Disclaimer: La siguiente adaptación corresponde al clásico de Caridad Bravo Adams "Corazón Salvaje", los personajes principales han sido substituidos por los de la saga "Hunger Games" de Suzanne Collins.
N de A: Generalmente no soy partidaria de hacer adaptaciones de novelas en los cuales apenas se cambian los nombres de los personajes, desdibujando ambas historias, pero no he podido resistirme a hacer este intento después de ver la telenovela mexicana "Corazón Salvaje" (1993), de hecho tengo pensado hacer una síntesis entre libro y la telenovela. De más está decirles que me encantaría conocer sus impresiones...
Advertencia: En la historia corren otros tiempos y se desarrolla en un mundo radicalmente distinto, así que encontrarán matices en los personajes a los que no están acostumbrados. Y es probable que lo odien, dicho esto, lean bajo su propio riesgo.
Summary: El desventurado bastardo Gale del Diablo es hijo natural no reconocido de Don Anthony Mellark, nacido y criado en la miseria, alimenta sus rencores mientras desfallece de hambre. En el otro extremo se encuentra su medio hermano Peeta Mellark, un noble caballero de regios principios que, a pesar de desconocer el verdadero origen de Gale, conserva en su memoria el recuerdo de aquel único amigo de su infancia, en nombre de ese recuerdo y de la promesa que hizo a su padre, está decidido a ayudarle. Sin embargo, el destino enfrentará a los hermanos por el amor de la misma mujer.
Corazón Salvaje
I
Aquella noche la tormenta ruge sobre el inquieto mar, las ráfagas de un viento huracanado hacen que olas gigantescas se estrellen contra los acantilados de rocas, para luego caer bajo el azote de la lluvia. Un barco entra en el puerto de Saint Peter y al mismo tiempo un pequeño bote desvencijado ha ganado milagrosamente la arena de una diminuta playa próxima al pueblo, y su único tripulante salta, metiéndose en el agua hasta la cintura, para arrastrar la frágil embarcación, que no puede hacer alarde de tal nombre, y librarla de la furia renovada de los elementos.
La refulgente luz de un rayo ha iluminado de pies a cabeza al audaz marinero que, en noche tal, arriba a la ensenada. Es fuerte y ágil, con flexible soltura de felino da unos pasos alejándose del mar, para erguirse después, como calculando el peligro del lugar en que dejó su bote. Tiene la piel tostada por la intemperie, ancho y fuerte el cuello, los hombros cuadrados, las caderas estrechas, las manos callosas y los pies descalzos, que parecen aferrarse como zarpas a la tierra que pisan. Pocos adivinarían que se trata de un chicuelo de apenas doce años, sobre todo por la determinación con la que se mueve sin hacer caso a la persistente lluvia o a los fieros truenos. Por un momento parece vacilar, mas no es por temor, la horrible noche no le produce espanto, sólo calcula, con mirada certera, qué camino debe seguir para llegar más pronto a su destino, palpa el pequeño sobre que como un tesoro lleva entre sus ropas mojadas, mira de nuevo al bote que dejara sobre la arena y echa a andar con paso silencioso y rápido...
—Si no se da usted prisa, llegaremos tarde a la fiesta del Gobernador, amigo Mellark.
—¿Prisa? Nunca me di prisa por nada ni por nadie, amigo Undersee; sin contar con que llueve a cántaros. Pocos serán los invitados que no se retrasen esta noche y, además, el Mariscal Heavensbee llega en esa fragata que vio usted entrar hace escasos veinte minutos. Él es el invitado de honor.
—No más que usted, amigo mío. La fiesta es en honor de ambos y el coche está aguardando desde hace mucho rato.
—Está bien, Undersee... Ante su insistencia vamos, pues...
Anthony Mellark se pone de pie con ademán de evidente fastidio, da unos pasos a través de la lujosa estancia, y se detiene en medio del vestíbulo, con gesto de extrañeza al oír los fuertes aldabonazos que repentinamente cubren el lugar con sus ecos. Disgustado, interpela altanero a su criado:
—¿Quién llama de ese modo, Brutus?
