NA: El otro día descubrí que en realidad siempre he estado enamorado de Ushijima, pero llevaba un disfraz (¿)

Meikyu es laberinto en japonés. Y bueno hay palabras japos infiltradas en el texto que yo creo que se sabe que son, pero si no sabéis alguna que quiere decir me lo preguntáis y lo explico.

Esta historia, que espero hacer lo mejor que pueda, es un regalo a David. No necesito una excusa para escribirte cosas, solo siento si hay OoC.

Capítulo 1

En 1868 se inició la era meiji. Podríamos decir que con la revolución industrial, Japón se abría a la luz tal y como indicaba el nombre de aquella era… Lejos de eso, Japón seguía siendo el lugar oscuro que alberga el alma de los seres tenebrosos. Empezábamos a abrirnos al mundo exterior, pero las decadentes vidas de una población pobre, sin acceso real a la cultura, abocados a la violencia de la clase samurái, cada vez menos honorable… Japón seguía teñido de colores parduscos, como la sangre y la negra noche, era claramente lo que definía las almas de los japoneses que se perdían diariamente en un profundo abismo de dolor.

Disculpad, creo que pretendo sonar profundo, pero a penas parezco simplemente aburrido. Yo no era de esos pobres pescadores que se morían de hambre en sus chozas, deseando que el mar no estuviera muy agitado al día siguiente para poder salir a faenar. Yo era hijo de un general del ejército japonés, tenía posición, cultura y un conocimiento del mundo exterior. Mi nombre es Ushijima Wakatoshi, y mi padre y yo vivíamos en un palacio con jardines, un lugar idílico en la montaña de aquel pueblecillo cercano a la costa. Nunca faltaba el pescado en la mesa, menos el arroz. Yo jamás había visto el lado oscuro de mi tierra y en parte aquello me convertía en un niño ingenuo.

Shirabu fue el que me quitó la venda de los ojos. Era hijo de una de las cocineras creo, no lo sé, pero por algún motivo mi padre le dejaba quedarse en los jardines y a veces jugábamos juntos. Era agradable tener otros niños con los que jugar, aunque no era como si él fuera la persona con la que yo más quisiera pasar tiempo en mi vida.

Éramos pequeños y yo solo quería impresionar a mi padre. Por su trabajo solía viajar siempre, estaba constantemente fuera y cuando volvía tan solo me dedicaba pequeños ratos. Era un padre que cuando empezaba a caer el sol salía de casa y me dejaba con las criadas, o con mi abuelo, o no importaba. Yo no entendía por qué él se marchaba todas las noches, en mi mente no cabía que él tuviera a nadie más importante que yo.

Mi madre había muerto hacía años, en el parto de un segundo hijo que también había muerto. Mi padre había decidido enterrarles en una zona del jardín, y a pesar de que teníamos sus tablillas inscritas en el butsudan, yo prefería acercarme al haka para mirar los kanjis en rojo del nombre de mi madre. A veces me sentaba delante de la gran losa de piedra y simplemente pensaba en ella. Tenía las manos suaves y pequeñas, y recuerdo que me perturbaba mucho no ser capaz de recordar cómo era su cara, preguntándome si ella se habría olvidado de la mía.

— Dicen que se ha convertido en un Ubume — me perturbó la voz de Shirabu uno de aquellos días, el día en el que un mal espíritu tomó por primera vez mi cuerpo de crío y me arrastró por tenebrosos caminos.

Levanté la mirada de la piedra y le miré de reojo. Los Ubume son fantasmas de mujeres que murieron durante el parto, y que deambulan perdidas por las casas acunando a sus bebés muertos entre los brazos. En parte me aterraba que mi madre se hubiera convertido en un espíritu que nos perturbara a todos en la casa, por otro lado estaba seguro que aquello solo era una mentira, pero por otro lado deseaba que así fuera para volver a verla.

—No es verdad — dije con seriedad. Puede que aquella noche fuera cuando el primer mal espíritu atravesó mis capas de carne y me arrebató el cuerpo por primera vez, pero yo ya era un niño incapaz de sonreír desde que las manos de mi madre habían dejado de acariciarme el pelo.

