Lego de leer página y páginas de FanFictions, la mayoría sobre The Hunger Games, pense en armar mi propia historia. Aunque no es tan propia. Es como la trilogía, pero comienza antes y diferente. Tomo parte de otras historias que están en ingles y la traduzco, las arreglo y, junto con algunas ideas propias, las he armado en ésta historia. Eb cada capítulo está explicadas las fuentes por si quieren leer los originales en ingles. Saludos
1 Amigo invisible
Fuente:
Collins, Suzanne. "Los Juegos del Hambre". Editorial Del Nuevo Extremo (en itálica)
/works/1089740 "Shall I Sing For You" passionately_curious. Traducción hecha por mí, adaptación para que quede en 1ra persona.
Llego al rincón del patio de la escuela que comparto con Madge Undersee durante el almuerzo y me siento soltando un suspiro de enfado. Madge es la hija del alcalde; está en mi clase del colegio. Podría pensarse que, por ser la hija del alcalde, es una esnob, pero no, sólo es reservada, igual que yo. Como ninguna de las dos tiene un grupo de amigos, parece que casi siempre acabamos juntas en clase. Durante la comida, en las reuniones, cuando se hacen grupos para las actividades deportivas... Apenas hablamos, lo que nos va bien a las dos.
-¿Cuál es el problema?- me pregunta Madge con su tranquilo tono de voz.
-El estúpido amigo invisible de Santa.
Madge cabecea. No necesitamos decir nada más sobre el tema. Éste año, el Capitolio había decidido retomar algunas tradiciones de los Días Oscuros. A los ciudadanos del Capitolio le encantaban estos cambios - un día expresamente designado en el año para dar y recibir regalos entre los más queridos. Las estaciones de noticias estuvieron delirando meses y meses sobre ésta decisión, elogiando al Presidente Snow por su sabiduría y valor al devolver éstas tradiciones.
Los que no vivíamos en la riqueza y opulencia del Capitolio pensábamos que las nuevas tradiciones agregaban más estrés a nuestras pobres vidas. Nos forzaban a mirar a la élite llenar sus caras en "Acción de Gracias", mientras nosotros, los ciudadanos de los distritos, pasábamos hambre. Nos pedían que compráramos regalos para darle a nuestros vecinos cuando casi nos era imposible cubrir nuestras necesidades básicas. Y ahora esto - el secreto tonto Santa que los profesores trataban de imponer en la escuela.
Justo a principios de diciembre, nos pidieron a los estudiantes de mi curso que sacáramos el nombre de un compañero de una bolsa.
Muchos chicos de La Veta sacaron el nombre de otro chico de La Veta, reduciendo el nivel de estrés en sus vidas.
Pero yo no tuve tanta suerte. No, a mí me tocó el nombre del hijo de un comerciante del pueblo. Un chico comerciante al que ya le debía demasiado. Un chico comerciante que nunca dejó de mirarme como si fuera algún tipo de cerdo mendigo que estuviera pidiendo una limosna. A mí me tocó Peeta Mellark.
Nuestra única interacción real sucedió hace muchos años, y seguro que él ya la ha olvidado; sin embargo, yo no, y sé que nunca lo haré.
Fue durante la peor época posible. Mi padre había muerto en un accidente minero hacía tres meses, en el enero más frío que se recordaba. Ya había pasado el entumecimiento causado por la pérdida, y el dolor me atacaba de repente, hacía que me doblase y que los sollozos me estremeciesen. «¿Dónde estás? -gritaba una voz en mi interior-. ¿Adónde has ido?» Por supuesto, nunca recibí respuesta.
El distrito nos había concedido una pequeña suma de dinero como compensación por su muerte, lo bastante para un mes de luto, después del cual mi madre habría tenido que conseguir un trabajo. El problema fue que no lo hizo. Se limitaba a quedarse sentada en una silla o, lo más habitual, acurrucada debajo de las mantas de la cama, con la mirada perdida. De vez en cuando se movía, se levantaba como si la empujase alguna urgencia, para después quedarse de nuevo inmóvil. No le afectaban las súplicas constantes de Prim, mi hermana cuatro años menor.
Yo estaba aterrada. Aunque ahora supongo que mi madre se había encerrado en una especie de oscuro mundo de tristeza, en aquel momento sólo sabía que había perdido a un padre y a una madre. A los once años, con una hermana de siete, me convertí en la cabeza de familia; no había alternativa. Compraba comida en el mercado, la cocinaba como podía, e intentaba que Prim y yo estuviésemos presentables porque, si se hacía público que mi madre ya no podía cuidarnos, nos habrían enviado al orfanato de la comunidad.