—Iba a verlo en este momento, señor —responde el aludido—. No sé quién pueda ser el atrevido...
—Pues ponlo en su lugar —ordena, refrenando a duras penas el súbito ascenso de su mal humor.
Una ráfaga de viento y lluvia hace irrupción, silbando, en el elegante vestíbulo; y sin contener su creciente cólera Anthony grita:
— ¡Cierra esa puerta, estúpido!
Antes que el criado logre cerrarla, el inoportuno visitante irrumpe en la vivienda de un salto; los negros cabellos revueltos y mojados sobre la frente, el cuerpo semidesnudo chorreando agua sobre las costosas alfombras, tan sorprendentemente atrevido y audaz, que Anthony Mellark y Noel Undersee retroceden al verle, sustituida la indignación por la sorpresa.
— ¿Pero, qué es esto? —indaga Anthony.
— Busco al señor Anthony Mellark... — Explica el muchacho, su tono decidido, la mirada desafiante y orgullosa no se corresponde con su empapada y harapienta indumentaria.
—Debe ser un loco, señor... —interviene el criado—. ¡Voy a…!
— ¡Déjalo en paz! —ataja imperativo Anthony, lleno de curiosidad.
— ¿Es usted Don Anthony Mellark? —Inquiere el muchacho—. ¿Es usted, señor?
—Sí, soy yo... Pero tú, ¿quién eres? ¿Y qué diablos te pasa para atreverte a entrar a mi casa de esta manera?
—Mi nombre es Gale —Se esfuerza el chico en explicar con la voz calmada, por más que le apremia que aquel hombre le siga y acepte ir consigo sin demora—. Vengo desde el Cabo del Diablo para traerle esta carta, el señor Hawthorne se está muriendo y dijo que tenía usted que llegar allí cuanto antes. Si es usted el señor Mellark, venga conmigo... Traje mi bote para llevarlo... ¿Vamos...?
El muchacho da un paso hacia la puerta, pero se detiene al notar la inmovilidad en la que permanece Anthony Mellark, quien a su vez mira estupefacto el mojado sobre de la carta que acaba de entregarle. Es un hombre alto y distinguido, que viste con extraordinaria elegancia... A su lado Noel Undersee, su amigo y notario; rechoncho y bondadoso, mueve la cabeza como si no pudiese dar crédito a lo que está viendo y escuchando, y con sorpresa pregunta:
—¿Llevar al señor Mellark en tu bote?
—¿No dije que es un loco...? Lo mejor será llamar para que vengan a llevárselo... —insiste el criado.
—¡Quieto! —ordena Mellark. Luego, como recordando, murmura—: ¿Hawthorne...? ¿Hawthorne...?
—Dijo que fuera usted en seguida —Apunta el muchacho sin desfruncir el ceño, gesto con el cual aparenta más edad de la que tiene — que él, por desgracia, no podía esperar demasiado. Si salimos ahora mismo, antes del amanecer estaremos allá.
—Hawthorne se está muriendo. — susurra Anthony totalmente abstraído, envuelto en ese nombre, retrocediendo más de una década en apenas un instante.
—Eso aseguró el curandero... —Repone Gale, un poco azorado por la quietud del caballero de ojos grises, porte arrogante y mandíbula cuadrada— Que no llegará a mañana. Y le dejó un remedio, pero él no se lo quiso tomar… me mandó con esta carta... Dijo que usted tenía que ir allá...
—Pues está completamente equivocado. No conozco a ningún Hawthorne... —exclama Mellark, obcecadamente, dándole la espalda al muchacho, mientras en silencio Noel Undersee lo observa con el brillo de una pregunta no formulada en sus pupilas color lapislázuli.
—¡No es posible, señor! — Impreca el muchacho, perdiendo la poca paciencia que hasta ahora exhibía, con explicaciones y cortesías a las que no está acostumbrado. —Si es usted Don Anthony Mellark...
—¡No conozco a ningún Hawthorne! —recalca éste y haciéndole una señal a su amigo le invita—: ¿Vamos, Noel?
—¡Pero, señor! —se lamenta el muchacho, corriendo detrás de ambos hombres.
