Buenas mañanas/tardes/noches.
Aquí traigo uno de los proyectos que más ganas tenía de escribir. Escribiendo el epílogo de "Oro y esmeraldas" me di cuenta de que tenía mono de ron y piratas (¿), así que pensando se me ocurrió esto. Por una vez no he sacado la idea de ningún sitio raro xD. Prometí subirla pronto y subida queda.

Pairings: InglaterraxEspaña (ArthurxAntonio, sí, en ese orden, esta vez no pienso cambiarlo) principalmente, hay otras parejas secundarias, algunas yaoi, otras hetero.

Avisos: esta historia contiene yaoi, lemon, palabrotas, violencia, posible muerte de personajes y además es AU, aquí los personajes son sólo humanos y no países. Así que si algo de eso no te gusta y la lees, no me hago responsable de los traumas mentales que pueda causarte.

Descargo de responsabilidad: Hetalia y sus personajes son propiedad de Hidekaz Himaruya.

Como aclaración, el capítulo empieza con una narración de Antonio, luego ya es todo en tercera persona.

Espero que os guste~


Capítulo 1.- Luna en llamas

"Venga, venid, y os contaré la historia de cómo alguien como yo acabó en un lugar como este… No digo que Hoffnungsschimmer sea una mala taberna, Gilbert, no hace falta que me mires así… pero sabes que si nada hubiera ocurrido, ahora estaría en mi hacienda, con mis padres… y no inmerso en esta maldita búsqueda que no sé si seré capaz de completar… Una búsqueda que empezó cuatro años atrás, cuanto yo tenía diecinueve.

Aún recordaba a la perfección mi España natal, de la que había emigrado siete años antes, a causa de la visión de negocio y el ánimo aventurero de mi padre. El día en el que comenzó todo fue como cualquier otro día de aquella semana, pero de algún modo sentía que algo iba mal. Quizás no era tanto certeza como un presentimiento, un escalofrío en la espalda, un sentimiento de angustia, que se acentuó cuando mi padre decidió enviarme a la ciudad, con la cosecha reunida hasta entonces en la hacienda. Normalmente esperábamos hasta que una guardia viniera a por ella, puesto que de aquella forma el transporte era más seguro. Sin embargo, ese año la cosecha había sido sobreabundante, y para no hacer venir a los soldados dos veces, quiso que yo llevara la mitad antes de la fecha señalada, acompañado por la mayoría de hombres que vigilaban nuestras tierras. Con los piratas navegando en aquellas aguas, dejar aquella hacienda sin vigilancia era una imprudencia, y así se lo dije. Pero él, desde la cama en la que vivía después de un desgraciado accidente, me contestó un "Al anochecer, habréis regresado". Con eso terminó cualquier intento de discusión.

No tuve más remedio que obedecer sus órdenes y dejar la casa y alrededores desprotegidos. Me giré una y mil veces para observarla, con la misma sensación que había tenido cuando partimos de España. La sensación de… estar contemplándola por última vez.

Intenté calmarme, diciendo en voz baja que era una tontería, que si los piratas no habían atacado en siete años no atacarían tampoco aquel día. Ocupé mi mente con otras cosas para aliviar mi desazón; las ganancias extras que obtendríamos por el aumento de la cosecha, qué regalo comprarle a mi madre, puesto que su cumpleaños se acercaba, que tendría que empezar a sentar cabeza y buscar entre las jovencitas casaderas de la ciudad… cualquier tontería, en realidad. Pero no me libré de aquel angustioso presentimiento. Fue a más, incluso. Ni siquiera el hecho de que unos bandidos trataran de asaltar la caravana y sólo el que fuéramos muchos protegiéndola les hizo huir logró calmarme. Al final del día tenía casi la seguridad de que las cosas iban a ir mal.

O estaban yendo mal.

Lo olí en la distancia. Cenizas. Humo. Aunque no lo habría necesitado. La luna llena de aquella noche brillaba con el color rojizo del fuego. Se me cayó el alma a los pies y corrí, como si las llamas estuvieran detrás de mí y no delante. Y corriendo, sin preocuparme en si mis compañeros me seguían o no –todos estábamos cansados después de una dura jornada de viaje y trabajo, y ellos aparte llevaban encima varias rondas en las tabernas de la ciudad-, llegué a la hacienda.

O a lo que quedaba de ella. La casa ardía por los cuatro costados, y las llamas se extendían también por los campos arrasados, amenazando con devorarlo todo. Sólo pude dar un par de pasos hacia delante antes de que me fallaran las piernas y cayera de rodillas. Más adelante descubriría que me había hecho incluso sangre al golpearme contra el suelo, pero en aquel momento no le di importancia. ¿Qué importancia le podía dar a unas rodillas despellejadas, comparándolas con la destrucción que se veía a mi alrededor? Recuerdo que cerca de mí estaba el cadáver de una vaca, boca arriba, destripado, mirándome con ojos grandes y vacíos. Vomité allí mismo.

