La frescura de la brisa se bañaba de especias, castañas y boniatos, atrayendo a los transeúntes a probar las delicias de la estación; éstos caminaban embriagados por la fragancia del otoño directos a los pequeños puestos ambulantes, de colores y estampados llamativos, que anunciaban con sus desgastados altavoces grandes descuentos. El viento soplaba con la fuerza suficiente para desnudar los mustios árboles, mecer con gracia y suavidad sus efímeras hojas hasta posarlas con cariño en el pavimento, pintando de un rojo, amarillo y marrón las calles de la ciudad de Beika. Las hojas besaban las suelas de los zapatos de aquellas personas que paseaban, jugaban o bailaban por las pintorescas calles.
Conan, quien ignoraba la maravilla de la naturaleza, machacaba aquellas hojas sin piedad mientras se maldecía a sí mismo. Sus pies, cuyo peso equivaldría a toneladas de plomo, se negaban a moverse en condición; cada paso estrepitoso que daba chocaba con el suelo, del que no quitaba ojo, hundiendo en él su pierna como si estuviera recién asfaltado. El chico de las enormes gafas negras terminó dando, durante más de cinco horas, vueltas alrededor de la casa del profesor. De vez en cuando se despeinaba al rascarse con frenesí el cabello, intentando apartar, destrozar, eliminar de su cabeza la reciente pelea que había tenido con su compañera. Pateó algunas piedras pequeñas que encontraba en su camino, cerrando con fuerza su puño y ahogando el peor de los gritos.
—¡Soy de lo peor! —se gritó a sí mismo, conteniendo las ganas de hacérselo saber al mundo.
Tanta rabia contenida terminó por hacerle morder su propia lengua. Sintió el dolor como si se lo mereciera, como si no fuera nada comparado con lo que le hizo a ella. Se agachó, aún mirando el pavimento, y continuó rascándose el cabello. ¿Cómo había terminado todo así?
La mañana había comenzado con la pierna, el brazo, la oreja y el ojo izquierdo -por no decir todo lo izquierdo en total-. Conan, a través del teléfono móvil de Shinichi, recibió un importantísimo mensaje por parte de Ran. En él, ella lo invitaba a una fiesta que organizaría Sonoko en honor a su amiga, quien había conseguido derrotar a todos los contrincantes en el torneo de kárate, ganando la nacional. Ella había invitado a su amigo Shinichi, pero "éste" no pudo asistir. El chico recordaba a la perfección la sonrisa agridulce de su preciada Ran, quien se había agachado y, acariciando su rostro, le susurró palabras quebrantizas.
"—¡Casos, casos y más casos! —musitó intentando bromear, pero su voz delataba aquella sed que tenía de querer verlo una vez más, y escuchar de su boca algún cumplido, o simplemente su voz al saludarla—, ¡Ese maníaco de los casos! —La chica contuvo sus lágrimas, intentando mantener una expresión de falso enfado—. Conan-kun, al menos tú sí que viniste. Gracias."
La sonrisa de la karateka fue suficiente para despellejar y hacer flotar el remordimiento del corazón del muchacho. Éste sentía el impulso de saltar a sus brazos y gritar "¡Sí que te vi, yo soy Shinichi!", "Ran, ¡Eres genial con el kárate! ¡Estuviste fantástica!". Pero eso no podía ser, no podía hacerle saber aquello; no, por su bien. Y por el bien de todos los que le rodean.
Más doloroso fue leer el mensaje de invitación, en donde ella mostraba más preocupación por su estado y el de las víctimas de aquellos supuestos casos en los que se veía continuamente envuelto, que en sí misma. No se permitía ser egoísta, ni en un día especial para ella.