Sin embargo, Anthony ya no le escucha, pues sin volverse a mirarlo, seguido del notario, emprende la marcha hacia el coche que lo espera. El cochero se apresura para abrirle la puerta del carruaje y antes de abordar Anthony contempla por un instante la mojada carta, la hunde luego en su bolsillo, y entrando al coche ordena con voz fuerte:
—A la casa del Gobernador. ¡Pronto!
El muchacho se acerca, gritando implorante:
—¡Señor! ¡Señor!
Todo es inútil. El coche se ha alejado; el muchacho vacila un instante y, tras asestar una patada al fangoso rastro que ha dejado el suntuoso carruaje, echa a andar bajo la lluvia que azota la calle...
Noel Undersee, el notario de la familia Mellark, con las gruesas manos apoyadas sobre la empuñadura de plata de su bastón, mira de reojo al hombre que va a su lado. A pesar de la brusca respuesta dada al muchacho, a pesar de su gesto glacial, Anthony Mellark parece hondamente conmovido, profundamente preocupado. Tiene los labios apretados y las mejillas pálidas. Las inquietas manos cambian a cada instante de posición y con frecuencia palpan el húmedo sobre guardado en su bolsillo, que parece quemar al simple tacto. Al fin, el notario, tras mirar y remirar, arriesga unas palabras:
—¿No va usted a leer esa carta? Puede tratarse de algo realmente importante cuando se obliga a un niño a venir desde el Cabo del Diablo hasta la ciudad para traerla en una noche como ésta... será porque ese Hawthorne, a quien usted no conoce, tiene absoluta necesidad de decirle algo... —Baja la voz y, en tono insinuante, prosigue casi para sí mismo—: Hawthorne… A mí ese nombre me suena.
—¿Cómo...?
—De momento no pude recordarlo, mas ahora voy haciendo memoria... Andrew Hawthorne llegó a Saint Peter hará escasos quince años, un hombre de gran abolengo, trajo dinero para comprar una hacienda y adquirió una bien extensa al sudeste, con grandes plantaciones de café, tabaco y cacao. Pronto se convirtió en un hombre opulento, alegre y liberal, franco y expresivo, y trajo consigo a su esposa: una bellísima muchacha de la que estaba locamente enamorado...
—¡Basta! —le ataja, airado, Mellark.
—Perdón... No creí importunarle. Me sorprende que no recuerde a Hawthorne. Usted estaba en Saint Peter cuando los días de su desgracia...
—¿A qué llama usted su desgracia? — Inquiere con ira, burdamente disfrazada en una media sonrisa.
—El principio de su desgracia fue la fuga de su esposa...
La frase queda inconclusa tras la abrupta interrupción de Anthony, con una penetrante mirada y su voz mucho más baja, un susurro tan intimidante como el siseo de una serpiente, amenazante, le cuestiona:
—¿Qué trata de insinuar?
—No insinúo, amigo Mellark... recuerdo. — Señala Noel, manteniendo la calma y naturalidad, confiando en la relación de amigos que los une. —Hawthorne juró públicamente matar al hombre que se la había llevado, pero el nombre de aquél quedó en el misterio. Ella desapareció para siempre y Hawthorne se dio a todos los vicios: bebía, jugaba, buscaba la compañía de las peores mujerzuelas del puerto... Al fin perdió la finca y, totalmente arruinado, desapareció él también. Pero recordando, recordando, me viene a la memoria algo que me dijo un amigo...
El coche se detiene frente a la puerta de la casa del Gobernador, mas Anthony Mellark no se mueve del sitio... Tenso, crispado, vuelto hacia el notario, esperaba sus últimas palabras, y Noel Undersee las pronuncia como a desgana, con una sutil insinuación resbalando de cada frase:
—Parece ser que el último pedazo de tierra que le quedaba era esa desnuda roca del Cabo del Diablo. Sobre ella, por sus propias manos, fabricó una cabaña, y allí es donde seguramente agoniza y desde donde le ha mandado llamar. ¿Qué le parece?
