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No me morí (: He tenido un montón de cosas que hacer estas semanas, cosas que no les diré porque de todos modos a nadie le importa. Así que a saludar a mi nuevo bebé. ¡No voy a abandonar Nevermind! Lo actualizaré el próximo lunes y a ver si me da tiempo de hacerles un sidestory como disculpa.

Qué perra más descarada soy. En fin.

(Voy a ser honesta y admitir que la canción que aparece me la robé completamente de Kobato... Por cierto, tienen que escuchar el dúo de Kohaku y Kobato. La cosa es orgásmica). ¿Y qué más? Oh, ¡reviews claro!


Heaven's Door

«Sé que odias el reloj,

sé que conoce tu tiempo»

I

«Días contados»


—¡Adiós, Shaoran! ¡Te veré mañana, querido! —gritó Meiling. Agitó su enguantada mano frenéticamente, con una sonrisa enorme en los labios.

Suspiré mientras le devolvía el gesto con desgano. El frío del ambiente hizo que mi aliento escapara como una nube pálida, y no pude sino mirar el cielo. Comenzaría a nevar en cualquier momento. Estaba tan helado que no sentía la punta de los dedos. Si me pinchara con una aguja, no saldría sangre; saldría hielo. Fruncí el ceño y miré la ágil figura de Meiling alejarse. Vi su boca moverse, canturreando por lo bajo. Llevaba el pelo atado en sus acostumbradas dos coletas, que se balanceaban al andar en un paso rítmico, como si bailaran al compás de su improvisada música.

Me froté la frente con la mano, aunque no sentí ninguna de las dos cosas. Estaba adolorido. El día anterior había estado practicando hasta tarde, y estas... especie de citas con Mei siempre me dejaban medio histérico. Incluso aunque habíamos ido a una estúpida recepción de arte moderno, como lo llamaba ella, todo me parecieron manchas y colores estrambóticos de gente que fumaba droga en secreto. Perdón, no quería esteriotipar. Olvidaba que también se inhala, se inyecta, etcétera.

—Eso es porque tu no tienes apreciación artística —había dicho Meiling.

—Los indios del Amazonas pueden hacerlo incluso mejor que ellos —le respondí yo. Se quedó callada un rato, pero luego lo olvidó y empezó otra vez.

Meiling siempre era así, con una habilidad innata para sortear las dificulates de la vida y olvidar las penas. Yo, en cambio, parecía cargar con ellas por siempre, arrastrándolas tras mi espalda, escondidas bajo la piel, atándome las manos. Una vez Fuutie me dijo que se podían contar en mis ojos cuando a veces algo simple hacía surgir un recuerdo resbaladizo.

No importaba.

Hundí las manos en los bolsillos de mi cazadora y eché a andar con paso lento. Ya era bastante tarde, pero no estaba realmente preocupado por Meiling. Aquel que se atreviera a molestarla era un pobre diablo. Mi mano izquierda tocó algo rugoso y, cuando lo saqué para ver que era, la chillona envoluta de un caramelo brilló bajo los faros. Era rojo, y el dibujo de una fresa aparecía a un lado. Me pregunté de dónde habría salido. Porque, de estar yo enterado, no comía muchos caramelos hoy en día.

Unos dedos pequeños y pálidos se acercaron y tomaron el caramelo con aire inocente. Mis ojos se dirigieron al suelo, donde dos botas de color lila se mantenían perfectamente alineadas. Ambas tenían una pareja de pompones en los lados, y se movían, luchando con la gravedad.

—¿Sabes cuándo vas a morir?

La miré. Era una chica pequeña y mona con aire dulce. Sus ojos eran de color verde, y su cabello era castaño, corto, a la altura de sus hombros. Llevaba un lazo rosa en el pelo del mismo color que su abrigo. Cuando se movió, vi el doblez de su falda blanca. Sus medias eran de un violeta ligeramente más fuerte que sus zapatos. Hasta que no veías sus ojos, parecía lo más brillante y explosivo en ella.