—Eso no lo sabes, solo es lo que dicen — añadió Kenjiro enfadándome. Yo no quería que él me rondara, pero ahí estaba y no tenía permitido echarle de mi lado. Mi padre me había hecho prometerle que no iba a ser malo con él, y mal que me pesara tenía que cumplir mis promesas. — Bien podría serlo, o quizá no.

— ¿Quién lo dice?

—En el pueblo — aclaró él. También estaba serio y supongo que aquello era lo que más me molestaba, que no parecía hacerlo para molestarme, sino porque creía que era la absoluta verdad.

A veces solo me molestaba Shirabu por cómo me miraba. Sus ojos de color gris se posaban en mí con fijeza y admiración, como si pudiera adivinar que pensaba o traspasar mi cuerpo para ver el color de mi aura. Admito quizá que era su inteligencia la que me hacía temblar, era fácilmente previsible, era en realidad agradable, pero al mismo tiempo tenía algo que se me hacía incómodo y con los años esa incomodidad se volvió un terror.

Le miré con cierta supremacía para después desviar la mirada a la puerta del jardín. Hacía días había llegado una carta que decía que mi padre estaba a punto de volver a casa, y lo cierto era que yo no tenía ganas de seguir escuchando a Kenjiro.

—Siempre podemos venir aquí esta noche — continuó hablando mientras me levantaba del suelo y me sacudía el kimono de la tierra del suelo. Me fijé en que Shirabu iba descalzo y me pregunté si es que su madre no le sermoneaba por aquello, porque a mí el abuelo Sorai siempre me pegaba con la vara de bambú si no obedecía y me ponía las sandalias de paja para salir al jardín.— Así comprobamos que no hay fantasmas.

Sin mirarle tan siquiera a la cara salí corriendo al porche de la casa. Me había parecido oír los cascos de los caballos acercándose a la puerta y eso solo podía significar que mi padre estaba ciertamente llegando a casa. Estaba seguro de que aquello le enfadaría, pero me importaba muy poco.

Dejé las sandalias tiradas en el porche a sabiendas de que quizá después me llevara una paliza y salté dentro de la casa sin ningún tipo de orden. Pasé por todos los pasillos, corriendo hasta las escaleras centrales y subí a la habitación de mi padre para asomarme a su ventana. Desde los barrotes de madera miré el camino que subía a la pequeña montaña desde el pueblo y miré los caballos que se acercaban. A pesar de mi vista de águila, era imposible que distinguiera si alguno de aquellos señores que subían en los negros caballos era mi padre. Solo podía ver a los animales montados, salpicados y destacando sobre los arboles de cerezo que se extendían por el camino, pero estaba seguro que era él. Quería que fuera él.

Salí de la habitación, y nervioso, volví a bajar las escaleras cuando me topé con mi abuelo.

—No somos monos, ¡Ponte las sandalias! — dijo mi abuelo, apoyado sobre su bastón y acariciándose la barba.

Siempre me decía lo mismo y aunque le escuchaba, al final la decisión de ponerme las sandalias solo era mía. Siendo claros, era un niño de seis o siete años, tanto me daba si los monos usaban o no zapatos.

—¡Papá está a punto de llegar!— dije y volví a salir corriendo en dirección al patio. Si la vida fuera un lugar decente siempre seríamos como niños, esperando por las cosas que amamos, sin impacientarnos más de lo necesario y siempre dispuestos a pensar en lo mejor de los demás. Shirabu seguía sentado en el patio del porche, pero ni siquiera me molesté en volver a dirigirle la palabra o en disculparme por mi huida anterior y podía contar que pagaría un precio por aquello. Pero tenía cosas más importantes que hacer, y si él no era suficiente inteligente como para darse cuenta me daba igual.

Cuando el caballo de mi padre entró por la puerta yo ya estaba allí, esperándole y listo para saltar a sus brazos en cuanto él bajara del caballo y me viera allí.

—Wakatoshi ¿Es que acaso un monje ha convertido a mi hijo en un mono y por eso no llevas sandalias? — Aquella fue su primera pregunta cuando salté sobre él y noté como las medallas de su pecho se clavaban sobre mi kimono. Pues era un mono, me daba igual, yo solo era feliz de estar con él.

—Sí, un mono con piojos — apuntó mi abuelo mientras padre me dejaba sobre el suelo.