Había crecido viendo a aquellos chicos en el colegio: la tristeza, las marcas de bofetadas en la cara, la desesperación que les hundía los hombros. No podía dejar que le pasara a Prim, a la dulce y diminuta Prim, que lloraba cuando yo lloraba sin tan siquiera saber la razón, que cepillaba y trenzaba el cabello de mi madre antes de irnos al colegio, que seguía limpiando el espejo de afeitarse de mi padre todas las noches porque odiaba la capa de polvo de carbón que siempre cubría la Veta. El orfanato la habría aplastado como a un gusano, así que mantuve en secreto nuestras dificultades.
Al final, el dinero voló y empezamos a morirnos de hambre poco a poco. No hay otra forma de describirlo. No dejaba de decirme que todo iría bien si podía aguantar hasta mayo, sólo hasta el ocho de mayo, porque entonces cumpliría doce años, y podría pedir las teselas y conseguir aquella valiosa cantidad de cereales y aceite que serviría para alimentarnos. El problema era que quedaban varias semanas y cabía la posibilidad de que no llegáramos vivas.
Morirse de hambre no era algo infrecuente en el Distrito 12. ¿Quién no ha visto a las víctimas? Ancianos que no pueden trabajar; niños de una familia con demasiadas bocas que alimentar; los heridos en las minas. Todos se arrastran por las calles y, un día, te encuentras con uno de ellos sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared o tirado en la Pradera, u oyes gemidos en una casa y los agentes de la paz acuden a llevarse el cadáver. El hambre nunca es la causa oficial de la muerte: siempre se trata de pulmonía, congelación o neumonía, pero eso no engaña a nadie.
La tarde de mi encuentro con Peeta Mellark, la lluvia caía en implacables mantas de agua helada. Había estado en la ciudad intentando cambiar algunas ropas viejas de bebé de Prim en el mercado público, sin mucho éxito. Aunque había ido varias veces al Quemador con mi padre, me asustaba demasiado aventurarme sola en aquel lugar duro y mugriento. La lluvia había empapado la chaqueta de cazador de mi padre que llevaba puesta, y yo estaba muerta de frío. Llevábamos tres días comiendo agua hervida con algunas hojas de menta seca que había encontrado en el fondo de un armario; cuando cerró el mercado, temblaba tanto que se me cayó la ropa de bebé en un charco lleno de barro, pero no la recogí porque temía que, si me agachaba, no podría volver a levantarme. Además, nadie quería la ropa.
No podía volver a casa; allí estaban mi madre, con sus ojos sin vida, y mi hermana pequeña, con sus mejillas huecas y sus labios cuarteados. No podía entrar sin esperanza alguna en aquella habitación llena de humo por culpa de las ramas húmedas que había cogido al borde del bosque cuando se nos acabó el carbón para la chimenea.
Me encontré dando tumbos por una calle embarrada, detrás de las tiendas que servían a la gente más acomodada de la ciudad. Los comerciantes vivían sobre sus negocios, así que, básicamente, estaba en sus patios. Recuerdo las siluetas de los arriates sin plantar que esperaban al verano, de las cabras en un establo, de un perro empapado atado a un poste, hundido y derrotado en el lodo.
En el Distrito 12 están prohibidos todos los tipos de robo, que se castigan con la muerte. A pesar de eso, se me pasó por la cabeza que quizás encontrara algo en los cubos de basura, ya que para esos había vía libre. Puede que un hueso en la carnicería o verduras podridas en la verdulería, algo que nadie salvo mi desesperada familia estuviese dispuesto a comer. Por desgracia, acababan de vaciar los cubos.
Cuando pasé junto a la panadería, el olor a pan recién hecho era tan intenso que me mareé. Los hornos estaban en la parte de atrás y de la puerta abierta de la cocina surgía un resplandor dorado. Me quedé allí, hipnotizada por el calor y el exquisito olor, hasta que la lluvia interfirió y me metió sus dedos helados por la espalda, obligándome a volver a la realidad. Levanté la tapa del cubo de basura de la panadería, y lo encontré completa e inhumanamente vacío.
De repente, alguien empezó a gritarme y, al levantar la cabeza, vi a la mujer del panadero diciéndome que me largara, que si quería que llamase a los agentes de la paz y que estaba harta de que los mocosos de la Veta escarbaran en su basura. Las palabras eran feas y yo no tenía defensa. Mientras ponía con cuidado la tapa en su sitio y retrocedía, lo vi: un chico de pelo rubio asomándose por detrás de su madre. Lo había visto en el colegio, estaba en mi curso, aunque no sabía su nombre. Se juntaba con los chicos de la ciudad, así que ¿cómo iba a saberlo? Su madre entró en la panadería, gruñendo, pero él tuvo que haber estado observando cómo me alejaba por detrás de la pocilga en la que tenían su cerdo y cómo me apoyaba en el otro lado de un viejo manzano. Por fin me daba cuenta de que no tenía nada que llevar a casa. Me cedieron las rodillas y me dejé caer por el tronco del árbol hasta dar con las raíces. Era demasiado, estaba demasiado enferma, débil y cansada, muy cansada.