—No —le contesté—, ¿tú lo sabes?

—Sí —me miró con aire vacío—. Me llamo Sakura.

Un copo de nieve se le enredó en el cabello. Era el primero y me pareció que casi brillaba, etéreo e impoluto contra lo cansado de este mundo. Después de todo, cuando la nieve envejece ya no es nieve, sino hielo o agua.

—¿Cómo te llamas tú?

—Shaoran.

—No eres japonés, ¿verdad? —susurró. Sus labios estaban un poco amoratados. Todo estaba tan silencioso que escuché el tictac de el reloj que me habían regalado Fanren y Feimei la Navidad pasada, como una cuenta silenciosa. Me hizo pensar en la cuenta regresiva. Faltaba poco para que estallara el desastre.

—No —dije—. Tienes frío.

Sonó estúpido y quise encogerme. Tenía veinticuatro años pero una niñita extravagante con aire perdido podía ponerme nervioso.

Se tocó la mejilla, muy suavemente, como si tuviera miedo de romperse. Entornó los ojos, y me pareció la chica más hermosa que había visto jamás. Pero había tanto daño en sus ojos... tanto miedo y tanta frialdad. Su boca se curvó y lució sorprendida y tan lejana como si ella fuera una fotografía, porque no se supone que sabes que las personas en las fotografías están congeladas. Me dio la impresión, cuando se tocó con más fuerza, enrojeciendo su piel, de que sentía que tenía una cortina de algodón bajo la piel.

—No me siento —exhaló, y un destello de miedo apareció en sus ojos—. Oye, Shaoran. No me...

Le tendí la mano, y eso pareció callarla tan bruscamente como si algo la hubiera pellizcado. Se quedó mirándome igual que si yo fuera un extraterrestre, bastante parecido a mi cara cuando una de las amigas de Meiling me dijo que «alguna vez había sido un chico».

—Yo te siento —dije. No parecía razonable, pero sí lógico.

La tomó y se quedó con la vista fija hacia abajo, con la mano libre apretada en un puño. Cuando aumentó la fuerza, el papel del caramelo que me había quitado crujió.

—Tengo quince —me explicó—, y me queda un mes de vida.

Apretó, supongo que con toda su fuerza, tan débil como la fuerza que tendría una mariposa.

—Ahora siempre duele, un latido... en mi cabeza y...

Repentinamente, se puso de puntillas y me rodeó el cuello con un brazo, acercándome a ella. Su cara rozó la mía, y escuché su respiración. Su aliento estaba frío, como toda ella.

—Es como... si estuviera... contando el tiempo para salir. —La mano que afirmaba el caramelo lo dejó caer al suelo, y se deslizó hasta mi muñeca, apretando la correa del reloj con una fuerza que me sorprendió—. Quítalo. Me está volviendo loca.

Me reí y dejé que lo desatara con torpeza. No se apartó de mí, y no me pareció extraño en primer lugar, lo que era raro de por sí. Si miro atrás parece irreal, como un recuerdo inventado o una historia tan familiar que se confunde. Sakura completó su tarea y lo dejó caer al suelo. Lentamente, comenzó a mancharse con nieve. Lo observé un rato, pero luego me giré hacia ella, pensativo.

—¿Quieres un café?

Yo no pensaba.

A veces hay cosas que tienes que hacer cuando ves la primera nevada del año junto a una desconocida que morirá y que, ante cualquiera, habría sonado como una loca. Alguien más la hubiera llevado al médico o simplemente se hubiera marchado caminando rápido, pero no yo.

Por supuesto. Yo la invitaba a tomar un café. Fuimos a un sitio llamado Sky Cream. Le puso mucha crema y azúcar y ordenó un pastelito diminuto que estaba lleno de chocolate y chispitas de colores. Dejó las manos en el regazo, y me observó tomar un largo sorbo.

—Shaoran —saboreó mi nombre como si estuviera probando las letras—, lo siento.

—¿Por qué?