Entonces pensé que podía haber supervivientes. Que tenía que haber supervivientes. Tragándome las lágrimas, a causa del humo y del dolor, me levanté de entre los restos del pillaje, intentando identificar algo entre el fuego. Pero fue una acción desesperadamente inútil. Sólo había muerte; muerte y desolación, y sangre por todas partes. Nunca encontré el cuerpo de mi padre. Seguramente las mismas llamas que invadieron toda la casa se lo llevaron consigo. Aunque aquello fue mejor que ver el cadáver de mi madre, aún caliente, yaciendo en un bosquecillo cercano que el fuego aún no había alcanzado, con la ropa hecha jirones y el rostro contraído por la agonía. No era difícil adivinar cuál había sido su destino antes de ser asesinada, de una honda puñalada en el vientre. Las náuseas volvieron, a pesar de que no tuviera ya nada más en el estómago. Así que corrí, de nuevo, esta vez hacia la pequeña cala en la que muchas tardes había pescado o me había bañado, y desde la cuál habrían atacado los piratas, buscando aire fresco que me despejara la gente y me ayudara a no vomitar de nuevo.

Ni me di cuenta de que me había metido en el mar hasta que el agua alcanzó mi cintura. Alcé la vista, borrosa por las lágrimas que ya era incapaz de contener, y descubrí un barco. El barco donde viajaban los asesinos de mi familia, los responsables de hacer que mi hogar se hubiera convertido en un páramo arrasado por las llamas. Un cementerio. Un infierno. Grité, grité hasta que mi voz se negó a seguir sonando, sabiendo que nadie, excepto las gaviotas dormidas podían escucharme. Una chispa de lucidez se abrió paso entonces en mi mente confundida por la rabia y el dolor, y busqué la bandera que ondeaba en el palo mayor del navío. Sabía que algunos piratas tenían su propio emblema, aunque en todos solía aparecer Jolly Roger. Gracias a la enorme y roja luna llena, enjugándome las lágrimas, pude ver que la bandera de aquellos desalmados era diferente a la habitual negra y blanca. Su diseño se grabó en mi mente.

Regresé a la cala, tiritando de frío. Y juré. Juré, ante el Cielo y ante las cenizas de mi hogar, que cruzaría el océano, buscaría en cada puerto del Caribe, en cada islote perdido, iría hasta el fin del mundo, si hacía falta, para encontrar aquel barco y acabar con la vida de su capitán, el hombre que me había quitado todo lo que amaba…"

{o}

Antonio terminó de un solo trago lo que le quedaba de cerveza en la jarra, dando por concluida su historia. Su público, dos hermanos italianos a los que el azar había traído hasta aquella taberna, le contemplaron, cada uno con una expresión totalmente diferente.

—Qué historia tan triste… —comentó el menor, que parecía estar a punto de llorar.

—¡No seas idiota, fratello! —le dio un golpe en la cabeza— Como si estuviéramos en situación de compadecernos de él. Te recuerdo que por tu culpa nos han expulsado de ese barco, y estamos aquí muriéndonos de asco.

—Pero… si también fue culpa tuya, Lovino. No puedes culparme a mí por todo — protestó el otro débilmente.

—¡No vi aquella linterna! ¿De acuerdo? Fue un accidente que la empujara y prendiera fuego el camarote del capitán —el hermano mayor empezó a mover los brazos, alzando la voz. Se le notaba alterado—. ¡Pero olvidémonos de eso, Feliciano! Seguro que este tipo se ha inventado la historia para que le invitemos a comer algo… o a otra cerveza. Aunque quizás su problema es que ya lleva demasiadas.

Antonio sonrió, sin sentirse ofendido en absoluto. No era la primera vez que, tras escucharle, le llamaban mentiroso o decían que contaba aquello para dar lástima. No porque fuera un hecho extraordinario –todos habían sufrido o sabían de alguien que hubiera sufrido un ataque pirata-, sino por la forma en la que lo decía. Bueno, era normal. La había escrito en un libro hecho a mano que siempre llevaba consigo, al igual que su rosario negro, para asegurarse de que tenía los detalles vívidos. No podía permitirse el lujo de olvidar nada. La había memorizado a partir de su escrito. Quizás por eso sonara tan… "literaria". Además de que, cuando no se veía abrumado por los recuerdos, tenía una personalidad sencilla, alegre y optimista. Gilbert, uno de los dos hermanos que regentaban la taberna donde llevaba alojado ya un tiempo, decía que a veces demasiado optimista. Tan optimista que la gente en ocasiones pensaba que era directamente tonto.