—Que tiene usted la buena memoria más abominable que conocí jamás…
—¡Por Dios, amigo Mellark, es mi oficio...! Son tantas las historias que se escuchan cuando se manejan papeles de familia, que con frecuencia son el reflejo de dramas de alcoba. Por lo demás, Hawthorne fue un hombre interesante... Sus asuntos dieron mucho que hablar, y su desgracia...
—No me interesa su desgracia. ¡Nunca fui su amigo!
—A veces, con ser enemigo basta para interesarse.
—¿Qué quiere decirme, Undersee?
—¿Me autoriza para que hable francamente?
—¿Acaso no es su obligación como mi empleado y, más importante, como mi amigo?
—Pues bien, creo que debería usted leer esa carta, e ir a ver a su enemigo Hawthorne, al Cabo del Diablo.
Anthony Mellark, nervioso, oye y analiza las palabras del notario y con gesto de rabia contenida estruja en su bolsillo aquella carta que el muchacho le entregara momentos antes. Luego sonríe, tratando de vestir de ironía la inquietud que apenas puede ya disimular:
—¿No tenía tanto empeño en que llegásemos temprano a la fiesta del Gobernador?
—Hasta hace media hora era lo más importante que tenía usted que hacer.
— ¿Y le parece más importante que el Gobernador y su fiesta, recoger el último aliento de ese vicioso, de ese borracho, de ese desdichado caído en todos los vicios, sólo porque una mujer le ha engañado?
—Era su esposa y él la amaba —responde Noel Undersee con suavidad—. Lo cubrió de vergüenza y él no logró jamás encontrarse con el agresor.
—¡No lo encontró porque no quiso buscarlo! —salta Anthony, con ira concentrada, el rostro violentamente enrojecido.
—Tal vez el otro supo ocultarse bien...
—¿Piensa usted que era un cobarde? — Cuestiona, usando nuevamente su tono más intimidatorio.
—No, claro que no puedo pensarlo. Sin duda, era capaz de afrontarlo todo —Concede Noel—. Todo, menos el escándalo. Por lo demás, tenía obligaciones grandes, y Hazelle Hawthorne no lo ignoraba. Estaba comprometido, a punto de casarse... con una doncella acaudalada, de su misma clase. Yo no culpo a ese hombre, amigo Mellark... Pero juzgo que es más grave no acudir a la llamada de un moribundo.
—¡Basta, Undersee! Iré allá... pero deje de insistir en ello...
—¡Por fin! Perdóneme por haber insistido tanto, pero le conozco y sé que hay cosas que no se las perdonaría usted jamás.
—Entonces, ¿quiere usted presentar mis excusas al Gobernador?
—Con verdadero gusto, amigo mío.
—Pues vaya. —De pronto Mellark exclama—: ¡Un momento!
—No es preciso que me recomiende la discreción más absoluta —aclara Noel Undersee, comprensivo—. Es mi oficio, amigo Mellark.
La tormenta ha amainado. El mar está casi tranquilo, y un viento fresco, casi frío, llega con la proximidad del alba, barriendo las nubes. El frágil bote, que resistió la tempestad, encalla en la arena de una profunda grieta, tallada en la roca por los golpes del mar, y otra vez salta el muchachuelo metiéndose en el agua para sacar a tierra la barquilla, dejándola a salvo. Luego, sus pies descalzos, endurecidos por la intemperie, trepan por los peñascos afilados, primero con agilidad de felino, después más lentamente, como si no quisieran llegar hasta el lugar a donde van... Ya en lo alto del farallón de rocas, parece como si fuesen de plomo... se detienen a cada instante, tiemblan como si fueran a tomar otro rumbo, y al fin llegan hasta el hueco sin puerta, entrada de la mísera cabaña que le ha servido de vivienda desde que recuerda.
Una voz de enfermo, cargada de rencor, pregunta:
—¿Quién es?
—Soy yo: Gale...
Del camastro donde yace, con febril esfuerzo se ha incorporado un hombre que más parece un despojo humano: la piel sobre los huesos; las mejillas hundidas; sucios, crecidos y revueltos el cabello y la barba... la boca, un hueco crispado de dolor... por ropajes, unos sucios andrajos. Inspiraría compasión profunda si no fuese por su mirada: ardiente, audaz, cargada de odio, relampagueante de rencor, como cargadas de odio y amargura suenan cada una de sus palabras.
