El paisaje es blanco, tan blanco que casi parece irreal, tan blanco que uno diría que flota entre nubes, tan mullido, que cree caminar entre ellas, tan puro, tan frío.
Yverne está sentada en la rama de un árbol, acurrucada en su capa mirando al lago.
No había ido a ninguna clase, ni les había dicho a Helena y Levin donde estaría. Necesitaba estar sola, sola con la nieve, con el blanco, con el frío.
Si conseguía estar el suficiente tiempo fuera, quizás el frío exterior, igualase al frío interior, a eso que la carcomía, que la corroía por dentro y que la hacia sentir vacía, sencillamente, el mas puro y helado de los fríos.
Soñó una voz, como la había escuchado mil veces más, en mil sueños anteriores. Soñó el color fuego de un pelo, como lo había acariciado mil veces en esos mismos sueños. Soñó una mano en su hombro que trataba de despertarla, y fue entonces cuando supo que no soñaba.
¿Yverne? – preguntó Bill Weasley con cara de preocupación.
Ella sólo lo miraba incapaz de responder, de hablar, de pensar, solo podía mirarlo, intentando recordar su propio nombre.
¿Eres Yverne? – volvió a preguntar con una ceja alzada y una sombra de diversión en sus ojos. – Me han enviado a buscarte. –susurro con una voz, aun mas bonita de lo que ella recordaba. Y fue justo eso lo que la hizo caer. Y fue la caballerosidad de el al intentar cogerla la que los hizo terminar en el suelo, llenos de nieve, en un amasijo de brazos, piernas, bufandas y abrigos.
Cuando consiguieron desliarse, se quedaron mirando, sin saber que decir, pues a veces pasa eso, a veces deseas tanto algo, que hay alguien ahí arriba que te lo concede.
Se mordió el labio, mitad para obligarse a no gritarle que lo amaba, que llevaba tiempo enamorada de una visión fugaz, de un chico pelirrojo con una sonrisa siempre brillando en los ojos, al que no había visto mas que una vez.
Bill alargo una mano retirándole el pelo de la cara, como para verla mejor. Entonces sacudió la cabeza como espantando un sueño.
Creerás que es una locura – empezó a decir él.
¿Qué? – susurro ella ruborizada.
Pero parecía incapaz de hablarle de responderle a tan simple pregunta, como atrapado en una ilusión de la que no se desea despertar.
Eres preciosa – consiguió murmurar al fin.
Gracias – respondió Yverne tan absolutamente alucinada que no supo que mas decir.
Y así continuaron, perdidos en la mirada del otro, casi sin palabras, sin entender muy bien que había pasado. Solo porque alguien allí arriba había decidido conceder un deseo.