—Porque te estoy causando problemas. No te importa que yo vaya a morir, ¿verdad? Me olvidarás cuando salgamos de la cafetería. —Bajó la mirada un instante, y luego frunció el ceño—. No lo hagas, Shaoran.

—No voy a olvidarte —le dije—. Te lo prometo. —Apoyé la mejilla en la palma de mi mano derecha.

—¿En serio? —ella dudó.

—En serio. Me acordaré de ti incluso cuando sea tan anciano que no pueda ir al baño solo.

Sonrió. Su cara pareció iluminarse. Sakura era brillante y limpia, como una moneda nueva. Parecía el tipo de chica que hace feliz a todos los demás (y yo pensando que sólo estaban en los mangas), pero no entendía. Si estás demasiado ocupado siendo una especie de Señorita Alegría, entonces ¿cuándo te revuelcas en la autocompasión?

Eso no tenía sentido.

—Tengo quince y me queda un mes de vida —repitió entonces. Estaba pálida de nuevo. Su vaso se había llenado y, de repente, su memoria lanzó una piedra. Toda el agua escapó—. ¡Oye! Voy a preguntarte una cosa.

Fue práctica.

—¿De qué...?

«¿Sabes cuándo vas a morir?»

—¿... color...?

A veces me gustaría saber, para hacerlo todo antes de ese día.

—¿... es el...?

Porque, ¿entiendes?, estoy cansado.

—¿...paraíso?

Estoy tan cansado.

—¿Tú crees en el Paraíso, verdad? —tomó el asa de su taza y la hizo dar una media vuelta en el platillo.

—Claro que creo en el Paraíso —contesté—. No digo el nombre de Dios tantas veces en vano.

Una esquina de su boca se elevó.

—El Paraíso suena aburrido —le dije—, así que espero a tener una esposa para matar a alguien o, no sé, robar un banco. Pero robar un banco no creo que sea suficiente razón para ir al Infierno.

Le brillaron los ojos.

—Hace mucho calor allí, ¿verdad?

—Ya, pero no puedes morir de una insolación. Dolor y castigo eterno. Apuesto a que puedes pasar el fin del mundo con la presión alta.

Soltó una carcajada que me sorprendió. El sonido flotó entre nosotros como las últimas notas de una canción de cuna. Me tendió una mano sobre la mesa y se la tomé sin pensármelo demasiado. Jesús. Ella tenía quince años. Técnicamente era pedofilia que yo pensara siquiera que ella era bonita... Vale, no, pero era enfermo. «Si la diferencia de edad es de más de cinco años y uno de los implicados es mayor de edad, joder, es pedofilia», había dicho Meiling en una de las reuniones familiares. Fue uno de esos momentos en que todo el mundo parece para para comer y su voz resonó por el salón. No le había importado en absoluto.

—Oye, Shaoran, sal conmigo.

Sakura no había dicho eso.

—¿Qué? —pestañeé—. Sakura, no puedo salir contigo.

—¿Por qué no?

—Básicamente porque es ilegal... —señalé—, vagamente enfermo. ¿Te dije que tengo veinticuatro años?

—Olvidaste mencionarlo.

—¡Dios santo, lo siento! —sonrió—. Olvídalo, Sakura. Estoy seguro de que puedes encontrar a alguien que no pueda ser demandado si te besa.

—Puedo demandar a quien quiera por acoso sexual si me da la gana. Incluso sino es mayor que yo, ¿sabías? —se inclinó hacia mí con los labios entreabiertos—. Realmente puedo.

—No estoy seguro de que eso me alegre —puntualicé—. Sakura, sé razonable.

—¿Por qué? ¿Por qué tengo que ser razonable? ¡Voy a morir, maldita sea! Y no tengo que ser razonable si voy a morir, no sino me da la gana. No lo entiendes porque tienes tiempo, Shaoran, pero mi reloj ya se está parando —no gritó. Tampoco susurró exactamente, ella... su voz era nivelada, mantenida, pero intensa.

—¿Qué tienes? —dije—. ¿Estás segura de que vas a morir, Sakura?