"Que llamen a los agentes de la paz y nos lleven al orfanato -pensé-. O, mejor todavía, que me muera aquí mismo, bajo la lluvia."
Oí un estrépito en la panadería, los gritos de la mujer de nuevo y el sonido de un golpe, y me pregunté vagamente qué estaría pasando. Unos pies se arrastraban por el lodo hacia mí y pensé: "Es ella, ha venido a echarme con un palo".
Pero no era ella, era el chico, y en los brazos llevaba dos enormes panes que debían de haberse caído al fuego, porque la corteza estaba ennegrecida.
Su madre le chillaba: "¡Dáselo al cerdo, crío estúpido! ¿Por qué no? ¡Ninguna persona decente va a comprarme el pan quemado!".
El chico empezó a arrancar las partes quemadas y a tirarlas al comedero; entonces sonó la campanilla de la puerta de la tienda y su madre desapareció en el interior, para atender al cliente.
El chico ni siquiera me miró, aunque yo sí lo miraba a él, por el pan y por el verdugón rojo que le habían dejado en la mejilla. ¿Con qué lo habría golpeado su madre? Mis padres nunca nos pegaban, ni siquiera podía imaginármelo. El chico le echó un vistazo a la panadería, como para comprobar si había moros en la costa, y después, de nuevo atento al cerdo, tiró uno de los panes en mi dirección. El segundo lo siguió poco después y, acto seguido, el muchacho volvió a la panadería arrastrando los pies y cerró la puerta con fuerza.
Me quedé mirando el pan sin poder creérmelo. Eran panes buenos, perfectos en realidad, salvo por las zonas quemadas. ¿Quería que me los llevase yo? Seguro, porque los tenía a mis pies. Antes de que nadie pudiese ver lo que había pasado, me metí los panes debajo de la camisa, me tapé bien con la chaqueta de cazador y me alejé corriendo. Aunque el calor del pan me quemaba la piel, los agarré con más fuerza, aferrándome a la vida.
Cuando llegué a casa, las hogazas se habían enfriado un poco, pero por dentro seguían calentitas. Las solté en la mesa y las manos de Prim se apresuraron a coger un trozo; sin embargo, la hice sentarse, obligué a mi madre a unirse a nosotras en la mesa y serví unas tazas de té caliente. Raspé la parte quemada del pan y lo corté en rebanadas. Nos comimos uno entero, rebanada a rebanada; era un pan bueno y sustancioso, con pasas y nueces.
Puse mi ropa a secar junto a la chimenea, me metí en la cama y disfruté de una noche sin sueños. Hasta el día siguiente no se me ocurrió la posibilidad de que el chico quemara el pan a propósito. Quizá hubiera soltado las hogazas en las llamas, sabiendo que lo castigarían, para poder dármelas. Sin embargo, lo descarté, seguro que se trataba de un accidente. ¿Por qué iba a hacerlo? Ni siquiera me conocía. En cualquier caso, el simple gesto de tirarme el pan fue un acto de enorme amabilidad con el que se habría ganado una paliza de haber sido descubierto. No podía explicarme sus motivos.
Comimos pan para desayunar y fuimos al colegio. Fue como si la primavera hubiese llegado de la noche a la mañana: el aire era dulce y cálido, y había nubes esponjosas. En clase, pasé junto al chico por el pasillo, y vi que se le había hinchado la mejilla y tenía el ojo morado. Estaba con sus amigos y no me hizo caso, pero cuando recogí a Prim para volver a casa por la tarde, lo descubrí mirándome desde el otro lado del patio. Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo; después, él volvió la cabeza. Yo bajé la vista, avergonzada, y entonces lo vi: el primer diente de león del año. Se me encendió una bombilla en la cabeza, pensé en las horas pasadas en los bosques con mi padre y supe cómo íbamos a sobrevivir.
Hasta el día de hoy, no he sido capaz de romper la conexión entre este chico, Peeta Mellark, el pan que me dio esperanza y el diente de león que me recordó que no estaba condenada. Más de una vez me he vuelto en el pasillo del colegio y me he encontrado con sus ojos clavados en mí, aunque él siempre aparta la vista rápidamente. Siento como si le debiese algo, y odio deberle cosas a la gente. Quizá debería haberle dado las gracias en algún momento, porque así me sentiría menos confusa. Lo pensé un par de veces, pero nunca parecía ser el momento oportuno.