Conan no quería volver a fallarla; siempre acababa haciéndola sufrir de la peor de las maneras, ¿Cuándo fue la última vez que se vieron? La pregunta le sonaba estúpida; se habían visto aquella misma mañana, habían desayunado juntos, reído por las tonterías de Kogoro…, y a la vez no se habían visto desde hace meses. Él pasaba las noches pegado a la pared escuchando los sollozos de Ran debido a su ausencia. No, sin duda alguna no podía volver a fallarla; debía asistir a aquella fiesta, verla, abrazarla, hablarla y felicitarla y, aunque sea solo por un día, estar con ella con su verdadero cuerpo.
El pequeño detective decidió, por lo tanto, confiar en que Haibara lo comprendería y le entregaría, aunque sea, ocho cápsulas del antídoto. Ésta, por supuesto, le fulminó con su mustia mirada y se negó en rotundo. Ambos se encontraban discutiendo en el laboratorio, donde la atmósfera se impregnada de tensión por aquella conversación que no hacía más que torcerse. Haibara llevaba sus cabellos despeinados, y bajo sus cansados ojos esmeraldas asomaban enormes ojeras oscuras, ocasionadas por un exceso de trabajo. De vez en cuando la chica se tambaleaba, por lo que decidió buscar un punto de apoyo donde mantenerse.
—Haibara, por favor…¡Intenta ponerte en mi lugar! ¡He de ir! —suplicó Conan. Haibara seguía manteniendo firme su mirada—. ¡Sólo por esta vez!
—No. —respondió cortante.
—Pe-pero Haibara…—La susodicha chica hizo ademán de echarlo, no quería escuchar nada más por su parte. Éste la agarró de la mano, obligándola a mirar sus tristes ojos cobalto; aquellos que imploraban su ayuda—. Dame solo unas cuantas.
—¡He dicho que no! —alzó la voz, enfureciéndose—. ¿Quieres morir, idiota? —preguntó al mismo momento que se deshizo de sus manos. Le dio la espalda, le dolía observar a su compañero en ese estado—. ¿Y si no consigues recuperar después tu cuerpo…? —Haibara volvió a recobrar la compostura, hablando cada vez en un tono más bajo, pero seguía rechazando su mirada—, ¿Y si acabas creando defensas contra el antídoto?, ¿Y si en medio de la transformación mueres?, ¿O te acabas transformando delante de todos los invitados de la fiesta? —entrecerró sus puños, convencida de que él no estaba siendo sensato. Respiró hondo, y luego continuó hablando—, ¿Y si los de la Organización descubren tu paradero y los asesinan a todos? ¿Acaso…?
Haibara, quien seguía manteniendo su tranquila compostura, no podía luchar contra el sudor que se deslizaba sobre su rostro, cuello y manos. Toda aquella conversación le resultaba violenta, demasiado. Mil veces mantuvieron aquella charla, y aquel maníaco de los detectives no parecía comprender en lo absoluto nada. Ella se mataba día y noche para poder crear el antídoto definitivo, entregárselo y así devolverle lo que le arrebató; su vida. No esperaba que su visita fuera a resultar tan difícil de tragar y aguantar, no esperaba volver a tener con él por centésima vez la misma conversación; pero así estaba siendo.
Conan, envuelto en rabia por la falta de comprensión que le estaba demostrando su amiga, terminó por interrumpir sus palabras. Lanzando unas llenas de odio contenido.
—"¿Y si?, ¿Y si…?", ¡¿Y si jamás hubieras creado este condenado veneno?! O, ¡Ya que estamos! —Conan alzó la voz, desatando en ella el estrés que acumuló desde que había encogido; cerró con fuerza sus puños, temblando, y continuó con sus gritos sin pararse a medir el peso de sus palabras —: ¡¿Y si jamás hubieras nacido para terminar aquello que comenzaron tus padres?! —gritó, golpeando con fuerza la mesa que tenía a su lado—. ¡No estaría ahora mismo en estas condiciones si no fuera por tu dichosa culpa!