—Hay un tumor en mi cabeza que se ramificó por mi cuerpo —sonrió, una amplia, maliciosa mueca—. Estoy bastante segura.

Me pasé la lengua por los labios.

—No te constará nada, Shaoran —insistió—. ¿Estás saliendo con alguien?

Mis hombros parecieron encogerse de repente.

—No...

—Entonces está bien —afirmó casualmente—. La infidelidad está fuera de mis límites, ¿verdad?

—Definitivamente... no luces de esa manera. Ya sabes. Ese tipo de chica.

—No, creo que no. Hay cosas que ni la muerte puede obligarte a hacer. —Apretó los labios—. Shaoran, verdaderamente me gustas. Y no quiero que me olvides.

—¿Por qué no?

—¡Congelaste tu reloj por mí!


Cuando tenía diez años me gustaba un montón leer. Una vez mi madre me regaló un libro... un libro bastante largo. Tenía la tapa azul. Trataba sobre una chica que amaba a su mejor amigo más que a nada. Era casi enfermizo... obviemos la ironía. Ella hacía cualquier cosa por él, pero era sutil. Una chica lista. La cosa es que a su mejor amigo le daba más o menos igual.

Entonces ella descubrió que iba a morir. Sip. Tres metros bajo tierra.

A él empezó a importarle de repente. Te extrañaré. ¿Quieres un pastel? Lo siento, mierda, por todas las peleas y...

Entonces ella murió. Y él quiso acompañarla. Quiso estar con ella. Lo pidió más que a nada, un accidente, alguna acción divina. Cualquier maldita porquería. Yo estaba esperando que él conociera a otra chica, porque a los diez todo tiene un final feliz.

Sakura le dio una mordida a su bocadillo.


—Se me distorsiona el tiempo.

Se limpió las manos con una servilleta.

—Pierdo la memoria.

La boca.

—Me duele la cabeza. Mucho.

Empujó fuera las migajas inexistentes de su blusa.

—A veces tengo alucinaciones.

Sonrió y su cara estaba hecha de puro dulce.

—No quiero que me olvides, Shaoran, porque no estás viviendo y yo sí pero ya no podré hacerlo. Así que te voy a dar mis... ¿no te parece una palabra tan ridícula...? Mis ganas de estar aquí. ¡Mi fuerza! Pero necesito que me ayudes porque no puedo hacerlo sola.

Entorné los ojos.

—No puedes hacer eso.

Desconfiado. Crudo.

—Claro que puedo. Yo puedo hacer lo que quiera —parecía que esa era su frase favorita de hoy—. ¿No las quieres, Shaoran?

Tan cálida. Su voz, tan cálida.

—No —susurré.

—Estás mintiendo. Lo sé. Vamos a probar, ¿está bien? Sólo esta noche. Si me dices que no, me marcharé y nunca volverás a verme.

Respiré hondo.

—Está bien.

Pensé que iba a perder.

Pagué y nos marchamos. Sakura enredó su brazo junto al mío, mirando como mi abrigo contrastaba con el suyo. Se rió y observó nuestros pies, intentando caminar al mismo ritmo. Todo parecía encantador de una manera absurda.

No estaba bien. Eso era loco, no bueno.

Pensé que todo lo malo era divertido. También pensé oh Dios mío mi madre va a matarme. Sakura quería llevarme a un parque que conocía. «No debe hacer nadie a estar horas», dijo, dando un salto para esquivar un montón de nieve. Parecía contenta como si las primeras palabras que me había dicho no hubieran sido «¿Sabes cuándo vas a morir?» Ella lo sabía y eso la hacía diferente no era como si se diera cuenta de la soledad. O tal vez, pensé que Sakura estaba acostumbrada.

—Vivo con mi padre y mi hermano —dijo—, mi madre murió cuando tenía tres, de lo mismo que yo tengo ahora. Pero mi hermano, Touya, está limpio. Así que está bien. ¡Oh, y tengo un perro! Se llama Kero. Es muy mono... Me he dejado el celular en casa, así que otro día te mostraré una foto de él.