—Ojalá me la hubiera inventado, pero es cierta. Aunque no necesito ni quiero caridad de parte de nadie. Estoy bastante contento con mi vida actualmente.

La verdad es que las cosas últimamente le estaban yendo bien. Al principio le había costado, vendiendo lo poco aprovechable de la hacienda para pagar el último sueldo de los hombres que sólo habían podido apagar las llamas, haciendo casi cualquier cosa para mantenerse y viajar lejos de su hogar, buscando. Ahora trabajaba de ayudante y cocinero en Hoffnungsschimmer, una tasca bastante grande y limpia regentada por dos hermanos germanos, con los que había congeniado enseguida. Sobre todo con el mayor, cuya característica más peculiar era su albinismo. Suponía que no había tenido una vida fácil en Europa. Tal vez por eso habían viajado hasta allí. En aquellos momentos, debido al mal tiempo, y a que no eran horas, el local estaba casi vacío, y él se había tomado un descanso.

—¿Y cómo va tu misión? —preguntó entonces el italiano menor, Feliciano— Quiero decir… ¿aún sigues buscando? ¿Recuerdas la bandera?

—Hice un juramento, buscaré por siempre… Y aunque lo intentara, jamás podría olvidar esa maldita bandera... —suspiró. Había sido una imagen recurrente en sus pesadillas— Una luna roja menguante, conteniendo un reloj de arena, junto a un Jolly Roger, también rojo.

Lovino frunció el ceño, quizás reconociendo el emblema. Normal. Aunque cuatro años atrás fuera poco conocido, el español lo sabía, cada vez más gente era capaz de identificarlo. Porque su capitán iba cobrando cada vez más importancia. Gilbert dejó otra jarra de cerveza ante Antonio, llevando en la mano una para sí mismo también.

—A muy pocos les gusta hablar de piratas por aquí —empezó el albino—. Tienen miedo, aunque las tabernas y los prostíbulos tengan en ellos a sus mejores y más habituales clientes. Es decir, este puerto es como un seguro, ellos no nos atacan y nosotros no les delatamos y ayudamos con su avituallamiento. Aun así, es un tema que no se menciona alegremente. Pero alguien tan grandioso como yo no le tiene miedo a nada, así que en cuanto me describió la bandera, le indiqué a quién pertenecía.

—¿Quién? —a Feliciano, al contrario al contrario que a su hermano mayor, no le sonaba aquel pabellón. Afortunado.

—El capitán Kirkland —respondió el español, empezando con su nueva bebida—. Uno de los piratas más crueles que asolan la costa y los barcos que viajan de regreso a la vieja Europa. Sino el que más. Y como ya sé a quién buscar, me voy guiando por los rumores acerca de él. Gilbert y Ludwig me contaron que de vez en cuando se detiene aquí.

—Sí, más que a nada para que sus hombres se den una vuelta por el burdel que lleva una húngara, aquí la vuelta de la esquina.

—¿La misma húngara a la que llevas rondando semanas? —preguntó Antonio con sorna, haciendo que el otro se atragantara con la cerveza— Bueno, eso es todo lo que puedo contaros para hacer más corta la noche. —añadió dirigiéndose hacia los italianos.

Feliciano asintió en silencio –o casi en silencio, puesto que se le escapó un "Ve~" bajito-, aunque su hermano seguía mirándole con desconfianza, sin terminar de creerle del todo. Bueno, no le importaba. No les había contado su historia para ser creído, sino porque ellos le habían preguntado y, a causa de la lluvia que se estrellaba con furia contra las contraventanas, aquella era una noche ideal para contar experiencias pasadas junto al fuego, con una jarra de ron, cerveza o cualquier otra bebida que calentara el cuerpo en la mano. También el hecho de que el local estaba casi vacío ayudaba a crear aquella atmósfera. El español observó divertido cómo Gilbert seguía tosiendo, sonrojado, mascullando un "no sé de qué me hablas" entre dientes. El albino lo negaría, pero para él estaba muy claro. La forma en la que sus ojos se iban detrás de ella cada vez que se cruzaban no era normal. Y eso sin contar las veces que habían ido juntos a la llamada "Playa de las Sirenas", donde muchas mujeres del prostíbulo en cuestión, incluida la dueña, se bañaban en las claras aguas del mar Caribe.

Su atención se desvió, en cuanto Gilbert regresó de malhumor a la barra, hacia los hermanos italianos, y al extraño rizo que les sobresalía del resto del pelo, uno a cada lado. Alargó la mano para agarrar el del menor, que se estremeció por el contacto, cerrando los ojos mientras las mejillas se le coloreaban de rojo, antes de que Lovino le apartara de un manotazo.