—¿Y el perro que te mandé buscar? ¿Viene contigo? ¿Dónde está? ¿Dónde está el maldito Anthony Mellark? ¡Corre... llámalo! Tráelo, dile que pase... ¡Un poco más y no puedo aguardarle!
—No vino conmigo—se excusa el muchacho, evitando mirarlo directamente.
—¿No…? ¿Por qué? ¿No hiciste lo que te dije, maldito? ¿No llegaste a su casa? No me obedeciste, ¿eh? Ahora verás...
Trata de levantarse, pero cae de nuevo sin fuerzas, para quedar inmóvil, extenuado, los ojos vidriosos...
El muchacho le mira impasible, se acerca paso a paso, con una expresión extraña en sus profundos ojos grises, y afirma:
—Sí; llegué a su casa… le pedí que viniera, le dije que estaba usted a punto de morirse, que había que darse prisa…
—¿Y le diste la carta?
—Sí, señor, en la mano.
—¿Y no vino después de leerla?
—No la leyó. Dijo que no conocía a nadie que se llamara Hawthorne...
—¿Dijo eso el perro?
—Y se fue en coche a una fiesta donde lo estaban esperando.
—¡Maldito! ¿Y tú qué hiciste entonces? ¿Qué hiciste? — Grita agotando lo que le queda de energía.
—¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer? Nada.
—¡Nada! ¡Nada! Sabes que me estoy muriendo. Sabes que necesito que venga, ¡y no haces nada! ¡Tenías que ser quien eres!
—¡Pero, padre...! —suplica el muchacho.
—¡No soy tu padre! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No soy tu padre. ¡Cuando esa maldita volvió a buscarme, cuando vino a buscar mi amparo, ya te traía en los brazos! ¡No eres hijo mío! Si ella, además de engañarme, me hubiera robado un hijo mío, yo la habría matado. Pero no, volvió con el hijo de otro, con el hijo de ese canalla... ¡contigo!
—¿Hijo de quién? — Cuestiona confundido Gale.
—¿De quién? ¿De quién? ¿Quieres saberlo? Para decírselo, lo mandé llamar. Hijo de él, de ese, del que se iba en coche a una fiesta mientras yo veo acercarse a la muerte. Del que me lo quitó todo, del que me lo robó todo, para darme, en cambio, a ti.
—¡No entiendo...! ¡No entiendo, señor!
—¡Pues entiéndelo! Ese señor que te volvió la espalda, ese señor que te dijo que no me conocía... ¡es tu padre!
—¿Mi padre...? —balbucea el muchacho. —Señor Hawthorne... repítame eso. ¿Mi padre...? ¿Dijo usted que mi padre...?
—Tu padre es Anthony Mellark. ¡Díselo a todo el mundo, grítalo en todas partes! Tu padre es Anthony Mellark... A él le debes toda tu desgracia. Le debes la miseria, le debes la vergüenza, le debes tu desnudez y tu hambre... Le debes el insulto que han de echarte a la cara cuando seas hombre ¡Porque él manchó a tu madre! Todo eso le debes... Y ahora, cuando lo llamo porque me estoy muriendo, porque vas a quedarte solo, se va a una fiesta donde lo están esperando. —Un sollozo se quiebra en su garganta, aplacando de golpe a la ira, dando paso a la ternura—. Mi Gale... Gale, hijo mío… Te aborrezco porque eres hijo suyo, pero hay algo con lo que puedes limpiarte, lavarte esa mancha... Cuando seas hombre, busca a Anthony Mellark y haz lo que yo no hice, lo que no tuve el valor de hacer: mátalo. ¡Mátalo! —Y como si en estas palabras hubiese puesto el último hálito de su vida, cae desplomado al catre.
—¡Señor! ¡Señor, respóndame!
Pero lo ha sacudido en vano. Andrew Hawthorne no puede responderle. Ha muerto.