Me miró sonriendo. Le devolví el gesto antes de darme cuenta (imbécil enfermo) y ella entrelazó su mano con la mía y se quedó mirándolas, pensativa.

—Nunca he tenido un novio antes, Shaoran.

—¿En serio? —Jódeme. Ella era demasiado bonita como para que no le gustara a nadie.

—Sí... Me pidieron salir una o dos veces —lo sabía— y algunas veces me dieron ganas de ir, pero no porque realmente me gustaran ellos, ¿entiendes? Entonces les dije que no. Me pareció horrible aprovecharme como si nada, ¿verdad?

—Supongo que sí —dije—, aunque tal vez te hubieran gustado con el tiempo.

—No —negó firmemente—. No lo creo en absoluto. Porque, ¿sabes, Shaoran? Ahora pienso que no te encontré por casualidad. Las casualidades no existen, sólo lo inevitable. Y con suerte estoy destinada a quererte, y a que tu nunca me olvides. Pienso que si me recuerdas no voy a morir.

Se puso de puntillas y, con sumo cuidado, me besó en la mejilla. No fue nada bruto, como las pocas veces que Meiling me demostraba algún tipo de afecto, sino una caricia suave, ligera, líquida, como el roce de una pluma o el aleteo de una mariposa. Se soltó de mí y corrió hacia delante, acercándose a una fuente que ni siquiera me había dado cuenta que estaba ahí. Sentí como toda la sangre se me iba a la cabeza y casi me desmayo ahí mismo.

«Estoy enfermo», pensé, «soy un pedófilo. Jesús. Mi madre va a matarme». Bueno, al menos no era como si yo la hubiera acosado o alguna cosa parecida. Había sido amable. Nada más. «Por supuesto que fuiste amable, Shaoran», escuché la voz de mi madre, baja y odiosa, «¿cómo no va a ser amable alguien que deje que una chica de quince años lo bese?»

Mierda, fue en la cara, ¿no? Eso contaba.

—¡Shaoran, Shaoran, mira!

Sakura se sentó en el borde de la fuente y deslizó su mano hacia el agua, que se movía en ondas suaves por algún viento invisible. Apartado los ojos de su cara guapa, donde se reflejaban destellos de luces azulados, miré alrededor. El parque era grande, con una especie de extraño romanticismo, el suelo de piedra, las pálidas bancas y todos esos enormes árboles. La brisa corría entre ellos, susurrando todos los secretos que había visto, burlándose de mí y trepando por mi espalda como una mano congelada.

«Debí traer un abrigo mejor», pensé.

Entonces Sakura empezó a tararear.

Yo no conocía la canción. Ni siquiera la había escuchado de pasada. Parecía una nana, tan calmada, callada, tan silenciosa y tierna. No cantaba realmente, sólo la murmuraba para sí misma, pero el único sonido en todo ese bendito lugar era su mano jugueteando con el agua.

Y, mira, no lo hacía mal. Pero no fue por eso por lo que me olvidé de respirar un poco, creo.

Diablos, estoy hablando en serio. Ella era fantástica.

«En otoño las hojas caen...», había un pétalo de cerezo flotando sobre el agua y lo atrapó con ambas manos, donde se quedó flotando, enviando hondas diminutas. El viento pareció empujarlo y saltó, volando lejos sobre la cabeza de Sakura. Le cayó una gota en la mejilla, pero no hizo nada por quitársela. «En invierno, durmiendo en las copas de los árboles», se recostó tranquilamente en el borde, y su cabello se desparramó como miel sobre la piedra gris. «La dulzura infinita de este mundo», susurró, y me miró, y yo notaba el corazón en la garganta como si quisiera matarme, el pequeño traidor.