Un escalofrío recorrió la diminuta espalda de la científica. ¿Tan importante era aquella fiesta? Él nunca antes había sobrepasado el límite con sus palabras, nunca había dicho una frase tan mortífera. Ésta se giró estupefacta, observando los ojos de sorpresa de Conan -quien tampoco se creía lo que acababa de decir-, y se limitó a sonreírle; era una de aquellas sonrisas impregnadas de tristeza, dolor y en los que se reflejaba traumáticos recuerdos del pasado. Haibara se quedó observándolo, incapaz de contestarle. ¿Qué le diría?, Ya le hizo saber que su intención no era crear un veneno, sino una medicina, y también le hizo saber que ella no conocía mundo fuera de la organización y que siempre fue una mera marioneta obligada a trabajar para éstos. Asimismo, ella jamás había decidido nacer, no es algo que se halle en su alcance. Agachó su cabeza, mirando las pantuflas que llevaba puestas, entonces se mordió el labio. ¿Qué demonios le diría?
—Haibara...—susurró Conan, acercándose a ella con delicadeza—. No era esto lo que quería decir…
—No, Kudo-kun...Lo entiendo. —Aquella serenidad que mantenía Haibara consiguió aterrar al muchacho—. Has dicho exactamente lo que querías decir…, y tienes razón.
Pese a la tranquilidad de la chica, sus palabras salían de su boca en un hilillo de voz que éste era incapaz de soportar. ¿Por qué demonios le había culpado a ella?, se preguntó Conan. La creación la comenzaron sus padres, y ella se vio obligada a continuarla. Ella vivió encarcelada en aquella Organización, creció rodeada de criminales…, ¿Y qué culpa tenía ella?, ¿Por qué condenó su nacimiento?
—Haibara...—volvió a susurrar su nombre. incapaz de decir nada más. Se acercó a ella, impulsado por los deseos de rodearla con sus brazos y abrazarla, para luego disculparse por sus palabras. Aunque sabía que aquello no sería suficiente.
—Kudo-kun, sal. Por favor. —se limitó a responder. Se giró cabizbaja, esperando que él se marchara—. Si no hubiera nacido, jamás habría creado semejante veneno. Si tan solo yo no hubiera nacido...—hizo una pausa, respirando con profundidad para evitar romper la fachada de tranquilidad que se había construido, Luego prosiguió—: ahora mismo serías feliz estando a su lado.—Haibara comenzó a tartamudear, se llevó las manos a su boca. Se encontraba bastante agotada por el poco descanso que tuvo en esos días, y no se encontraba en sus mejores momentos para suportar un comentario tan duro como aquel…, ni menos que proviniera de su boca. —señaló con una mano la puerta del laboratorio, mientras continuaba tapándose la boca con la otra. Conan comprendió que debía dejarla en paz, ya había hecho suficiente —. Solo una cosa más...—continuó ésta, quitándose un poco la mano que cubría su rostro. Ambos se giraron al mismo instante. Ella observó la apagada expresión de su amigo, y cómo poco a poco su flequillo caía para taparle la mirada. Él observó cómo enrojecían los ojos de su amiga -estando más mustios que antes, y resaltados por sus notorias ojeras-, que amenazaban con llorar en cualquier momento. Después de un corto silencio, Haibara dijo—: no hacía falta meter en todo este embrollo a mis padres, Kudo-kun.
—¡Mierda!, ¡Mierda! —gritó Conan, levantándose del suelo—. No he sido ni capaz de disculparme, ¿Por qué demonios habré dicho aquello? —se mordió con fuerza el labio, intentando apartar de su cabeza la triste voz de Haibara—. ¡Me quejo de que ella no me comprende, cuando yo hago exactamente lo mismo!, ¡Soy el mayor de los idiotas!
Conan siguió caminando, pateando piedras y maldiciendo su existencia. Se posó sobre la pared de su casa -en el que vivía en la actualidad un agente del FBI- y soltó un largo suspiro. De vez en cuando lanzaba pequeñas miradas a la casa del profesor, la que tenía a su lado, pensando en cómo se encontraría Haibara. Habían pasado horas desde la pelea y seguía siendo incapaz de pedirle perdón.
