Santa Cecilia 1911.

-¿Ya oíste?- dijo uno de los dueños de la hacienda a un mozo de su confianza. -Dicen que la cosa se está poniendo fea en el norte.

El otro sabiendo de las noticias del día prosiguió -Yo escuché que andan pior en Chihuahua, no dejan de mandar tropas y tropas y nomás no... ya hasta se agarraron Durango- el dueño frunció el ceño pues parecía que al mozo le emocionaba todo ese alboroto, el joven por su parte al sentir su mirada penetrante bajó la vista en señal de sumisión.

El hacendado continuó -Ese Madero... pensé que iba a ser como Zúñiga y Miranda. Pura falasia.

-Pos igual y luego la cosa se calma patrón...

-¡Tiene que calmarse!- exclamó indignado -Ya verás cómo el ejército se los pone quietos a esos gorrudos revoltosos, así pasó en Cananea y también con los Serdán.

-Pos yo sólo sé que la guerra no trai nada bueno, eso sí.

El hombre de tez clara suspiró acomodándose el bigote -Sólo Dios dirá. Ojalá no vengan por acá.

Un muchacho observador, peón de la hacienda quien estaba ayudando a llevar un nuevo escritorio de madera al cuarto de José Villegas, escuchó la conversación y se fue sin decir nada. Pues sabía que no sólo en el norte habían problemas y era sólo cuestión de tiempo de que la bola o la leva llegara hasta Santa Cecilia, pero su opinión no había sido pedida y tenía trabajo por hacer.

-¿Listo?- le preguntó su compañero. Él asintió con la cabeza y a la cuenta de tres los dos comenzaron a subir el lujoso y pesado escritorio por las escaleras.

Bien entrada estaba la tarde a punto de anochecer, en ese momento en el que el cielo parece estar de rojo con el sol asomando sus últimos rayos por los cerros en el horizonte.

El calor de la primavera hacía que los habitantes del pueblo, los acomodados por su puesto, se refugiaran en sus hogares, sin embargo, los más pequeños que tenían la libertad de jugar en la plaza lo hacían sin miramientos del clima.

-¡Engarroteseme ahí!- gritó una niña vestida de azul con trencitas, su nombre era Imelda, hija de Don Aniceto Rivera antiguo rural que desde que su esposa había muerto se dedicaba a la crianza de ganado en una pequeña parcela que había pasado a formar parte de su propiedad.

-¡No es justo!- se quejó uno de los niños que jugaba con los demás a lo que ahora conocemos como "encantados" -¡Eres una niña! ¡Deberías estar jugando con tus muñecas, no con nosotros!

-¡Si serás chillón!- le refutó Imelda-¡Dices eso porque siempre te gano!

-¿Ah si?- exclamó el otro niño -¡De seguro si eres tan marimacha no te importará meterte a los golpes!

En respuesta la niña se arremangó el vestido -¡Pues vamos a ver cuántos dientes te tumbo!

Ya se estaba calentando la situación, los demás comenzaron a hacer sus apuestas pero uno de los presentes quiso poner orden a la situación.

-¡Ya no se peleen! ¡Déjala en paz, Macedonio! ¡A las niñas no se les pega!- dijo poniéndose entre los contrincantes para separarlos.

-¡No te metas en esto Héctor!- y lo empujó contra Imelda pues era más grande que él y más fuerte.

-¡Ahora si!- exclamó la de azul pero justo cuando iba a lanzarse contra su oponente una voz a lo lejos la detuvo.

-¡Imelda!- Era su padre quien apareció caminando entre las calles acompañado de sus otros hijos hasta llegar al kiosko de la plaza donde jugaban -¡Vámonos hija!

La respuesta no se hizo esperar pues su palabra era ley, pero antes de seguirlo se giró hacia su contrincante -¡Escúchame bien Macedonio... esto no se quedará así!

Había hecho una interpretación exacta como su padre amenazaba, pues Don Aniceto inspiraba respeto y sobretodo temor. El susodicho miró la escena sin entrometerse pero una media sonrisa se dibujó en su rostro. Esa niña era de armas tomar justo como él.

Macedonio tragó saliva. Cuando Imelda supo que había logrado intimidarlo se dio la vuelta con la espalda erguida y se fue con su padre y sus dos hermanos pequeños. Unas risas se escucharon de entre los niños que jugaban y habían observado todo.