Le dio un golpe al agua, hundiendo los dedos. Me sudaban las manos que me había escondido dentro de los bolsillos de la cazadora y, para que no se diera cuenta, la miré a través de mi cabello, empujándolo hacia mi frente. «Mientras cae la noche, ofrezcamos una oración», el cielo estaba brillante, limpio, lleno de estrellas y ninguna nube. Supuse que o estábamos medio apartados de la ciudad o por aquí todos se iban a dormir temprano —vale, ni tan temprano—, porque ninguna luz estaba encendida. «Y en silencio recibimos al sol de la mañana», que, pensé, vendría siendo ella.

Me miró y supe que estaba en problemas. Sonrió, contenta, agradable.

«Una voz lejana me guía», movió sus piernas, se sentó y lució despeinada y desorientada, como si acabara de despertar de un sopor profundo. Siempre pensé que era raro que la Bella Durmiente nunca se viera así —joder, cien años— y mierda estaba pensando tonterías. «Como si sonriera, como si cantara», apoyó las manos con fuerza en su improvisado asiento, y entonces empezó a llorar. No hizo ningún ruido ni se interrumpió, pero lágrimas cristalinas se cayeron de sus ojos y se deslizaron hasta sus labios de fruta madura, donde entraron en su boca cuando habló. «El viento que hace eco», como para estar de acuerdo una repentino soplo de frío atravesó los árboles, lo suficientemente fuerte para hacerme saltar.

«Alegría y tristeza», me sonrió, «tomando a los dos sigo adelante». Me tendió una mano, y era para aceptar que me acercara, para dejar que la consolara, o al menos eso deseé que fuera, así que caminé hasta ella y me arrodillé, aceptando el ofrecimiento de su piel suave y joven, en desacuerdo con sus ojos cansados. «Mi mano y la tuya, se unen fuertemente...»

Se agachó y me besó.

En los labios.

Fue un beso extraño, incluso más extraño que todos los que había tenido. La primera vez que besé a una chica tenía trece años y yo no le había consentido una mierda. Ella se llamaba Nanako, o algo por el estilo, y era dos años mayor que yo. Estaba limpiado el laboratorio de Química y a mí se me había olvidado algo en el salón, no recuerdo qué. Me dio la vuelta de repente y me plantó una especie de golpe con lengua que me dolió cada vez que hablaba, porque la imbécil me había sacado sangre con el choque imprevisto.

También besé a Meiling, cuando tenía quince, porque me lo pidió. Era su cumpleaños y estaba abrazada a mi hombro. «Si me dices que no olvida esta conversación», susurró contra mi mejilla, «pero si dices que sí por favor no me olvides». Le dije que sí por su tono de voz. No me dolió pero tampoco sentí nada además de... tristeza. No era lo suficientemente imbécil para no saber que ella me quería de una manera que yo no podía corresponder incluso si me esforzaba. Suave, lento, pero ella no lloró y cuando apoyé mi frente en la suya esperó unos segundos, con los ojos cerrados y luego se marchó. No olvidar no significa lo mismo que atesorar.

Había salido con una chica, Kiran. Siempre era igual, las peleas, las palabras, los besos temblorosos y la reconciliación. Fue uno de esos enamoramientos que entran rápido y salen lento, con mucho daño y llanto de por medio. No me arrepentía a pesar de todo, porque verdaderamente me gustó. El último fue el único tranquilo. Suspiró y me tiró contra ella en el sofá, donde mi nariz quedó justo en su cuello. Apoyó la cabeza en mi barbilla. «Lo siento tanto, Shaoran. Supongo que ya terminamos de amarnos, ¿verdad?»

Y los demás, esos que a veces les das a desconocidas en un bar sólo porque sí, esos que no significan nada y que no te importan, de los que sólo recuerdas unos labios rojos o unos ojos brillantes. Pero el tiempo borra la forma del rostro, el color del vestido, el taconeo de los zapatos. Cuando besé a Sakura supe que nada de eso iba a pasar, jamás, porque noté el cosquilleo en los dedos, la patada en el estómago, el sudor frío en mi cuello, el viento alborotando su cabello y el mío, el aroma a flores que desprendía, la boca que todavía tenía sabor a chocolate de esa tontería dulce que había pedido en el restaurante. «¿De qué color es el paraíso?» Tal vez azul como el cielo, y el mar, o violeta como el ocaso, naranja, amarillo, imitando el sol, marrón como la tierra, viva y tranquila, tal vez sea transparente y esté hecho de aire.

