaparición de un orfanato.
La cebra se alejó por un momento y el tigre blanco accionó el cronómetro, poniéndose de pie y encaminándose hacia la cheeta, quien estaba sobre un pequeño león, propinándole golpes. Al llegar con ella, el tigre blanco carraspeó, captando la atención de ella, quien fue empujada por el león que se desembarazó y salió gimoteando.
El tigre supo que era perfecta al ver aquellos ojos color oro que destellaban con un brillo de inteligencia perverso.
—¿Qué quiere? —gruñó la pequeña.
—Te gusta molestar a ellos —dijo el tigre, con un tono, aunque serio, calmo.
—Me molestan, los golpeo, ¿y qué?
Altanera y explosiva, serviría perfecto.
—Te castigan por eso, ¿cierto? —No respondió, lo que le sirvió como afirmación—. Y si te dijera que puedo hacer que con un golpe no te molesten más, que podrás hacerte fuerte y evitar que nadie te moleste, ¿qué dirías?
Una luz bailó en esos pequeños ojos, para luego ella sonreír.
No bastó más palabrería para que se entendieran por completo. Ella disfrutaba peleando, como un animal salvaje, y logró atraer su atención; si le divertía pelear, luchar y hacer sufrir a unos mocosos, ya la tenía en la bolsa con su proposición.
Él sonrió, mostrando los colmillos.
—Ven conmigo —dijo— y te enseñaré.
Sin dudarlo un momento. Contra el sentido común inculcado por los mayores de nunca ir con un extraño, sólo siendo guiada por un instinto animal tan básico que era salvaje, la pequeña alzó la pata, con sus garras a la vista y le tendió la mano, alentándola a tomársela.
El tigre se la tomó; las garras le hicieron unas cortadas en la palma, mas no le importó.
Mientras se alejaban, el tigre blanco sonrió; la piedra inicial del plan había sido colocada.
