Lo seguí, y nunca supe por qué. Quizá fue porque me cansé de estar en esa oscura medianera, ni ajena a su vida ni parte de ella. Flotando entre rechazos.
Tal vez me colmaba la necesidad (¿necesidad de qué?)
Lo observé entrar al edificio principal, él mismo alto como un edificio: mármol y columnas romanas, imponente. Lo observé subir las escaleras hacia la lechucería, pisos y pisos que lo volvían cada vez más rascacielos. Lo observé, convertida ya en su sombra rojiza, mientras él abría la jaula despacio, metódicamente, sus líneas modernas arqueándose con facilidad. Las pestañas casi traslúcidas barrían los balcones de sus pómulos.
El animal se incorporó con lentitud, aletargado, pero luego pareció entender. Se encaramó a la ventana, y por instante se miraron. Una mirada de ventana a ventanas.
Él lanzó un quejido tras el ave, mimético. Ambos nos quedamos en silencio, a la espera de un eco que no volvería. Y en ese momento lo comprendí.
(No es soberbia, es amor).
Gustavo Cerati y mi clase de literatura.