-¡Uy... le ganó una niña...!- se escuchó el comentario en el aire que desató varias burlas, provocando que sus mejillas se volvieran de un rojo intenso.

-¡Ya cállate, Héctor!- gritó fúrico.

-¡Pero si yo no he dicho nada!- se defendió el de menor estatura, era el único que no encontraba graciosa la situación. Pero el orgullo de Macedonio había sido herido y la persona más cerca en su rango de visión para desquitarse era Héctor.

Lo habían avergonzado y ahora tenía que restaurar su honor. La pelea era evidente.

-¡Cómo de que no!- y lo empujó de nuevo tirándolo al suelo, los demás niños en vez de ayudarlo hicieron un círculo al rededor de ellos a una distancia prudente.

-¡Ahora vas a aprender a no meterte en los asuntos de las personas, metiche baboso!- con esto Héctor se enganchó en la pelea.

-¡Tú eres el baboso!- respondió poniéndose de pie, tratando de sacar el pecho y aumentar su estatura alzando la barbilla, sabía que era una pésima idea el ponerse contra un adversario más alto y fuerte que él, pero no quería parecer un cobarde y mucho menos delante de sus compañeros. Su contrincante cerró sus puños preparándose para dar el golpe, pero una mano en su hombro lo detuvo.

-¿Así tratas a los más chicos? ¿Por qué no te metes con alguien de tu tamaño?-detrás de él estaba el mejor amigo de Héctor: Ernesto. Aunque era mayor que los presentes se llevaban en estatura con Macedonio.

Héctor sonrió por detrás de ellos.

-No, yo no estaba haciendo nada...- trató de mentir.

Lo miró con incredulidad -Sí claro. A mi me parece que estabas a punto de irte ¿No?- y lo empujó por la espalda obligándolo a caminar.

Ernesto lograba imponer autoridad a los demás y haciendo gala de eso interrumpió efectivamente la pelea.

El juego había terminado y Macedonio se fue como perro con la cola entre las patas, no sin antes fulminar con la mirada a Héctor mientras el resto de los niños se disipaban.

-¿Cuántas veces te he dicho que no debes meterte en pleitos?- esperando un regaño Héctor bajó la mirada hasta que escuchó -¡Sin mí!

Sonriendo Ernesto le despeinó el cabello tomándolo por el cuello.

-¡Ya déjame!- dijo entre risas empujándolo y aunque no había sido con fuerza notó una mueca de dolor en su rostro que casi pasa desapercibida.

-¿Estás bien? ¿Te lastimé?- preguntó Héctor apresuradamente.

-¿Qué? ¿Lastimarme tú? ¡Pero si estás bien flacucho y enano!- se burló el mayor. Héctor por su parte rodó sus ojos exasperado.

-¡Ya verás cuando crezca que tú vas a ser el enano!-

-¡En tus sueños, orejón!- con rapidez le jaló una oreja antes de echarse a correr.

Héctor olvidó de lo que estaban hablando y fue tras su ex-mejor amigo para darle su merecido.

Entre callejones Ernesto trataba de esquivar los empujones y golpes de Héctor, y era fácil por su mayor tamaño que le conferían el poder dar pasos más largos, el menor trataba de lanzarse sobre él pero siempre en el último instante se movía de lugar gritando un "¡Olé!". Héctor se trastabilló y cayó al suelo.

-¡Hijo de la tiznada!

Ernesto se acercó hasta él dándole la mano para ayudarlo a levantarse -¡Híjole! ¿Con esa boquita besas a tu mamá?

Héctor tomó su mano y estuvo a punto de jalarlo y tirarlo al piso cuando notó una mancha morada en su antebrazo.

-¿Qué te pasó?- le preguntó consternado.

-¿Qué, esto?- dijo mostrando su herida -¡Bah! Un golpecito que me di tratando de subir un escritorio el otro día- movió su mano restándole importancia.

Héctor frunció el ceño -Debes tener más cuidado, siempre te andas cayendo o golpeando- ya empezaba a creer que la hacienda de Villegas era un lugar peligroso.

-¿Y tú qué?- le refutó Ernesto mientras escondía de nuevo su moretón debajo de su manga -Siempre andas de peleonero y tengo que sacarte de apuros.

-¡No es cierto!

-Como si no lo hubiera hecho hace rato.

Ambos siguieron caminando por las calles empedradas del pequeño pueblo, las luces de las casas se encendieron y el alumbrado público recién instalado iluminó el camino.