—¿Por qué lo hice? —el chico volvió a mirar la casa del profesor derrotado—. Haibara…
—Oh, Conan-kun, ¿Qué haces aquí?
Una melodiosa, dulce y gentil voz había conseguido atraer la atención del muchacho, quien se hallaba bastante ocupado torturándose por sus palabras. Ésta mantenía una expresión radiante, de curiosidad, hasta que se acercó al muchacho; entonces la cambió por una de preocupación. Después de tanto tiempo, conocía bastante bien a aquel pequeñín que había aparecido por sorpresa en su vida. Se agachó adaptándose a la altura de Conan y se acercó a su rostro, como si lo estuviera examinando. El chico, dada a su cercanía, comenzó a ruborizarse con descaro.
—Ran-neechan, ¿Qué haces tú aquí? —preguntó, intentando disimular su creciente sonrojo.
—Eso mismo te pregunté yo. —Ran siguió fijando su consternada mirada en él. Los latidos del corazón de aquel muchacho parecía un tambor en aquel mismo instante—. ¿Te encuentras bien? —Conan regresó a la Tierra con aquella pregunta. La proximidad de Ran había conseguido hacerle olvidar, por un momento, todo lo que había sucedido con Haibara. Sin embargo, aquella forma de preguntar cómo se encontraba hizo que la imagen de aquella pequeña científica volviera a asomarse. El chico quedó desconcertado, se llevó la mano al pecho intentando cesar la orquesta que sonaba en su interior—. ¿Te invito a un zumito y lo hablamos? —preguntó con la gentileza que la caracterizaba. Conan asintió instintivamente.
Ran y Conan caminaron en silencio buscando una cercana cafetería, mientras iban agarrados de la mano. La chica le dirigía cariñosas miradas y contaba, de vez en cuando, uno que otro chiste malo para intentar animarlo…, pero no daba resultado. Conan, para no hacerla sentir mal, sonreía por educación. Y la chica lo había notado, después de todo aquel pequeñín se parecía tanto a Shinichi…
Por otra parte, en casa del profesor, Agasa llevaba un buen rato intentando contactar con el pequeño detective quien no respondía. Quería preguntar qué era lo que había sucedido en su ausencia, dado que él se había marchado hace unas cuantas semanas a una conferencia importantísima sobre famosos inventores de la historia. Haibara, al no mostrar interés en aquello, decidió permanecer en casa "Después de todo, no soy una niña. Aparte, tengo bastantes cosas que hacer aquí", le había profesor, al regresar a casa, sintió en ella un ambiente cargado y pesado; cuando normalmente lo encontraba agradable e incluso, a veces, lleno de amor. Encontró en la encimera varios platos a medio comer que parecían llevar bastante tiempo. Aquello lo confundió, ya que la pequeña científica que vivía con él era una persona bastante pulcra; de ningún modo permitiría algo así. A su vez, encontró varias revistas de moda amontonadas en la entrada; no parecía haber atendido al cartero. Todo aquello le resultaba extraño, también preocupante.
Se dirigió consternado al laboratorio en busca de Haibara. Tocó varias veces la puerta de aquel pequeño cuarto en el que Haibara siempre se escondía para realizar sus investigaciones, pero no recibía respuesta alguna.
—¿Ai-kun, estás ahí? —preguntó, volviendo a tocar su puerta.
Haibara, quien despertó sobresaltada por la llamada del profesor, se levantó con lentitud de su asiento. En algún momento que ella no recordaba, mientras trabajaba en la búsqueda del antídoto, había caído rendida en el teclado. Miró de reojo la pantalla, dándose cuenta de que había acabado pulsando con su cabeza la letra "K", llenando de ella la pantalla del ordenador. En su mirada y pequeña mueca se reflejó la tristeza al pensar en Conan. Ladeó la cabeza, apartando su imagen, y se dispuso a abrirle la puerta al profesor. Cuando se apartó de la silla, que le servía en aquel momento como punto de apoyo, sintió la habitación dar vueltas. Caminó apresurada para abrirle la puerta, asustada por aquella sensación de distorsión que estaba padeciendo. Sin embargo, antes de poder llegar a girar el poco de la puerta, se golpeó con ésta cayéndose al mismo instante al suelo. El profesor, que había escuchado el estruendo, abrió instintivamente la puerta, gritando un "¡Ai-kun, voy a entrar!"
