King for a day
Perezosas las flores se abrían, exhalando tras de sí su leve aroma a carmín, a fresas, a melocotón. Los pétalos se mecían al viento, adormilados, oyendo la dulce melodía que, tras los altos muros llevaba la brisa de finales de verano.
Todo el camino, hasta donde sus ojos de mar alcanzaban, se sumergía en una sinfonía de colores que se mezclaban y confundían; rosas que competían en belleza se alzaban hasta rozar su montura, envolviéndolo en su delicado aroma, mil tonalidades que se perdían en un estallido de pintura, extendiéndose hasta el infinito, coloreando el horizonte. Cientos de flores creciendo, alocadas, en los márgenes del camino y, a lo lejos, un castillo se alzaba sobre una loma de arboledas y jardines colgantes, entre una bruma verde y parda, densa, que intentaba proteger sus secretos. El reino de las flores se exhibía ante sus ojos, llenando de vida cada rincón, esparciendo tonos y aromas, tejiendo sobre la hierba un cuadro sin nombre, que crecía y se mecía, hasta contenerlo todo.
Altojardín se abría a sus ojos como pétalos de una flor nocturna, esperando su llegada, su anunciación. Y pronto cada señor le rendiría pleitesía, lucharía a su lado, lo alzarían victorioso, como su nuevo rey y señor. Ahí comenzaría su reinado, desde aquel castillo sinuoso, sólo insinuado tras un basto manto de verdor, más hermoso que el batir de las olas en la orilla, que el color azul del océano de su vida, orgulloso y bello, sobresalía por entre el follaje, de una pureza prístina, brillando contra un horizonte que moría, perdido en un atardecer lejano.
Loras, a su lado, sonreía. Quería enseñarle cada uno de los rincones de aquella tierra, cada paraje de su inocencia, cada planta o cada flor, que cantasen para él su vida. Recorrer de su mano los suntuosos pasillos que dejaban entrar la naturaleza en su interior, que los pájaros revoloteasen sobre sus cabellos oscuros y susurrasen baladas sólo para ellos dos, que cada habitación se impregnase con su presencia, con su recuerdo latiendo en esas paredes que parecían de hiedra y rosas tejidas, que todos los vasallos le juraran lealtad, como él había prometido. Asió su mano y tiró de él; sus manos atadas a su cintura, su cabello aleteando sobre sus mejillas frías se perdieron en senderos que nadie conocía, que cambiaban con el discurrir de los días.
Pronto dejaron atrás la pequeña comitiva para adentrarse en el terreno de los secretos que sólo ellos dos compartían. Besos robados al ocaso, caricias furtivas, sonrisas que decían lo que sus bocas no podían. Bajo los robles, en un cielo estrellado, sus labios se rozaron, devorándose con esa pasión que les encontraba a solas, que se encendía entre sábanas y estrellas a la fuga, en un tiempo robado que no les pertenecía. Y, de rodillas, coronando con sus rizos su regazo, juró entregarle su vida si hiciera falta y, con un beso, él le entregó todo su amor.