-¡Te digo que Macedonio me odia!

-Él odia a todo el mundo...

-No, conmigo va en se- ¡Uy! ¡Melcocha!- distraído como era interrumpió la plática para correr hasta donde estaba el puestecito de Agustín.

-¡Buenas noches, Don Agustín!

-¡Buenas!-respondió el anciano con voz aguardentosa.

-¿A cuánto?

-A cinco.

-¿Quieres uno, Neto?- le preguntó mientras sacaba monedas de su pantalón.

Ernesto sonrió, había recibido su pago del día y un dulce no le vendría mal. Pero su mano se detuvo en seco cuando recordó que su dinero sólo podía cambiarlo en una tienda en específico.

-No, gracias- pero Héctor ya se le había adelantado y llevaba en sus manos dos dulces de melcocha.

-Muh tadhe- dijo con el dulce en la boca ofreciéndole el otro.

Ernesto puso ojos en blanco y aceptó el detalle.

Fueron a sentarse en una barda de la iglesia de Santa Cecilia para comer, a comparación de otros días casi no había personas que transitaran entre las calles y pues era entendible con los enfrentamientos entre federales y la bola que cada vez eran más frecuentes y en más lugares. Lo único que seguía con vida era la pulquería de la esquina.

Se escucharon las campanadas informando de la hora.

-Ya es tarde...- dijo Héctor confirmando que en efecto ya había anochecido. -¿No te regaña tu papá por estar afuera?

-Nop- respondió Ernesto -Las ventajas de ser adulto... lo entenderás cuando tengas mi edad- y volvió a despeinar su cabello.

Héctor lo miró con ojos entrecerrados pues ambos sabían que aún no alcanzaba la mayoría de edad.

-Entonces ¿No quieres venir a cenar?- preguntó esperanzado, pues las comidas en su casa eran mejor cuando su mejor amigo estaba cerca para contarle increíbles historias que aunque probablemente eran inventadas no dejaban de ser entretenidas.

Ernesto brincó bajando de la barda -Uh... no sé, orejón- dijo mientras caminaban sin rumbo, Héctor lo siguió por detrás -¿No crees que se moleste tu viejo?

El menor se adelantó hasta quedar enfrente de él -¡Claro que no! ¡A mamá y a papá les encanta tenerte en la casa! Dicen que hasta parecemos hermanos.

Eso era cierto, haber nacido con una actitud positiva y encantadora le hacía fácil la tarea de ganarse a las personas, entre ellos Doña Engracia y Don Rupertino quienes le abrieron las puertas de su hogar justo en el momento en el que su hijo lo presentó como su mejor amigo y defensor.

-Bueno... si no tienen problemas entonces ¿por qué no?- dijo fingiendo modestia, pero la verdad tenía hambre y estaba seguro que en su casa ni siquiera recibiría un plato de frijoles.

Héctor sonrió -¡Una carrerita hasta la casa!- y comenzó a correr. Ernesto le gritó '¡tramposo!' antes de perseguirlo.

Ya se sabía de memoria el camino hacia la casa de Héctor, no eran exactamente hacendados pero como pequeños comerciantes vivían de forma modesta, tenían un trabajo fijo que les permitía que su hijo pudiera vivir cómodamente sin tener que sufrir los estragos de ser un peón.

Trabajo e injusticias pero bueno, era mejor que estar en la mina.

Llegaron a la casa de Héctor, la entrada estaba adornada con bugambilias de colores, tenía un enorme patio con varios cuartos producto de la herencia del padre de Rupertino.

-¡Gané!- gritó Héctor feliz de por primera vez haber aventajado a su mejor amigo.

-¡Eso fue porque hiciste trampa!- le dijo el otro sin intención de malicia.

Héctor por su parte seguía cantando en voz baja 'gane, gané, gané'.

Cruzaron el patio hasta llegar a la cocina, las ventanas estaban abiertas y se podía escuchar la conversación de adentro.

-¿Estas seguro? ¿Gutiérrez en Tabasco? ¡Pero el Paraíso está muy cerca de aquí!- se escuchó la voz de doña Engracia -¿Y si nos vamos pa' México?

Don Rupertino suspiró -Ya te dije que está muy lejos y los caminos no son seguros...

Ernesto y Héctor se miraron por un segundo, ambos sabían de qué estaban hablando.

-¿Mamá?- Héctor llamó a la puerta.

