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Una ligera brisa, apenas una caricia, sacudía la hierba alta y amarillenta que parecía extenderse kilómetros y kilómetros. Bajo la brillante luz del sol, una curiosa cabina azul empezó a materializarse de repente, como un espejismo primero y como algo sólido luego; pasaron unos segundos hasta que la TARDIS detuvo su oscilante zumbido y se quedó en el sitio, aparentando como de costumbre no ser más que una simple y antigua cabina policial inglesa.
La puerta de madera se abrió con un chirrido y por ella asomó, con los ojos chispeantes de curiosidad y expectación, un hombre joven de pelo castaño y alborotado. Abriendo la puerta del todo, salió con las manos en los bolsillos del pantalón y avanzó unos pasos, con los ojos entrecerrados por el sol. Sobre un traje marrón a rayas llevaba una larga gabardina color canela que probablemente, dado el calor que hacía, no tardaría en quitarse.
— ¿Doctor?
Una joven de pelo rubio salió de la TARDIS, cerrando la puerta tras ella. Como si hubiera previsto el tiempo que iba a hacer, llevaba la chaqueta amarrada a la cintura; vestía una sencilla camisa de manga hueca de color blanco y unos vaqueros azul oscuro llenos de bolsillos.
El Doctor ya estaba mirando a su alrededor atentamente, haciendo uno de sus habituales análisis de situación en el tiempo y lugar, cuando Rose Tyler empezó a intentar averiguar por sí misma dónde habían aterrizado. Estaban en un enorme descampado, flanqueado por unos frondosos árboles que no les dejaban ver lo que había más allá. La hierba, alta y amarillenta, crujía bajo sus pies cuando caminaban.
— ¿Dónde estamos? —preguntó Rose finalmente.
El Doctor dio un par de pasos, lentos y graciosos, sin sacarse las manos en los bolsillos.
— No tengo ni idea —dijo felizmente.
Rose soltó una risita de incredulidad, recogiéndose el pelo como podía en una cola de caballo.
— Tú y tus aterrizajes al azar… Un día de estos vamos a aterrizar en medio de una invasión bárbara, o algo así.
El Doctor se encogió de hombros despreocupadamente.
— No es para tanto, ya me ha pasado un par de veces… ¡Veamos!… —olfateó el aire y miró a su alrededor— Sí… diría que esto es Austria… Ja, Osterreïch… Siglo… ¿diecinueve?… Aunque no estoy muy seguro del año, así que bien puede ser Austria a secas, o el imperio Austro-Húngaro…
Rose cerró los ojos y respiró profundamente, estirando los brazos.
—Y yo diría que es mediodía…—dijo, imitando el tono de listillo del Doctor— Ya echaba de menos el sol... el del Sistema Solar, quiero decir —añadió, como si lo que acababa de decir fuera lo más normal del mundo.
El Doctor alzó la vista al cielo, entrecerrando ligeramente los ojos cuando la luz del sol cayó sobre ellos. Sonrió satisfecho, sintiendo el calor en el rostro, y su sonrisa se ensanchó hasta ser la de un niño travieso.
— Echemos un vistazo, la parte más emocionante de los destinos no planeados —dijo alegremente girando la cabeza hacia su compañera.
Y eso hicieron, pero el tremendo calor hizo que para Rose los minutos transcurridos, posiblemente no más de quince o veinte, pareciesen horas. El Doctor se había quitado la gabardina, pero sus energías parecían inagotables. La joven se detuvo y resopló, con las manos en la cintura.
— Hemos vuelto al mismo sitio —soltó con voz inexpresiva.
— No es verdad…
La joven señaló con la cabeza por detrás de él como respuesta; allí estaba la TARDIS, tal y como la habían dejado. El Doctor se limitó a mirar su nave y a parpadear varias veces, despacio.
— Anda, pues sí.
Con un suspiro, Rose se sentó en la hierba.
— Explorar con este calor me está matando… —dijo; se echó hacia atrás hasta que quedó tumbada sobre la hierba, justo donde la TARDIS proyectaba un poquito de sombra, estirando los brazos por encima de su cabeza; soltó una risita de satisfacción.
—Buena idea, no pasará nada porque descansemos un rato y disfrutemos la luz de vuestra calurosa estrella —dijo el Doctor.
Extendió su gabardina sobre la hierba y se dejó caer sobre él con un exagerado suspiro. Rose soltó una carcajada y sus miradas se encontraron, a escasos centímetros el uno del otro.
— ¡Hola! —dijo él con una sonrisa.
Ella le sonrió a su vez.
— Esto me recuerda a nuestro primer viaje —dijo él, divertido—… Bueno, nuestro primer viaje con este cuerpo. ¿Te acuerdas?
Rose se incorporó con un resoplido.
— Sí, pero esta hierba no es tan mullida como parece y no huele a manzana… —farfulló, intentando quitarse unas pegajosas espigas del pelo.
Sentándose, el Doctor le quitó una y, tras ponerse unas gafas de montura de carey, se la quedó mirando con mucho interés mientras Rose intentaba librarse de las demás, del mismo color pajizo que su pelo.
— ¡Ajá! Una ortiga… Urtica Dioica… Inofensiva, excepto por la urticaria, —bufó— Qué molesta es… —la tiró al suelo y miró alrededor— Ortigas… la altura a la que está el Sol y la fuerza con la que brilla… Debe de ser verano. Poco a poco nos vamos situando en cuándo estamos, ¿eh? —dijo con una gran y despreocupada sonrisa.