Sus ojos abrieron como platos al encontrarla en el suelo; su cabello despeinado, su piel había palidecido aún más, sus ojos cargados hasta la médula de ojeras y pintados de un rojo carmesí, sus labios secos se tornaban ligeramente morados y ella, tan débil en aquel momento, se hallaba inconsciente.
—¡Ai-kun! —El profesor la cargó con rapidez, llevándola corriendo a su cuarto. Acto seguido, llamó a un médico para que la atendiera en casa—. ¿Cuántas horas habrá trabajado…?
El profesor se sintió culpable por lo sucedido a la pobre muchacha. La conocía lo suficiente como para saber que seguramente se pasaría día y noche frente a la pantalla del ordenador, buscando alguna solución para el veneno que creó en el pasado. Aún así, aceptó marcharse a la conferencia, ¡Dichosa conferencia!, pensó. Acarició con mimo el cabello de la chica, esperando al médico que había solicitado. Volvió a tomar su teléfono, esta vez con la intención de contactarse con otra persona.
Conan continuaba en silencio observando el vaso de zumo de naranja que tenía enfrente. Le había contado a Ran lo sucedido, pero omitiendo varias partes para no revelar lo ocurrido en realidad. Ella lo miraba comprensiva, sujetándose el rostro con la mano derecha, y atendió en todo momento a sus palabras. Cuanto éste finalizó, ella le dedicó una de sus mejores sonrisas.
—La quieres mucho, ¿Verdad?
Aquella frase se clavó en el pecho de Conan como un puñal. Éste levantó la vista del vaso, la miró -sin comprenderlo- nervioso y, lamiéndose el labio inferior a la velocidad de la luz, ladeó la cabeza negando aquella afirmación de su amiga.
—¡E-es solo mi amiga! —dijo sonrojándose—, ¡Sólo somos amigos!
—Pero mírate, —comentó ésta soltando una pequeña risa— estás tan preocupado por ella…, no me puedes negar que la quieres, Conan-kun. Jamás te había visto comportarte así por alguien.
—¡No es verdad! —interrumpió Conan. Volvió a sentir una punzada en su corazón, como si otro puñal se le clavara en el mismo lugar que el anterior—. Por ti…, yo haría esto y mucho más, porque yo...
Ran abrió los ojos como platos, vio en aquel muchacho la viva imagen de su mejor amigo. Al pensar en él, se ruborizó levemente. Aspiró el aire, permitiendo que gran cantidad de oxígeno la llenara, y volvió a sonreírle.
—A veces te pareces tanto a él...—Le confesó. Conan observó su rostro, en él se dibujaba una nostálgica sonrisa. Se mordió el labio, ansioso—, ¡Pero qué cosas digo! Lo siento, Conan-kun. Ahora mismo estábamos hablando de la chica que tú quieres, siento desviar el tema.
—¡Qué no la quiero! —casi gritó el chico sonrojado—. Esa chica que no hace más que bostezar y lanzar miradas fulminadoras, ¿Quién la iba a querer? —comentó apartando la mirada ruborizado. Notó en su pecho una enorme orquesta tocando, y en sus mejillas hogueras que no parecían apagarse ni con el mayor diluvio de la historia—. ¿Quién iba a querer a esa chica…? —se preguntó en voz baja.
Ran, burlona, sacó un espejo de su bolso y se lo entregó. El chico se miró confundido en el espejo, y luego la observó a ella. Ran, sacando juguetona la lengua, dijo:
—¿Qué quién? —Hizo una pausa, señalando al chiquitín reflejado—. Pues este chico de aquí.