Nadie en la costa; nadie en la honda grieta, entrada de la estrecha playa; nadie en los imponentes farallones de rocas en los que rudamente se estrella el mar; nadie en lo alto del promontorio del Cabo del Diablo; nadie en todo cuanto su vista inquisitiva alcanza... Sólo una cabaña miserable al amparo del negro promontorio que se adentra en el mar: el Cabo del Diablo.
Bien puesto tiene el nombre el abrupto paisaje, ahora más desolado bajo los espesos nubarrones grisáceos que envuelven las montañas... tan bajos, tan cerca de la tierra, como si quisieran también tragársela. Con paso firme Anthony Mellark va hacia aquella cabaña y llama con estentórea voz:
— ¡Hawthorne!
El nombre suena hueco en la desnuda estancia sin puertas, sin ventanas, casi sin muebles... En el camastro se halla la forma rígida de un cuerpo que se destaca bajo una sábana, increíblemente limpia en aquel lugar... Impresionado, Mellark musita:
—Hawthorne...
De un tirón ha bajado un poco la sábana para ver aquel rostro en el que la muerte puso ya su máscara y apenas puede reconocer en él al hombre joven, sano y arrogante, que fue su rival... Hay manchones de canas entre los revueltos cabellos oscuros, entre la espesa barba que cubre las mejillas adelgazadas, y hay también una sombra de suprema paz sobre los párpados cerrados... Estremeciéndose, Anthony Mellark cubre aquel rostro, y retrocede un paso.
Ha llegado tarde, demasiado tarde... Aquellos labios lívidos ya no le entregarán el secreto que guardan... Callan para siempre... Pero la mano de Anthony Mellark palpa nerviosamente en sus bolsillos y extrae el arrugado sobre de aquella carta que aún no ha leído... La guardó, como puede guardarse un veneno, un arma. Pero ahora, frente a aquel cadáver, rasga el sobre y da un paso hacia la ventana sin hojas, por la que penetra la luz lechosa del día que nace...
"Con mis últimas fuerzas te escribo, Anthony Mellark, y te pido que vengas a mi lado. Ven sin miedo... No te llamo para intentar una venganza. Es tarde para que yo me cobre en sangre todo el mal que me has hecho y que le hiciste a ella. Eres rico y feliz, amado y respetado, mientras yo, hundido en la abyección y en la miseria, miro llegar la muerte como la única liberación posible. No he de repetirte cuánto te odio. Tú lo sabes. Si pudiese matar con el pensamiento, te habría aniquilado; pero sólo yo mismo me he consumido poco a poco en la hoguera de este rencor que me cubre el alma..."
Por un instante Anthony Mellark ha interrumpido la lectura para contemplar la forma rígida que destaca bajo el lienzo blanco, sintiendo que la angustia le invade, que le es difícil respirar bajo el techo de aquella cabaña donde todo parece rechazarlo, y otra vez vuelven sus ojos a la lectura...
"Me mata el odio más que el alcohol, más que el abandono. Y por odio he callado durante muchos años. Hoy quiero decirte algo que acaso pueda interesarte. Esta carta la pondrá en tus manos un muchacho. Tiene doce años y nadie se ocupó jamás de bautizarlo. Yo le llamo Gale, y los pescadores de la costa le dicen algo más: Gale del Diablo... Poco tiene de ser humano. Es una fiera, un salvaje... Lo crié en el odio... Tiene tu corazón malvado, y yo he dado, además, rienda suelta a todos sus instintos. ¿Sabes por qué? Voy a decírtelo por si no te decides a venir a escucharme: Es tu hijo..."
La carta ha temblado en sus manos... Con ojos agrandados de angustia mira a todas partes, pero los renglones desiguales le atraen como letreros de fuego, y bebe de un sorbo él resto de veneno de aquellas palabras...
"Si lo tienes delante, míralo a la cara... A veces es tu vivo retrato... Otras se parece a ella... A ella... la maldita... Es tuyo... Tómalo... Tiene el corazón envenenado y el alma dañada de rencor. No sabe más que aborrecer... Si lo llevas contigo, será el peor castigo que puedas tener... Si lo abandonas, será un asesino, un pirata, un salteador de caminos, que acabará en la horca... Y es tu hijo... Tiene tu misma sangre…
¡Esa es mi venganza!"