El profesor había dicho que había que conseguirle a nuestro amigo invisible un regalo especial. Peeta Mellark y yo habíamos compartido la escuela desde que teníamos cinco años y, a excepción de algunos tributos desafortunados, habíamos pasado más tiempo juntos que con nadie más. Debería conocer cosas sobre él que me ayudaran a elegir algo especial. Pero, en realidad, no conocía nada sobre Peeta Mellark que pudiera convertirse en un regalo de Navidad digno. Ya había dedicado bastante tiempo tratando de encontrar el regalo perfecto garabateando la poca información que tenía sobre él. Él era luchador en el equipo de lucha libre de la escuela. Él trabaja en la panadería de su familia. Siempre hacía doble nudo a los cordones de sus zapatos. Pero nada de eso me había ayudado.
A ahora me estoy quedando sin tiempo ya que tendríamos que intercambiar regalos el viernes por la tarde, antes del final de clases. Todavía no tengo nada para darle. Lamento no haberme enterado de ésta estúpida tradición antes que empezaran las heladas de invierno, que destruyeron todas las plantas de bayas que había en los bosques. Con ellas podría haber hecho unas tinturas perfectas para que él pudiera dibujar con ellas.
Una opción sería escribirle una carta contándole que cuando llegue la primavera podría entregarle su regalo. Pero es una idea estúpida, ya que con el paso del tiempo me olvidaría del regalo y él nunca lo recibiría. Y, aunque esté en contra de ésta estúpida tradición, no sería justo que él se quedara sin un regalo.
Sí sé que le gustan las ardillas, o al menos a su familia. Pero no sé cómo reaccionaría al abrir un paquete con el cadáver de una ardilla dentro. Probablemente sus amigos del pueblo se reirían de él y, transitivamente, se reirían de mí, porque nadie más regalaría una ardilla muerta. También tenía algunas de las posesiones que mi padre había dejado cuándo murió, pero ¿qué haría Peeta Mellark con un espejo de afeitar?
Más tarde pensé en convencer a alguien que tuviera un estudiante de La Veta que intercambiara de nombres conmigo. Al menos podría elegir algo de El Quemador, un pedazo de tela, una cinta o un poco de parafina.
El Quemador, que es el mercado negro donde gano casi todo mi dinero funciona en un almacén abandonado en el que antes se guardaba carbón. Cuando descubrieron un sistema más eficaz que transportaba el carbón directamente de las minas a los trenes, el Quemador fue quedándose con el espacio.
Hoy ya es jueves. Estoy con Gale comprobando la línea de trampas que tenemos instaladas en el bosque antes de ir a le escuela. Gale es mi único amigo, además de Madge.
Cuando nos conocimos, yo era una niña flacucha de doce años y, aunque él sólo era dos años mayor, ya parecía un hombre. Nos llevó mucho tiempo hacernos amigos, dejar de regatear en cada intercambio y empezar a ayudarnos mutuamente.
Le pregunto si está interesado en cambiar de nombre. Pero me contesta enfadado con un discurso enfático sobre lo estúpida que son éstas tradiciones. Ni siquiera puedo lograr que se calme para poder compartir algunas de las ideas que tengo. Para el momento en que emprendemos el viaje de vuelta a la escuela, él está tan enfadado y malhumorado que su mal humor se me cuela entre los huesos.
Nada de lo que transcurre en el día logra cambiar mi estado sombrío. Lo único que siento son los susurros de los otros estudiantes sobre sus regalos y sólo se me ocurre cómo puedo hacer para poder faltar mañana a la escuela. A la mierda Peeta Mellark. Al menos entonces, tendría más tiempo para pensar en algo. O hacer que él se olvide que no recibió ningún regalo. No creo que él se haría mucho problema por eso. O al menos, eso espero.
Pero no creo que eso suceda, no con él. Él nunca hizo problema por el pan que me regaló cuando éramos más chicos. Él nunca trató de traer el tema a cuenta. Tampoco formaba parte del grupo que a menudo me señalaba y se reía de mí por el miserable trozo de almuerzo que traía al colegio día a día. Jamás se rió de mi ropa raída. Realmente el hecho que él sea tan agradable hace que la ausencia de regalo sea todavía peor, porque si él fuera cualquier otro hijo de comerciante, no me sentiría tan mal si le diera un regalo detestable.
Pero aún sabiendo que no tenía un regalo para intercambiar, mi mamá no me permitió faltar a la escuela hoy viernes. Es entonces cuando me decido por el queso de cabra y saco un pedazo extra de la nevera. Lo envuelvo en unas hojas de albahaca y lo ato con un pedazo de cuerda. Un chico de La Veta vería al queso como un verdadero regalo, pero no creo que obtuviera la misma respuesta del hijo de un comerciante. Sobre todo un chico como Peeta, cuya familia maneja la panadería que, según los oficiales de la Fuerza de Paz, tiene la pastelería más deliciosa de todo Panem.