—¡Ran-neechan! —se limitó a decir el chico, cruzándose de brazos.
Ran acarició cariñosamente la mano del chico, éste la miró admirando aquellos rasgos que la hacían tan bella. Su gentil rostro se endureció lentamente, pasando a una expresión seria.
—Deberías pedirle perdón. Aún estás a tiempo, Conan-kun —Le sugirió. Conan también cambió de expresión. Volvió su mirada al vaso vacío que tenía delante, luego suspiró.
—Soy un amigo horrible, Ran-neechan. La hice llorar, seguro que la hice llorar. Le dije cosas terribles que un verdadero amigo jamás diría...Soy horrible. —se imaginó el rostro de su amiga bañada en lágrimas por su comentario y sintió varias bofetadas azotándole la existencia.
—Torturarte de esta manera no solucionará el problema, Conan-kun. —Ran se sujetó el rostro con la otra mano, manteniendo aún su comprensiva sonrisa—. Tienes la suerte de poder verla cada día, así que puedes ir y consolarla. Pedir perdón es importante, solucionar tus errores también. Si te pasas todo el rato maldiciéndote por tus palabras, ¿No crees que a Ai-chan jamás le llegarán tus sentimientos? —Conan la miraba atentamente, escuchando cada palabra que expresaba su amiga—. Ella jamás sabrá que buscas su perdón, si no se lo dices. Tal vez no te hable en varios días, pero en algún momento entenderá que lo sientes de verdad.
—Ran-neechan...—susurró Conan.
—A ella le importas muchísimo, Conan-kun —prosiguió la chica—, te quiere y se nota —El chico se ruborizó ante las palabras de su amiga, pese a que no entendía la razón, ¿Que Haibara lo quería? ¡Vaya disparate!—. Y porque te quiere, te perdonará en algún momento.
Ran apartó por un segundo su mirada, pensando en cómo se encontraría ahora mismo Shinichi. Le gustaría poder preguntar por su estado actual en persona, y no por la pantalla de un móvil. Después volvió la mirada a Conan de nuevo, sonriéndole como siempre.
—No pierdas tu amistad con ella por un error, Conan-kun.
Conan, cautivado por los consejos de Ran, asintió esperanzado y devolvió la sonrisa.
—Ran-neechan, eres genial —le dijo.
—¡Qué cosas dices, Conan-kun! —respondió ésta riendo con suavidad—. Por cierto, ¿Qué tal si le llevas unas flores a Ai-chan?
—¿Fl-flores? —tartamudeó el chico.
—¡Unos ciclámenes rojos serían perfectos!
Agasa aguardó hasta que el médico finalizara con su análisis. Caminaba en círculos por el salón mientras seguía intentando contactar con aquel muchacho de las enormes gafas negras.
El doctor salió del cuarto cerrando con cuidado la puerta, para no despertar a Haibara. Bajó rápidamente las escaleras de la casa, acercándose al profesor.
—¿Cómo se encuentra?, ¿Qué le sucede? —preguntó nervioso Agasa, esperando impaciente su respuesta.
—Es anemia —respondió el doctor—, la chica llevaba tiempo alimentándose mal y bastantes días sin dormir, ¿Se puede saber qué clase de vigilancia tiene sobre ella? —preguntó el médico molesto—. ¡Es una niña de seis años, esto la podría matar!
—Lo siento, lo siento. Estaré más atento —se disculpó el profesor—. ¿Nada más que decir?
—Oh, sí. —El médico carraspeó la voz, y luego continuó—. La chica al desmayarse se golpeó contra el pomo. La he tratado para ello, pero si al despertarse ve que le duele la cabeza, llévela al hospital de inmediato. —Recomendó—. ¡Qué coma y descanse bien, es lo primordial! —dijo el médico, con seriedad. Agasa asintió ante sus palabras.
—Muchísimas gracias, doctor.