En un instante apareció el señor Rupertino y por detrás su esposa.

-¡Hola mi amor!- dijo la señora.

-¡Ernestito, que gusto verte de nuevo!- lo saludó el otro. Ernesto, por su parte, le estrechó la mano con una cálida sonrisa. -Que bueno que llegaron niños- dijo desacomodando el cabello de su hijo ignorando su queja. -Justo estábamos a punto de cenar- Don Rupertino se hizo a un lado para poder dejarlos pasar.

-Cariño, que los niños te ayuden, yo voy a cerrar la entrada- dijo el padre de Héctor antes de salir de la cocina.

Las paredes estaban pintadas de amarillo con adornos de Talavera traídos desde Puebla; al igual que el resto de la casa la cocina lucia pulcra algo que Ernesto admiraba pues las tuberías y el drenaje recién instalado a parte de ser una novedad resultaba bastante útil. El aire tenía un aroma a carne proveniente de la olla que estaba sobre el fogón.

-Muy buenas noches, Doña Engracia- dijo dando una pequeña reverencia -Luce muy linda el día de hoy.

-Ay Ernestito, que cosas dices...- le respondió ocultando su sonrisa detrás de su mano.

-Sólo digo la verdad señora- por su parte Héctor puso ojos en blanco, pues de tanto tiempo andar con su mejor amigo se sabía todo su repertorio de halagos.

-Pásenle, pásenle- los invitó Doña Engracia hacia el comedor, que estaba cruzando la cocina.

-Oye mamá ¿Se puede quedar Ernestito a comer con nosotros?- dijo con burla su nombre, pues sabía que su mejor amigo repudiaba que le dijeran así, sin embargo por su parte Ernesto dejaba que los adultos lo llamaran como quisieran, pues entre apretones de mejillas y exclamaciones de 'cuánto has crecido' a veces las personas del pueblo le daban una cocada o alguna moneda de pura caridad, pero Héctor no se salvaría tan fácilmente.

-Ay mijo- le respondió -Hasta la pregunta ofende. Ándenle y ayudenme a poner los platos.

Héctor sonrió y fue hacia la alacena para sacar los utensilios.

Antes de seguirlo Ernesto miró sobre al mesa un periódico que decía "Regeneración". Ya lo había visto antes y sabía que estaba prohido tener cualquier publicación de esas pues según los hacendados estaba lleno de mentiras que incitaban a la revuelta.

Ernesto lo tomó entre sus manos pero Doña Engracia con agilidad se lo arrebató.

-¡Ay ese Rupertino! ¡Siempre dejando sus cosas regadas!- y se fue de vuelta a la cocina.

-¡Héctor! ¡Lávate las manos antes de sacar los platos!

El menor frunció el ceño pues ya los había puesto en la mesa -¡Ay mamá!

La señora Engracia volvió con la olla para ponerla en el centro de la mesa. -¡No me rezongues niño! ¡Ándale, vayan a lavarse las manos!- Ernesto sabía que desde que se habían instalado tuberías en algunas casas del pueblo la gente quería seguir la moda de la capital, donde según las nuevas normas del presidente la higiene debía ser importante para el pueblo.

Héctor respondió con todo el pesar del mundo -Está bien...- riendo Ernesto lo siguió hasta el baño.

Era amplio, y así debía serlo pues gran parte del baño estaba siendo ocupado por una especie de caldera que calentaba con leña el paso de la tubería que daba hacia la bañera. El lavabo era pequeño con un modesto espejo que colgaba de un clavo y el retrete era de estilo inglés con un recolector de agua un metro arriba del piso y una cadena que permitía su paso a presión para llevarse los desechos.

Sin duda la casa de Héctor era la epítome de lo moderno.

Una vez que hubieron regresado Don Rupertino se encontraba en el comedor co su esposa. Ambos tenían una mirada seria que cambiaron al instante en que llegaron los menores.

Se sentaron a comer y aunque Héctor intentó hacer plática con sus padres el ambiente estaba demasiado tenso y sus respuestas eran cortas.

El menor miraba a sus padres con inseguridad, fue cuando cayó su mirada en Ernesto que éste decidió hacer uso de su elocuencia para entablar conversación que con su habilidad tornó fluida la noche.

-¡No seas mentiroso, eso nunca pasó!- dijo Héctor riendo.

-¡Claro que sí!- respondió Ernesto -Se lo juro señora, es la meritita verdad, de no ser por Héctor me hubiera roto la cabeza y quedado ahí muertito.