Quise decirle que con suerte era verde, como sus ojos. Como los árboles, o rosa como su ropa y las flores, y que sabía a caramelos robados y cafés con mucha azúcar, y que los besos eran diferentes, que no eran malos, que eran la mejor cosa que sucedía por siempre jamás. Quise decirle que en el Paraíso aún tendría las manos frías, pero no importaba porque iba a tomárselas siempre, que me iba a mostrar miles de lugares que le gustaban, y que escucharía el eco de su canción por la eternidad.

Sólo que me di cuenta de que era estúpido, y loco, y de que Sakura —y ni siquiera sabía su apellido— estaba muriendo, no yo. Siempre cabe la posibilidad de que fuera un fraude, una mentirosa, una aprovechada, pero no lo creí ni por un instante, me sonó improbable incluso antes de pensarlo bien. Le dolía y lloraba y lloraba, no había sangre ni tristeza ni adióses sin decir, había resignación y cariño porque le caía bien y porque ella me gustaba.

«Y con suerte estoy destinada a quererte, y a que tu nunca me olvides».

Con suerte estoy destinado a amarte, y a ser lo último que recordarás.

Deslicé mis manos en su cintura y ella posó las suyas en mi cuello, respirando agitada dentro de mi boca. Nos separamos una milésima de segundo para tomar aire y luego volvió a acercarse, pero esta vez se movió y estaba enfadada. Me mordió, pero sobreviviría, y era casi como si estuviera luchando conmigo en vez de besándome. Cuando giraba la cabeza, los mechones húmedos de su cabello que se había mojado con sus lágrimas me tocaban la cara. Noté cada pequeño detalle, como la suavidad de su ropa y la tensión de sus manos, su cara sonrojada y sus ojos vacilantemente cerrados. Yo los mantuve entrecerrados —al cuerno la educación— porque quería verla más que a nada, y eso iba a hacer. Con suavidad, casi tímida, me apretó entre sus piernas, apegándose más a mí.

Me abrazó y volvió a llorar.

—Shaoran —sollozó, aferrándose a mí como si se le fuera la vida en ello. Quizás era así—, Shaoran, Shaoran...

Y eso fue todo. Mi nombre.

Respiré profundo, embriagándome con su aroma, volviéndome adicto. Tenía los niervos a flor de piel, mi corazón se había vuelto loco y el aliento atascado, casi ahogándome. Supe todas esas cosas con un beso y pensé en el infinito y me dolía separarme de ella, y me dolía que llorara así que le susurré cosas al oído que ya no recuerdo. Después, mucho después, me dijo que le había cantado. Tal vez fue por la euforia o por la vergüenza, no lo sé, pero me alegra haberlo olvidado.

Nunca me dijo qué canción, sin embargo. Creo que pensó que era algo privado, una de las muchas cosas que guardaba en los pliegues de su memoria, que tenían que ver conmigo y que no me decía. «Dejaría de ser especial», me respondía, «si te lo contara sería uno del montón». Seguí preguntándole por rutina, pero no esperaba una respuesta.

—No importa que te vayas a morir —le dije—, me voy a quedar contigo hasta que pase. Y te voy a querer, Sakura, te lo juro por Dios. No tienes que preocuparte de nada ahora, ¿verdad? Dijiste que con suerte estabas destinada a quererme, y a que yo no te olvidara nunca. No lo voy a hacer, porque sabes que después de esto no podría olvidarte incluso si viviera cien años. No lo haría por nada del mundo, no cambiaría estos momentos ni por lo más precioso.

Lloró más fuerte, pero creo que estaba aliviada. Aliviada porque le dije sí. Alguien dijo que a veces toda tu vida se acumula en un instante. La mía y la de Sakura duró un mes.