Un trozo del queso de cabra que hace mi hermana Prim no sería nada comparado con lo que su familia recibe del Capitolio para llevar a cabo sus recetas.
Miro al reloj sobre la pared y me doy cuenta que todavía tengo bastante tiempo como para escaparme al borde del bosques para comprobar si hay alguna fruta seca u otro tipo de baya que haya sobrevivido a la helada.
Apenas entro al bosque, descubro un pequeño racimo de castañas y aprovecho para llenar mis bolsillos tanto como pueda. Estoy consciente que las castañas y el queso realmente no van juntos, pero tal vez su padre podría pensar en algo. O él podría comerlos separadamente. Tampoco tenía tiempo para visitar el Quemador como para poder negociar uno u otro regalo por otra cosa.
Vuelvo rápidamente del bosque a casa y busco un paño blanco de algodón que mi madre usa para vendas y lo uso para envolver el queso y las castañas en el, cerrándolo con una cuerda de arco.
El camino a la escuela con Prim es silencioso. Prim tuvo suerte y consiguió a una muchacha de su clase para el intercambio del amigo secreto Santa y solamente tuve que comprarle un puñado de cintas para que mi pequeña hermana le regalara. Con cada paso que doy hacia la escuela, mi estómago se estruja, sabiendo que el queso y las castañas no son un regalo aceptable. Todavía me preguntaba si hubiera sido mejor no darle nada. Creo que sería más aceptable de una chica de La Veta no dar regalos. Sigo concentrada en mis pensamientos hasta darme cuenta que ya llegamos a la escuela hasta que Prim me da un huesudo abrazo y me desea suerte.
Aunque el intercambio de regalos está programado para la última hora de la tarde, parece que ninguno de los estudiantes pudiera pensar en otra cosa durante el día entero. Yo miro el reloj con diligencia, a la espera de que el profesor olvidara el plan o que la lección ocupara más tiempo que el previsto antes de que comenzáramos el intercambio de regalos.
Pero cuanto el reloj golpea las tres de la tarde, el profesor junta sus manos en un aplauso apagado y anuncia que demos por terminado el trabajo del día. Yo miro cómo los otros estudiantes hacen su camino hacia sus amigos secretos Santas y miran expectantes cómo abren los regalos.
Peeta es rodeado por su círculo de amigos típico y aún parece no notar que él no tiene un regalo. En cambio, parece reír y bromear con ellos sobre sus regalos, incluyendo a Delly Cartwright, quien acaba de recibir un par de calcetines negros que claramente eran para un hombre. Por suerte, los calcetines son de otro muchacho comerciante que ofrece quedárselos nuevamente aclarando que uno nunca podía tener demasiados pares de calcetines. Yo siento envidia por la forma en que se relacionan tán fácilmente entre ellos y la capacidad de improvisación que tienen el uno con el otro. La bolsa de castañas y queso sigue sentada en mi regazo mientras todo la cuerda con mis dedos.
Si pudiera lograr que Peeta se alejara un poco de sus amigos, tal vez podría entregarle su regalo. O quizá podría dejarlo sobre su escritorio y nadie me notaría. Eso es lo que haré. Me paré de mi pupitre e hice un camino silencioso alrededor del aula haciendo sólo una parada para ver que ha recibido Madge - una estatuilla de una muchacha haciendo patinaje sobre hielo.
A medida que me acerco al grupo, puedo oir pedazos de la conversación entre Peeta y sus amigos.
-¿Qué recibiste Peet?- le pregunta el hijo del carnicero.
Peeta sacude su cabeza.- Nada aún- contesta.
Oigo que los otros chicos se ríen.- Tal vez tu amigo invisible tiene un regalo que es inadecuado para la escuela- le dicen.
-"Sobre todo si ella es una muchacha de La Veta", otro se burla. " Eso sería el mejor regalo que ella tendría para ofrecer ".
Las chicas a su alrededor se ríen tontamente y hacen caras como si estuvieran besándose. Yo detengo mi paso abruptamente mientras miro cómo la cara de Peeta se sonroja. ¿Habrá deducido qué es lo que pasa? ¿Sabrá él que es una muchacha de La Veta la que tiene su nombre? ¿Una muchacha de La Veta que no tiene mucho para ofrecerle?
Mi estómago se estruja cuando, finalmente, él levanta la vista y, con una risa torcida, fija sus ojos con los míos. Él ya lo sabe. Y cuando sus amigos dejan de reírse y miran en mi dirección, me doy cuenta de que ellos también. Es entonces cuando dejo caer el bulto de tela de mis manos y salgo corriendo disparada por la puerta de aula.