-Ay Ernesto...- exclamó Rupertino -No me canso de escuchar tus historias- aunque fuera difícil imaginarse a su escualido hijo soportar el peso de su invitado en una supuesta y heroica hazaña al salvarle la vida de caer por uno de los riscos de la sierra.

A decir verdad lo único que había pasado ese día era que cuando Ernesto muy confianzudo se azomó por el barranco Hector lo jaló por el cuello de la camisa antes de que pudiera tambalearse. Aún así disfrutaba el toque de aventura que le daba y el grado de héroe que le propiciaba.

La cena se pasó rápida pero amena. Ernesto ayudó a Doña Engracia a recoger los platos y llevarlos al fregadero.

Con una rica comida calientita, risas y aplausos, Ernesto estaba más que contento, pero llegó el momento que más repudiaba: irse.

-Muchas gracias por todas sus atenciones, pero creo que ya debería marcharme- anunció a todos los presentes, Héctor soltó un 'ahhh...' en desaprobación.

Doña Engracia miró el cielo por la ventana. -Pero hijo, ya es muy tarde- aunque no lo dijera sabía que temían por su seguridad -Mira, a nosotros no nos molesta que pases aquí la noche.

No tuvo que ver la cara de Héctor para saber que se había iluminado como si fuera navidad.

-¿De verdad? No quisiera importunarlos- respondió Ernesto con inseguridad.

-¡Para nada, niño!- exclamó Rupertino -¡Sí ya eres parte de la familia!

Ernesto no pudo evitar sonreír, pues desde hace mucho esperaba con ansias esas palabras.

-De verdad... no sé qué decir...- pero Héctor lo interrumpió jalándolo del brazo gritando '¡Vamos!' llevándolo hacia la escalera. Por su parte Ernesto sólo alcanzó a responder '¡Gracias!' desde lejos.

Llegaron al cuarto de Héctor, quien cerró la puerta en cuanto entraron.

-¡Mira, mira, mira!- dijo sacando una guitarra de su estuche.

-¡Que bonita! ¿Te la dio tu papá?

-¡Sí! Me la regaló justo ayer- Ernesto sabía que llevaba meses pidiéndole la guitarra a Don Rupertino seguramente ya lo había cansado para darle tal obsequio.

-¡A ver, toca algo!

Héctor se sentó en su cama, afinó la guitarra y comenzó a tocar una tonadita que reconoció al instante.

-¡Esa no!

-¡Oh pues! A mí me gusta- y Héctor continuó antes de comenzar a cantar.

-Ay...

Pero Ernesto lo interrumpió con la estrofa de un son jarocho -¡... Que bonito es volar... a las dos de la mañana!

Héctor dejó de tocar -¡Neto!- exclamó y le lanzó la almohada de su cama. Por su parte el mayor no dejaba de reír.

Continuó con su canto como si nada hubiera pasado.

-Ay... de mí... llorona, llorona... llorona de azul celeste...

Ernesto puso ojos en blanco quejándose al mismo tiempo en que Héctor cantaba 'Ay... de mí'

Sabía que su amigo era un romántico que cantaba esa canción porque la había escuchado de una niña en particular.

El mayor lo volvió a interrumpir ahora cantando -Todos me dicen el negro, llorona... negro pero cariñoso...

Héctor desafinó antes de interrumpir la música mirándolo perplejo.

-A que no te sabías esa- le dijo Ernesto, su amigo empezó a reír a carcajadas.

-¡Eso lo inventaste!- exclamó entre risas.

-¡Claro que no! Es que no conoces la versión divertida- y volvió a cantar -¡Yo soy como el chile verde, llorona... picante pero sabroso!

Héctor se tiró de espaldas en su cama sin poder conetener la risa. Ernesto por su parte también comenzó a reír.

-¡Y todavía no te enseño la de Juanita!

-¡A ver, tócala!- dijo pasándole la guitarra.

-Pero si yo no sé- le espetó Ernesto.

-Pues yo te enseño y a cambio me consigues chapulines.

-¡Zaz!

Y así comenzó la primera sesión de guitarra entre ellos.

Ya mañana se preocuparía por darle la cara a su familia. Su padre de seguro estaba bebiendo y no se acordaría de él hasta la hora del trabajo. Eso sería mañana, por ahora sólo iba a disfrutar del momento.