—Sí, ya… algo es algo… Aunque con este calor era algo que ya había deducido —dijo ella un poco fastidiada, quitándose la última ortiga del pelo—. Ahora falta saber dónde. Pero yo prefiero descansar un rato o me moriré de una insolación.
El Doctor volvió a tumbarse despreocupadamente sobre la gabardina, con las manos detrás de la nuca, dejando un poco más de hueco a Rose sobre la tela para que esta no volviera a acabar con el pelo lleno de ortigas. Cerró los ojos para protegerse de la fuerte luz del sol y dejó que este le calentara dulcemente el rostro lleno de pecas. Notó movimiento a su lado y vio que Rose farfullaba algo mientras se desenredaba otra ortiga del pelo.
—Pesaditas, ¿eh? Apóyate en mí si quieres.
Rose pareció vacilar un momento y le sonrió con timidez; no sabía si tenía las mejillas ligeramente rojas por el sol o por su repentino ofrecimiento.
—En serio, no me importa —le dijo él despreocupadamente, cerrando los ojos otra vez.
Pasado un rato, notó que Rose apoyaba la cabeza sobre su hombro con un ligero suspiro, y se quedaba allí. Abrió un ojo para mirarla, divertido; enseguida le llegó el dulce olor a frutas de su pelo.
Entonces Rose soltó una risita.
— ¿Qué pasa?
— No, nada… Acabo de recordar que Mickey también dejaba que lo usara de almohada cuando veíamos la tele en el sofá.
El Doctor frunció el ceño ligeramente, desviando la mirada hacia ella por un instante.
— ¿Ah, sí? ¿Y… quién es más cómodo? —preguntó con cierto soniquete en la voz.
Rose pareció dudar un momento y se incorporó para mirarle, traviesa, fingiendo que le analizaba.
— Bueno… Tú no eres tan mullido, estás demasiado flaco… —dijo, burlona.
— ¡No estoy demasiado flaco! —exclamó, indignado— Solo soy… demasiado alto.
— Calla, larguirucho…
La joven rió y puso la cabeza sobre su pecho, de una forma mucho más natural esta vez. Atenta a algo de repente, llevó una mano hacia el otro lado de su pecho y la apoyó allí con firmeza; soltó una risita.
—Puedo oírlos…
El Doctor abrió un ojo para mirarla. Rose oía latir su corazón izquierdo, notando bajo su mano cómo el derecho le seguía a continuación. El Doctor sonrió, divertido ante el interés de su compañera.
La chica cerró los ojos para concentrarse, sin borrar su sonrisa. Intentó seguirles el ritmo con los dedos, uno con cada mano, pero enseguida se hizo un lío y desistió, divertida.
—A mí tampoco me ha salido nunca, y mira que los tengo desde hace mucho tiempo —le dijo él, sacando una de las manos de debajo de la nuca y moviendo los dedos con una expresión confusa. Ella rió con ternura.
El Doctor sonrió abiertamente; adoraba oírla reír, y sintió que un enorme afecto por ella le invadía de repente, como un cosquilleo. Sin apenas borrar su sonrisa, respiró despacio, llenando sus pulmones con el aire puro del verano, y cerró los ojos. Notó que Rose acomodaba mejor la cabeza y que también respiraba profundamente. La ardiente luz del sol ya había invadido su acogedora sombra, pero a ninguno de los dos pareció importarle.
—Es muy relajante…—murmuró.
Él sonrió, con un repentino brillo en sus ojos. La presión de la cabeza y la mano de la muchacha sobre su pecho eran algo agradable y cálido; casi sin darse cuenta, sus dedos se enredaron en un mechón de su pelo, y el cariño que había sentido por ella al oír su risa pareció multiplicarse por mil. Se sorprendió pensando cuánto envidiaba a veces aquella faceta de los seres humanos antes de que su mente, casi siempre frenética, empezara a sumergirse en una gran tranquilidad. Al volver a respirar profundamente, le llegó el agradable olor de su pelo. Qué bien olía…
Rose también estaba empezando a adormecerse; el sonido de los corazones era casi hipnótico, y el olor de la hierba y la agradable caricia del sol en su cara no ayudaban en absoluto a mantenerla despierta. En el mundo solo existían ellos dos. Ellos dos, y el fragante olor de la hierba calentada por el sol… El soporífero calor… El rítmico latir de los corazones… primero uno, dos veces… luego otro, otras dos… Y luego un tercero...
¿Un tercero?
Extrañada, abrió los ojos y se incorporó, intentando encontrar la fuente de aquel tercer golpeteo.
Pronto lo reconoció: eran cascos de caballos. Alguien se acercaba.
— ¿Doctor…?
—Lo sé…
Los dos se incorporaron lentamente, con los ojos fijos en unos jinetes que venían hacia ellos. Sin desviar la mirada de sus repentinos visitantes, el Doctor cogió su abrigo del suelo y acercó los labios al oído de Rose para susurrarle algo.
— Ya sé cuándo estamos: a unos diez años de la creación del Imperio Austro-Húngaro, en algún momento de los años cincuenta o sesenta… Y en los jardines privados del emperador Francisco José.