Salgo corriendo al patio y no vacilo en escalar un viejo roble que está en el fondo. Aún sin hojas para ocultarme, sé que nadie pensaría en buscarme aquí arriba. Y podría esperar hasta que la clase terminara para deslizarse al suelo y pasar a buscar a Prim sin necesidad de cruzarme con Peeta Mellark o con alguno de sus amigos. Pero hace mucho frío acá encima del árbol y mi campera está en el aula. No hay forma de resguardarme del viento frígido. He sobrevivido frios peores, como cuando quedé atrapada en el bosque junto a Gale tratando de escapar de una jauría de perros salvajes. En ese momento, encojo mi cuerpo lo más apretado que pude, cerró los ojos y conté mentalmente hasta que pude irme a casa.
-¿ Katniss?
Miro detenidamente hacia abajo y noto un cuerpo vagando alrededor del árbol que me estaba llamado. Sus rizos rubios sobresalían en el invierno gris como un diente de león.
-¿ Katniss?- Ahora él estaba justo debajo mío, llamándome en el aire sin siquiera alzando la vista. En su mano, sostiene la bolsa de paño que yo había dejado caer en el suelo.
- Sí- contesto con voz un poco quebrada.
Él alza la vista y sus ojos azules brillan cuando se clavan en los míos. - Tu escapaste antes de que pudiera agradecerte por tu regalo.
Encojo los hombros.- Es un regalo estúpido.
- No si viene de ti- contesta en un tono bajo.
-¿ Qué quieres?- le contesto hoscamente.
Él baja su mirada. - Bueno, uh, tu te marchaste antes de que yo pudiera darte tu regalo.
- ¿ Qué regalo?
Él sostiene una caja pequeña de la Panadería Mellark y la agita delante de mí. - Yo soy tu amigo secreto Santa. Yo estaba muy nervioso para darte tu regalo cuando estábamos en el alula.
Balanceo mis piernas y salto del árbol, aterrizo suavemente delante de él y acepto la caja. Sobre la caja, había una hoja de papel grueso atada. Abro la hoja y lo único que sale de mi boca es un suspiro: es un un dibujo de un arquero que está preparando su arco con los labios embutidos contra la cuerda tensa, ojos grises enfocando a un conejo gordo delante de él. Es mi padre. Pliego nuevamente el dibujo y deslizo un dedo bajo el sello de la caja.
Instantáneamente, el sabroso aroma a queso, hierbas y pan fresco invade mi nariz. - ¿ Un bollo de queso?
- Pensé, ... bien, quiero decir, me acuerdo haberte visto muy emocionada cuando una vez viniste a la panadería con tu papá para buscar un bollo de queso. Entonces, sólo pensé, ...quiero decir, Feliz Navidad, Katniss- . Él sonríe y se da la vuelta para volver en la escuela.
- ¡ Espera! - le grito, tomándolo del brazo. - Espera. Esto es ..., es que esto es demasiado, Peeta. No te regalé nada parecido a lo que tu me diste .
- Me encantó lo que me regalaste. Nunca consigo un pedazo de queso sólo para comer, tenemos que usarlo todo para cocinar en la panadería. Es decir, nunca podemos comerlos a menos que se echen a perder, que estén añejos.
- Pero mi regalo no es suficiente! Puedo...¿ Puedo darte algo más? ¿Una ardilla extra o algo?- Mientras las palabras caían por mi boca, lamento haberlas dicho y no poder echarme atrás.¡ Qué estúpida que eres Katniss! ¿Cómo le ofreces una ardilla extra?
- No, Katniss, de verdad. No me debes nada más!
- ¡Sí que te debo!- contesto mientras mis dedos se pasean por el dibujo. Él me ha devuelto los recuerdos de algo que ni siquiera estoy consciente que necesitaba. - Por favor, Peeta. Debe haber algo que ... -, pero mi mente vuelve a lo que sus amigos habían sugerido. Un regalo inadecuado para la escuela.
Él se queda en silencio por un momento, claramente debatiendo si quiere o no pedir algo más. - Bueno, hay una cosa, creo. Aunque pueda parecerte tonta.
- ¿De verdad hay algo? - le digo extendiendo mi mano y tocándole su manos con mis dedos.
Lo siento tragar con fuerza y luego alza la vista hacia mí. - ¿ Cantarías ... um ...una canción para mí?
- ¿ Una canción? - no había cantado durante años, no en público, delante de todos.
De vez en cuando le cantaba una canción a Prim cuando ella no podía dormir o cantaba para mí misma mientras hacía las tareas dentro de la casa. Esta es una petición extraña, sobre todo teniendo en cuenta que no sabía de dónde había sacado Peeta la idea de que yo podía cantar. Y, sobre todo, rogarme que lo hiciera a cambio de un precioso dibujo. - Uh. Sí. Sí, yo yo yo podría hacer eso - contesto tímidamente.