—Yo no ten… — Antes de poder terminar mi frase, mi abuelo levantó su bastón y me golpeó en la cabeza para evitar que replicara.

Caminé en busca de las desaparecidas sandalias de paja y pasé el resto del día persiguiendo a mi progenitor. Él apenas tenía tiempo para mí, pero aun así me atendía y me explicaba sus grandes asuntos. Mi padre contaba conmigo, aun sin saber si yo sería o no un buen militar como él, ponía fe en que yo diera honor a nuestra casa algún día.

Aquella noche, como todas las noches en las que él estaba en casa, le miré salir por la puerta principal después de la cena. Me moría de curiosidad por saber a dónde se dirigiría y no podía soportar tener que quedarme solo en casa otra vez. Pero debía ser obediente, así que como siempre subí a mi cuarto y me metí en el futón preguntándome si mañana estaría cuando despertara.

Tenía los ojos apretados con fuerza, porque era totalmente incapaz de dormir, cuando un ruido me asustó. Era como un golpeteo por el techo que me ponía los pelos de punta. Seguramente era una golondrina en el tejado o quizá el mal acechando en la oscuridad de la noche. El asunto del fantasma volvió a mi cabeza, así que me cubrí la cara y esperé a que aquella sensación se marchara cuando una mano fría me agarró el pie. El tacto de aquellos dedos sobre mi piel me estremeció y apreté más los ojos si es que podía instantes antes de gritar.

De no haber tenido la colcha sobre la boca, el grito hubiera inundado la casa y avisado a cualquiera de que había algo en mi cuarto, pero el ruido había sido amortiguado. Instantes después la risa de Shirabu, que se había colado entre mis mantas y la mano había sido suya, se colaba en mis oídos. El sudor frio que me había acontecido desapareció poco a poco y normalicé la situación cuando se tendió a mi lado sobre el futón.

—No pretendía asustarte tanto — dijo él, cuando era evidente que me había asustado totalmente a propósito y le daba completamente igual. Distinguía la silueta de su cara en la oscuridad y en cierto modo agradecí que estuviera conmigo, porque seguía teniendo bastante miedo. — Pero es que no me has dicho si ibas a venir a investigar el asunto del fantasma y me he enfadado mucho…

Yo no quería saber nada de fantasmas, ni monstruos, ni nada parecido. Tendría que tener en cuenta que yo seguía teniendo en mente a mi padre y lo que hacía por las noches. Así que me mordí el labio y dije lo siguiente:

—Lo del fantasma no, pero… —Se me acababa de ocurrir y tenía que intentarlo. — ¿Tú sabrías ir al pueblo sin que se dieran cuenta de que nos hemos ido?

Kenjiro se giró mirando al techo. La luz de la luna se colaba por la ventana y parecía que la noche era bastante clara, así que no era tan terrorífico aquello de salir de la casa de noche…

—Supongo que sí — dijo él incorporándose del futón. En realidad, aunque siempre me quejara de él, me gustaba que Shirabu apareciera. — Pero tendrás que ir completamente en silencio y no hacer preguntas.

—Siempre eres tú quien hace preguntas — apunté con seriedad. Aquello me había molestado, así que me crucé de brazos y me giré en otra dirección evitando mirarle.

Shirabu extendió los brazos por debajo de la colcha y me rodeó con estos apoyando la cabeza contra mi hombro. En realidad si le pillaban durmiendo en mi cuarto se iba a llevar una paliza, y lo sabía. Aunque también sabía que yo no iba a chivarme sin más, porque ante todo quería ver qué tenía él que ofrecerme a cambio del silencio.

Era extraño, aquellas cosas que hacíamos eran fáciles solo porque éramos niños. Ahora todo es infinitamente más complejo, ya que ni siquiera las propias palabras pueden llevarnos a vernos en situaciones parecidas sin que miles de preguntas acontezcan en nuestras cabezas.

—Tampoco puedes replicar — dijo entonces.

Era irritante, pero si quería descubrir dónde iba mi padre, no tenía más remedio que aceptar aquellas normas, que en realidad yo creía ya haber cumplido a rajatabla desde siempre. Así que accedí, porque a pesar de que Kenjiro no tenía reparos en herir mi orgullo, me podía la curiosidad.