—¡Por el amor de Dios, Grantaire! —dijo el rubio dando un golpe en la mesa—. Si todo lo que vas a aportar a esta rebelión va a ser basura, ¡todos agradeceríamos que te matases!

—Tal vez debería hacer eso. Hoy. Ahora. Me lo llevaba planteando hace bastante, a decir verdad.

El llamado Grantaire dio un largo sorbo a su botella y miró a los profundos ojos azules de su compañero. Y se perdió en ellos. Se perdió tanto que dejó de ser consciente de lo que hacía. No se dio cuenta de que una lágrima de tristeza estaba cayendo en ese momento por su mejilla. No se fijó en la mirada de lástima de algunos en el café. Tampoco pudo fijarse que su amor platónico estuvo a punto de abrir la boca para pedirle disculpas. Pero lo que sí vio fue que en vez de volver a su esquina de siempre y ocultarse en la oscuridad, se dirigió a la ventana bajo las miradas expectantes de los miembros del grupo de revolucionarios y se tiró por ella. Cerró los ojos, no por miedo, si no porque quería que la mirada de Enjolras fuese lo último que viera. Jamás.

—¡Grantaire! —escuchó gritar a Combeferre mientras caía.

Llegó al suelo. Escuchó un "pop" en su pierna, pero decidió levantarse con la poca dignidad que guardaba y salió corriendo antes de que sus compañeros consiguieran alcanzarle. Si no había muerto por la caída, lo haría por la sangre que estaba perdiendo.

Callejeó con cuidado de no llegar a la calle principal y consiguió llegar medio cojo a un descampado. Decidió no ir a casa, pues estaba seguro de que sus amigos decidirían ir allí, y no podía explicarles por qué se había tirado y después había huido de ellos.

Se sentó en el suelo y se levantó la parte de abajo del pantalón. Gimió al ver el hueso del peroné saliendo de su cuerpo y el enorme charco de sangre que había dejado en el suelo. Metió la mano en el bolsillo y sacó de él cinco francos; sin duda eso no le iba a servir para pagar una operación, pero sí para un par de bandas y unos cuantos botellines; lo que necesitaba para morir en un par de días sin sufrimiento. Suspiró e intentó levantarse, pero al hacerlo, ahogó un grito y se tiró de nuevo al suelo. Lloró. Pero no lloró por haberse roto un hueso, si no porque Enjolras no se daba cuenta de que era su razón de vivir y moverse de la cama todos los días.

—¿Duele? —una voz femenina atrás suya hizo que se sobresaltara y se alejara lo poco que le permitía su cuerpo secándose las lágrimas—. No te voy a hacer daño, tranquilo.

—¿Quién eres? —preguntó con voz ronca.

—Mi nombre es Margot —la chica se acercó a él dejándose ver con un candelabro. Era linda, con facciones pálidas que apenas se notaban por el camisón blanco que llevaba. Su pelo, castaño oscuro casi negro, estaba recogido en un moño bajo y tenía unos ojos azules marino tan bellos y profundos como los de Enjolras. El candelabro temblaba en su mano y tosía mucho, así que el chico dedujo que estaría enferma o algo parecido.

—Yo soy —levantó débilmente la mano y tomó la de Margot—. Grantaire.

—Parece que lo de tu pierna está muy mal, ¿que ha pasado?

—No es nada, tan solo me he intentado matar desde un segundo piso.

—¡Madre mía! —le soltó la mano, con temor, y salió corriendo en dirección a una solitaria y pequeña casa en la que el joven no había reparado.

—De nuevo solo —dio una carcajada seca y, tras esto, se desmayó y no volvió a abrir los ojos hasta pasados tres días, cuando descubrió que su intento de suicidio había cambiado demasiadas vidas en poco tiempo.