Veo como su cara se enciende. - ¿ En serio? Realmente no tienens por qué acceder a mi pedido, sé que es estúpido, pero eso -
Siento como mi cara se enciende como la suya – Sí, yo podría cantar ... una canción para tí. ¿Qué, que canción?
- No me preocupa cual - se rie.- Algo, cualquiera, la que tú quieras.
Siento una risa formarse en mi estómago, él me hace acordar a los niños que presionan sus caras contra el vidrio en la tienda de golosinas. Pienso en una de las canciones que mi padre solía cantar, una de las que se cantaban antes de los Días Oscuros.
- El acebo y la hiedra,
Cuando están llenos de hojas,
De todos los árboles que están en el bosque,
El acebo lleva la corona.
El amanecer,
Y la carrera del ciervo
El sonido del órgano
Dulce junto al coro"
Hago una pausa. - La canción es más larga, pero no la recuerdo. Es la única parte mi papá me cantó ...
- Es hermosa, Katniss. Gracias.
Trato de esquivar su cabeza. - Bueno, no es mucho.
Él se ríe suavemente. - No, es perfecta -. Sus ojos me exploran y su sonrisa se agranda. - Escucha.
- ¿ Qué debería escuchar? Oh-. Un tenue jadeo escapa mi boca en el momento en que me doy cuenta que la melodía sigue por el cielo. Sinsajos. Ellos habían escuchado mi canción y la seguían repitiendo. - ¡Guau! Nunca... Nunca los había escuchado hacer eso con mi voz antes.
Él se estira y toma mi mano, apretándola. - Tal vez sea un signo que deberías cantar más a menudo - . Antes de darme cuenta que está pasando, él se inclina y presiona sus labios contra los míos. Es breve, casi pasa desapercibido, pero calienta mi cuerpo en un modo que ningún fuego o manta podrían. Él entrelaza sus dedos con los míos y comienza a guiarme hacia la escuela. - Feliz Navidad, Katniss Everdeen.
Miro a nuestras manos entrelazadas. - Feliz Navidad, Peeta Mellark.
Así tomados de la mano volvemos a nuestra aula. Está totalmente vacía. Los otros chicos deben haberse marchado a sus casas para comenzar las vaciones de invierno, que normalmente duran dos semanas. En el fondo me siento aliviada de que no haya nadie, así no pueden ver que estamos tomados de la mano. Miro hacia ellas tímidamente y carraspeo.
- Tengo que preparar mi bolso e ir a buscar a mi hermana Prim - le digo.
- Tienes razón, perdón - me dice sonrojado mientras suelta mi mano.
Busco la vieja campera de cuero que era de mi padre y junto los libros para ponerlos en mi vieja bolsa de tela. Cuando me doy vuelta para salir por la puerta, siento que Peeta se aclara la voz.
- ¿Puedo acompañarte caminando hasta tu casa?
- No sé, ¿no tendrías problemas si te ven conmigo? Pienso lo que pasó con el pan y no creo que tu madre estaría muy contenta si te ven con una chica de La Veta - le contesto con voz triste.
- En realidad, ya no me importa mucho lo que diga mi madre y, además, no tiene por qué enterarse. No es que quiera esconderte, pero sólo sabría si mi hermano Naan le cuenta y creo que puedo manejar eso. A menos que tengas planes con Gale Hawthorne- trata de corregirse con la voz un poco quebrada.
- Está bien, deberíamos pasar por Prim primero. Supongo que Gale ya se habrá ido con sus hermanos.
Caminamos hasta la entrada de la escuela en dónde Prim está sentada esperándome. Peeta no ha intentado tomarme la mano nuevamente, gesto que agradezco porque mi hermana empezaría a hacerme preguntas. Ya bastante asombrada está cuando me ve entrar al gran salón de entrada junto al hijo del panadero.
- Katniss, pensé que te había pasado algo - grita mientras corre hacia mí para abrazarme.
- No patito. Sólo me retrasé para darle el regalo del amigo invisible a Peeta.
- Hola Peeta - saluda mi hermana al chico que está peligrosamente a mi lado con la misma naturalidad como si fuéramos amigos desde hace años.
- Hola Prim. Yo también tengo algo para ti por Navidad - le dice metiendo la mano en un bolsillo y sacando una galleta decorada envuelta en papel celofán.
Yo lo miro con el entrecejo fruncido, como regañándolo.
- Katniss, es un regalo, no le pidas que lo rechace - me dice Peeta tratando de reprimir la acción que parece instintiva en mí. - Y también las voy a acompañar caminando a casa - le informa mientras ella comienza a dar volteretas y grititos.
Lo vuelvo a mirar fijamente. – No estamos acostumbradas a ser escoltadas a casa - le digo intentando de dar una excusa a la situación embarazosa en la que me está metiendo.
- ¡Pero sí las escolta Gale todos los días! - me responde.