El médico se despidió y salió de la casa para atender a su próximo paciente. El profesor comenzó a llamar nuevamente a Conan, pero éste seguía sin responder. De vez en cuando subía al cuarto de Haibara para comprobar su estado, ésta tenía la cabeza vendada y lucía un aspecto bastante pobre. Agasa acarició sus manos con delicadeza, sintiéndose fatal por no haber contactado con ella en el tiempo que estuvo fuera.
—Ai-kun, siento no ser la figura de un buen padre...—Le susurró entristecido el profesor.
Más tarde, éste bajó para limpiar la casa y recoger aquellas revistas que se encontraban en la entrada.
Por otra parte, Conan había terminado comprando aquellas flores que le recomendó Ran y las había puesto en un frágil jarrón morado. De vez en cuando olía la fragancia de aquellas flores que se mezclaban con la brisa otoñal. Pensó en las mejores formas de disculparse a su compañera, de remediar aquel error que cometió hacía ya unas cuantas horas. Ran se había separado de él para encontrarse con Sonoko y seguir preparando la fiesta que ésta tenía planeada. Caminaba a paso lento, relajado por las palabras de su querida Ran, disfrutando el paisaje que se le presentaba delante.
Cuando llegó a casa del profesor, éste lo miró con cierto desdén. El profesor se encontraba en el salón, con los brazos cruzados. Conan entró sonriente, pero su expresión cambió al verlo.
—¿Qué ocurre? —preguntó perplejo el chico.
—¡Eso me gustaría saber a mí! Te he estado llamando desde hace más de una hora, ¿Se puede saber por qué no respondías?
—¡Mierda!, Dejé el móvil en silencio luego de la pelea que tuve con Haibara —dijo en voz alta. El profesor arqueó la ceja, esperando una buena explicación. Conan lo ignoró—. ¿Dónde está Haibara? —preguntó aún con el jarrón en sus manos, el que mostró al profesor sonriente—. He venido a pedir perdón.
El profesor lo miró aún más confundido, quería saber qué diantres había sucedido.
—De ella misma te quería hablar, cuando regrese…
Antes de que el profesor pudiera continuar, un grito desgarrador llamó la atención de estos dos. Ese grito era el de Haibara. Ambos se miraron estupefactos, y corrieron a la velocidad de la luz para comprobar qué había ocurrido. Conan aún mantenía el jarrón en sus manos, agarrándolo con fuerza sobre su pecho.
Agasa abrió la puerta alterado por aquellos gritos, y Conan entró sorprendiéndose con la imagen que tenía delante. Haibara mantenía una mirada afligida, se observaba las manos y se tocaba el rostro con movimientos frenéticos y nerviosos.
—¿¡Haibara, qué te ocurre!? —gritó Conan, llamando su atención.
Haibara, quien no se había percatado de su presencia, lo miró aterrada. Conan presentía lo peor con sus movimientos, pero no deseaba asimilarlo. Ésta se lamió los labios, su boca imploraba por un poquitín de agua. Agarró el vaso que tenía a su lado, con sus manos aún temblorosas, sin apartar la mirada de aquellos dos que tenía delante. Sentía la necesidad de tomar agua, pero se veía incapaz de hacerlo. Conan se acercó a ella, agarrando con más fuerzas aquel jarrón lleno de flores que pensaba regalárselas.
—¿Te encuentras bien, Haibara? —preguntó el chico. Su pecho estaba apunto de explotar, por su espalda y cuello corrían fríos sudores que le presagiaban un mal augurio.
Haibara lo miró fijamente, respirando con dificultad. Entrecerró los ojos, y aturdida decidió hablar.
—¿Quiénes sois vosotros? —Dejó el vaso sobre la mesa, y sin apartar sus ojos esmeraldas de los cobaltos de Conan, prosiguió—: ¿Yo soy Haibara?
Conan y el profesor se miraron asustados. El chico de las enormes gafas negras dejó caer aquel jarrón que tanto había protegido en su pecho. Definitivamente, aquel día se había despertado con el pie izquierdo.