Pálido de espanto primero, rojo de indignación un instante después, Anthony Mellark ha estrujado aquella carta, último mensaje de su rival vencido, de su enemigo inmóvil para siempre ya; triunfador en la muerte, tanto como en la vida fue vencido... Con súbito impulso de irrefrenable cólera, ha ido hasta el camastro, descubriendo el rostro del Cadáver, y le espeta, tembloroso de horror y de rabia:
—¡Mientes! ¡Mientes! ¡Esto no es verdad! ¿Por qué no me esperaste con vida para obligarte a confesar? ¡Embustero! ¡Cobarde! ¡Como siempre fuiste, tenías que portarte, hasta el final! ¡Cobarde, si... cobarde! Jamás me buscaste cara a cara... Jamás, como hombre, me pediste cuentas... Y ahora... ¿por qué no estás vivo? ¿Por qué no me aguardaste? — Retrocede tambaleándose, cegado por un vaho rojo que se forma en torno suyo, como una atmósfera de irrealidad—. ¡Eres el más vil de los embusteros, pero no vas a alcanzarme con tu torpe venganza! ¡No! ¡No!
—¡Señor Mellark! —llama, suave, la voz de Noel Undersee.
—¡Eso no es verdad! ¡Eso no es verdad!
—¡Mellark! —insiste Noel Undersee, acercándose— ¡Mellark!
—¡Cobarde...! ¡Canalla...!
—Amigo mío... ¿pero está usted loco? — Lo sujeta de los hombros Noel, obligándole a mirarlo, a regresar del rincón horroroso de la consciencia donde permanece el hombre.
—¿Eh? ¿Qué? Noel... Amigo Noel Undersee...
—¡Cálmese, por favor...! ¡Cálmese...!
Anthony Mellark se ha contenido con tremendo esfuerzo, alejándose del camastro donde yace el cadáver, mientras Noel Undersee vuelve a acercarse a ese atormentado hombre, como siempre respetuoso.
—Es un embustero... ¡Un embustero y un canalla...! —sentencia, su voz cargada con rabia ciega e impotencia.
—Ya no es nada, amigo mío, sino un triste despojo. Déjelo, y vamos...
—¿Por qué está usted aquí? —interroga Mellark, saliendo con dificultad de su estupor.
—Me pareció conveniente venir tras usted, lo pensé mejor y no era muy prudente que viniera solo. Creo que llegué a tiempo y usted, en cambio, demasiado tarde. Pero vamos...
—Aguarde... Aguarde... ¿Dónde está el muchacho?
—¿Qué muchacho?
—El que llevó la carta... ¿Dónde está?
—No sé... No he visto a nadie. Supongo que el desdichado Hawthorne vivía en la más absoluta soledad.
—El niño vivía con él... ¿Dónde está?
—Repito que no he visto a nadie, pero si usted se empeña... ¡Oh, mire...!
Mellark voltea con prontitud para hallar al niño muy cerca del camastro, sentado en el suelo, tras los desvencijados muebles de la casa —una mesa y un par de sillas rotas—, ahí está el muchacho que fue hasta Saint Peter llevando aquella carta, y arden con un extraño fuego sus ojos oscuros bajo el pelo enmarañado que le cubre la frente...
—¿Qué haces ahí escondido, muchacho? —indaga Noel Undersee—. Levántate, que el señor te está buscando...
Gale se ha levantado lentamente, sin dejar de mirar a Anthony Mellark directamente a los ojos, el hombre siente enrojecer sus mejillas bajo aquella mirada... Es una mirada que acusa, que condena... o que acaso pregunta...
—¿Estabas ahí? ¿Estabas ahí desde que yo entré? —Quiere saber Mellark—. ¡Responde!
—Sí, señor —contesta el muchacho—. Ahí estaba...
—¿Por qué te escondías? —pregunta Noel Undersee.
—No estaba escondido... Estaba ahí...
—Sin decir una sola palabra... —se queja Mellark.
—¿Y qué tenía yo que decir?
El muchacho se ha puesto de pie. Es alto para su edad, delgado y recto, inquieto y ágil como un animalillo montaraz, y Mellark se vuelve a él, sujetándolo bruscamente por los brazos...