—¡Suelta el rizo de mi fratello, dannato! ¿Quién te has creído que eres para tocarle ahí, eh?

—Perdón… —frunció el ceño, confuso, llevándose a los labios los dedos enrojecidos por el golpe.

¿Cómo se podía poner así por un simple mechón de pelo? ¿Acaso en Italia era de mala educación? Sería la primera vez que escuchase algo parecido. Aunque también era la primera vez que veía rizos como aquellos.

—No les gusta que hagas eso —explicó una voz junto a él.

Antonio se giró para descubrir que Ludwig estaba ahí, y dio un bote en la silla, preguntándose durante cuánto tiempo habría estado sin que se hubiera percatado de ello. Sus cabellos rubios y su ropa, totalmente empapados, delataban que hacía poco.

—¡Oh, brüder! —Gilbert alzó la jarra de su mano para saludarle, ya olvidado su enfurruñamiento anterior— ¿Dónde te habías metido?

—Estaba echando un vistazo por el puerto —se quitó la casaca con la que se había protegido de la lluvia, para ponerla en una silla cercana al fuego— ¿A que no adivináis qué barco estaba atracando cuando he venido de regreso a la taberna?

Antonio no necesitaba que nadie contestara. Se levantó de un salto, haciendo que su asiento cayera hacia atrás, chocando contra el suelo y provocando que todas las miradas del los presentes se centraran en él. El buen humor que la bebida le había proporcionado se desvaneció en apenas un parpadeo. Notaba su sangre hervir, clamando venganza, y tuvo que obligarse a colocar la silla y sentarse de nuevo para calmar su espíritu, puesto que de otra forma habría sido capaz de salir corriendo a la fría lluvia. Sería inútil lanzarse, sin pensar, a por él. No conseguiría acabar con su vida y, peor aún, terminaría con toda seguridad muerto. Tenía que lograr acercarse de alguna manera que no despertase sospechas y una vez que lo hiciera, terminaría con la pesadilla de muchos mercaderes, hombres de negocios, marineros y monarcas europeos, clavándole un cuchillo hasta el fondo del corazón. Aunque no lo hacía por nadie más que por el recuerdo de sus padres, y del resto de personas que habían muerto aquel día en el saqueo. Así por fin los fantasmas dejarían de perseguirle en sueños.

—Es raro que hayan vuelto tan pronto —comentó el alemán mayor, acercándose de nuevo a ellos—. Como mínimo regresan tras cuatro meses. Hace tres de la última vez, ¿no?

—Algo así. Pero por lo visto Kirkland quiso atacar a dos naos portuguesas cerca de aquí.

—¿Con un solo barco? ¿Y no le han mandado al fondo del océano?

—Las dos naos están ahora en el fondo del océano. Se arriesga tanto como para un día se acabe matando a sí mismo, pero… hay que reconocer que sabe lo que hace… —dejó escapar un suspiro mientras se acercaba al fuego para calentarse— Aunque entre la sangrienta batalla y la tormenta, el barco se cae a pedazos, así que estarán un tiempo aquí reparándola… y bebiendo, espero. Menos Kirkland, claro. No suele bajar de su barco casi nunca — aquello llamó la atención de Antonio, ya que era una buena ocasión para pensar en cómo infiltrarse, pero lo que Ludwig dijo a continuación era la verdadera oportunidad para llevarlo a cabo—. Han sufrido muchas bajas, así que necesitan marineros. Mañana por la noche vendrán a la taberna para reclutar hombres.

El español esbozó una sonrisa de satisfacción al escucharlo. Parecía que el mismísimo capitán Kirkland le estaba entregando su propia muerte en bandeja de plata.

Y no pensaba desaprovechar aquello por nada del mundo.


¡Hasta aquí el primer capítulo!

Tengo claro que esta historia me va a costar más que cualquiera que haya escrito hasta ahora, primero porque será más larga, segundo porque salen más personajes, más parejas y más líos… Iréis viendo las demás parejas (que como dije, son algo secundario) a medida que vaya avanzando la historia… Y tercero, por el tipo de escritura que pretendo utilizar.

Espero que, de todas formas, la sigáis con la misma ilusión con la que escribo.

PD.- Hoffnungsschimmer (?) significa, si el traductor de Google funciona bien, "Rayo de esperanza", sí tiene el mismo nombre que la taberna de "Oro y esmeraldas", aunque en alemán.

PD2.-Jolly Roger es el nombre de la calavera y las tibias cruzadas típicas de los piratas. La bandera que aparece aquí me la inventé, pero quizás haya alguna parecida.

PD3.- el por qué del titulo lo veréis en el siguiente capítulo

Cualquier opinión/crítica/sugerencia es bienvenida~