- Gale es un chico de La Veta como nosotras. No es común ver a hijos de comerciantes por La Veta, salvo que estén buscando…
- ¡Katniss! Por favor, no quiero que malinterpretes mis intenciones. Sé cómo son los hijos de los comerciantes, pero yo no soy así - me responde con voz de ofendido.
- ¡Pero yo no te conozco! ¿ Sabes cuánto tiempo me llevo confiar en Gale?
- Entiendo eso, pero si nunca hablamos ni pasamos tiempo juntos, nunca podrás conocerme y, realmente, me gustaría conocerte mejor.
Lo miro confundida. No tengo ni la menor idea que significa conocerme mejor, menos luego de ese esbozo de beso que acaba de darme bajo el roble. No es algo que haga comúnmente con Gale.
Sacudiendo mi cabeza, trato de acomodar mis pensamientos y le digo: - Está bien, pero vamos por un camino un poco más discreto, no quiero que la gente empiece a chusmear por ahí.
Salimos de la escuela y tomamos por una calle más angosta que va por los patios traseros de las últimas casas de la ciudad, un pequeño puente sobre un arrollo casi seco conecta el fin de la ciudad con La Veta, el barrio minero del Distrito 12. Casi no hay nadie en la calle y Prim aprovecha para correr una cuadra hacia delante y volver para rodearnos a Peeta y a mí dando saltitos.
- Peeta, no te agradecí tu galleta, ¿quien la hizo?
- Las galletas las hornea mi padre, pero yo soy el encargado de pintarlas. También decoro las magdalenas. Él dice que lo hago mejor que nadie, por eso soy el encargado de la decoración desde que tengo doce años - dice orgulloso.
Prim vuelve a desaparecer calle abajo y me quedo a su lado, rodeada de un incómodo silencio. Finalmente, Peeta decide romper el hielo nuevamente.
- ¿Qué tienes pensado hacer estas dos semanas de vacaciones?
Lo miro asombrada, ya que el término vacaciones no tiene mucho significado acá en el Distrito 12.
- Si no nieva mucho me escaparé al bosque a cazar los pocos animales que quedan y, supongo, me quedaré en casa tratando de arreglar algunas cosas que hay por ahí. Si me queda tiempo, quizá lea algún libro de los que tiene mi madre de cuando vivía en el pueblo.
- Ah. Mi madre me pone a trabajar un turno completo las dos semanas. Cuando hay clases, generalmente trabajo desde las cuatro a las seis y media, pero si no tengo que ir a la escuela, se aprovecha y tengo que hacer un turno de seis horas. Lo bueno es que puedo elegir si trabajo bien temprano o por la tarde, entonces me deja el resto del tiempo libre.
- No pensé que trabajaras tantas horas - le digo, sorprendida.
- Es el régimen que mi madre impuso en la familia desde hace años. Aún cuando era pequeño, tenía tareas asignadas. A propósito, ¿ te molesta si vengo a visitarte algún día?
- No … No me molesta, pero no quiero que mis vecinos se den cuenta y empiecen a hablar por lo bajo. Mi madre dice que una buena chica de La Veta tiene que cuidar su reputación - le explico luego de atragantarme por la pregunta.
- Mira Katniss. Puedo ser todo lo discreto que tu quieras. Quiero aclararte que no tengo intenciones de ser tu amigo. Me costó muchos años animarme a hablarte y hacerte esa pregunta. Pero mis intenciones son serias y tengo todo el tiempo del mundo, o por lo menos hasta la próxima cosecha.
Sus palabras me enmudecieron y, por suerte, ya estábamos llegando a la puerta trasera de mi pequeña casa. Siento un cosquilleo extraño en mí estómago que nunca había sentido hasta el momento.
- Deja que Prim entre primero - me pide Peeta casi en un susurro.
- Prim, entra primero, me quedo unos minutos y paso a hacerte el té - le aviso.
Me doy vuelta y nos quedamos mirándonos a los ojos. Nunca me había percatado del profundo azul del color de sus irises. Realmente son cautivantes. Peeta se aclara la garganta y se acerca aún más. Puedo sentir el calor que irradia. Con su mano sostiene mi barbilla, se inclina y apoya sus labios contra los míos. Ésta vez no es suave. Ejerce más presión y los siento, calientes y acolchados. El cosquilleo en mi estómago se hace más notorio y termino respondiendo el beso.
Cuando nuestras bocas se separan, un suspiro sale de mi boca y siento que me estoy enrojeciendo. Peeta me devuelve un sonrisa.
- La próxima vez que traigas ardillas a la panadería le diré a mi padre que te atenderé yo. De ahora en más, siempre seré yo. ¡Feliz Navidad Katniss!"
Y así, se da vuelta y retoma el camino para volver al pueblo. De ahora en más creo que me voy a concentrar en cazar más ardillas.