—Me has estado espiando, oyendo mis palabras... Sí, ¿verdad? ¿Conocías tú el contenido de la carta que llevaste?
—¿Cómo?
—¡Que si habías leído esa carta...! ¡Responde! —le apremia Anthony, airado.
—¡Oh, suélteme! Yo no lo estaba espiando... ¡Suélteme! —Se sacude el pequeño, luchando por soltarse del férreo agarre de aquel hombre— No tiene por qué sujetarme... Tampoco leí la carta. No sé leer...
—Naturalmente, amigo Mellark —interviene, conciliador, Noel Undersee—. ¡Qué ocurrencia! ¿Cómo va a saber leer este pobre muchacho!
—¿Te había dicho él lo que me escribió en esta carta? ¡Responde la verdad! —Anthony se dirige al muchacho, en tono amenazador.
—Ya he dicho que no —replica altanero el muchacho.
—Por favor, amigo Mellark —aconseja Noel Undersee, sutilmente interponiéndose entre el señor y el muchachuelo, conteniendo al primero—, conserve la calma.
Anthony Mellark se aleja unos pasos, apretados los puños y trémulos los labios, mientras el notario mira bondadosamente al muchacho inmóvil, duro y hosco, y le pregunta:
—¿A qué hora murió el señor Hawthorne?
—No sé... Hace tiempo ya...
—¿No has avisado a nadie?
—Llegué hasta las cabañas de allá abajo... Allí me dieron esa sábana... Después me dijeron que vendrían los de la justicia... Pero yo no estaba espiando a nadie... —insiste con terquedad—. Ese señor dice...
—El señor Mellark está nervioso por todo cuanto ha pasado. Tu actitud le pareció extraña, pero nada más. Ven acá... acércate un poco... Comprendo que tú también te sientes mal. ¿Qué eras tú del señor Hawthorne? ¿Amigo? ¿Pariente? ¿Criado?
El muchacho se ha erguido en toda su altura, orgulloso, testarudo, arrogante. Su mirada, como una flecha, se ha clavado en la de Anthony Mellark, que vuelve ya sobre sus pasos, mirándolo a su vez. Un instante se cruzan en el aire aquellas dos miradas tan extrañamente parecidas... y el notario, tras contemplarles, indaga con suavidad:
— ¿No sabes lo que eras del señor Hawthorne? Probablemente, vecino nada más... ¿Eres de la aldea de pescadores que está allá abajo?
—No... Yo vivo aquí... El señor Hawthorne era... mi padre...
—Efectivamente —suspira Mellark, ligeramente aliviado por la respuesta que ha dado el chico.—. Creo que este muchacho es hijo de Andrew Hawthorne y de su infortunada esposa. La enfermedad y el alcohol debieron enloquecer a Hawthorne en sus últimos tiempos... Ha debido decir tantas cosas extrañas, que el pobre muchacho está trastornado...
Su mano temblorosa trata de posarse en la cabeza de Gale, pero este con un brusco movimiento lo esquiva. Luego, con gesto de desaliento, Mellark sale lentamente de la cabaña y Noel Undersee va tras él. Unos pasos más adelante se detiene y el notario interroga a su amigo:
—¿Me permite preguntarle qué va usted a hacer?
—Por el momento, haré que sepulten a Hawthorne con decencia. ¿Querría ocuparse de eso? —contesta Anthony con tristeza, ahora sereno, ya dueño de sus emociones.
—Naturalmente, si usted lo dispone...
—Pienso salir para mis tierras de inmediato. Pero hay algo más que le quiero encomendar.
—Usted dirá.
—Quiero que el chico viva en Campo Real. Convénzale y llévelo a mi casa en cuanto finalice todo cuanto haya que poner en orden para enterrar a Andrew Hawthorne. Yo debo volver cuanto antes a Campo Real a disponerlo todo.
—Perdóneme una última pregunta. ¿Leyó, por fin, la famosa carta?
—La leí y la rompí en el acto. Sólo decía locuras y disparates. Por eso sé que Andrew Hawthorne estaba completamente loco. ¡Absolutamente trastornado!
