Advertencias: Universo alterno. Sin spoilers. Oneshot basado parcialmente en la película "pequeños traviesos".


QUERIDA WINRY

Oneshot I


La primera carta de amor que Edward Elric escribió en su vida fue cuando tenía cinco años, casi seis. En esa época los niños todavía creían que las niñas les pegaban los piojos y las niñas que los niños eran unos tarados asquerosos sin remedio. No había hormonas alrededor ni nadie queriendo meterle la mano a nadie. Los besos, incluso, estaban fuera de juego y el salón de clases se encontraba dividido en dos bandos: ellas y ellos.

Aquella fue una época difícil para Edward, no sólo porque debía liderar el clan de la serotonina ni tampoco porque tuviera que ocultar por activa y por pasiva su flechazo con el destinatario de su carta, sino porque la chica que le gustaba le odiaba sobremanera y todo culpa de un error.

¿Que Edward se lo merecía? ¡Por supuesto! Era obvio que no se podía confiar en otros niños menos dotados de inteligencia cuando se trataba de un tema tan delicado como ése y porque las declaraciones se deben hacer personalmente.

El error vino de los mensajeros, por supuesto. Edward estaba en tercero de kinder y era el único de su clase que sabía leer. Pensó, en ese tiempo, que si él y La Chica formalizaban una relación, se acabaría su guerra sin cuartel y el salón de clases podría ser más divertido, menos hostil también, con los niños consiguiendo nuevos miembros para jugar a las atrapadas y las niñas más chicos para jugar a "la traes".

Sí, las chicas de su clase no eran el epítome de la feminidad.

La razón de la afirmación anterior era, por supuesto, la cabeza de la comarca de la serotonina, también conocida como La Chica a quien las féminas bajo su mandato idolatraban hasta el punto de imitarla. ¿Tenía un nombre? Por supuesto que lo tenía, sin embargo, nadie en la comunidad infantil se atrevía a llamarle por él. Por ejemplo, si bien Edward era el líder de los niños, sus subordinados se comunicaban con él por su nombre, mas, las niñas, llamaban a la suya "reina" a secas. Así pues, para Edward era La Chica y para el resto de los machos "esa niña" o "la líder".

En fin, La Chica era un ser extraño perteneciente a la especie femenina: le gustaba correr y no se molestaba si sudaba copiosamente ni si se ensuciaba el pulcro uniforme de la escuela con el que llegaba todas las mañanas. Si se caía no se quejaba y si se lastimaba se aguantaba el llanto. Prefería los cochecitos a las muñecas y podía coger insectos con las manos sin amedrentarse ni un poco. Podría considerarse como "uno de los chicos" con todas esas características y, sin embargo, no lo era.

La Chica era de carácter fuerte, aguerrido y competitivo, sí, pero también podía ser indulgente, benevolente e incluso dulce de forma sincera. Usaba vestidos como el resto de las niñas así como también se peinaba con trencitas y coletas. Tenía buenos modales para con los adultos, era tranquila cuando no se le provocaba y también del tipo servicial. Edward la veía como una especie de ser superior (superior a las chicas, claro; a él no), tomando todo lo deseable y lo indeseable, mezclándolo y creando un nuevo ser digno de él. Algo así como su fetiche con el estofado y la leche.

Más o menos esas fueron las razones por las cuales Edward Elric se enamoró de ella y decidió (un mal día) externarle su sentir.

Teniendo sólo cinco años, Edward era el único macho que sabía tanto leer como escribir y, por qué no decirlo, dominaba el arte a la perfección. La Chica, como ser superior que era, coincidentemente también podía hacerlo, aunque estaba un poco más atrás que su contrincante en lo que a dominarlo respectaba. Sin embargo, muy fuera de las capacidades y limitaciones de cada uno, eso era perfecto para Edward. Podría enviarle el mensaje sin que nadie supiera su contenido.

—¡Espera! ¡Nosotros no nos juntamos con niñas ni entregamos cartas de amor! —alzó la voz Pitt, el mejor amigo y mano derecha de Edward, cuando le pidió el favor.

El pequeño Edward Elric, claro está, estaba preparado para tal eventualidad.

—Pero esta no será una carta de amor, será una carta de desprecio.

—¿Para declararle la guerra? —preguntó otro niño.

—¿Para que se rindan ante nosotros? —se entrometió otro.

Al líder de la manada comenzó a darle una ligera jaqueca. Necesitaba apresurarse si quería que las cosas le salieran como esperaba.

—Espera —intervino Russell. Russell era un niño bastante listo e impertinente al que Edward, a pesar de tenerlo bajo su cobijo, no soportaba—. ¿Cómo sabremos qué es lo que dice?

—Fácil. Escribiré frente a ustedes —el niño Elric agradeció que Russell hubiera comenzado con las tutorías para aprender a leer esa misma semana, de otra manera, su misión sería un fracaso.

Edward tomó un cuaderno de dibujo en una hoja en blanco y un lápiz, escribiendo frente a su clan de machos mientras recitaba las palabras que, supuestamente, estaba escribiendo.

—Querida Winry —dijo y los niños contuvieron el aliento sonoramente. ¡Si le estaba llamando por su nombre definitivamente era una carta de provocación! Por su propio bien, los pequeños omitieron el "querida" y sus implicaciones dentro de su cabeza—. Te odio y te aborrezco —continuó—. Me provocas el vómito, eres peor que la mugre. Del líder del ejército más poderoso de todos: Edward Elric.

El niño terminó de escribir tan pronto como terminó de hablar. Arrancó la hoja del cuaderno, la dobló en cuatro y se la entregó a Pitt de manera solemne mientras el resto lo ovacionaban de forma ruidosa.

La carta, por supuesto, contenía palabras mucho menos ásperas que las que había pronunciado en voz alta y también con una intención completamente diferente.

"Querida Winry" había escrito realmente Edward. "Creo que eres muy bonita. Me gustas. Seamos novios y terminemos con esta tonta guerra que ya me cansó. Te quiere, Edward".

—Espera, Edward —Russell volvió a elevar la voz—. Quiero acompañar a Pitt.

Pitt rechinó los dientes.

—¿Estás diciendo que soy tan menso que puedo desaparecer este valioso mensaje?

—No. Sólo quiero ir.

Edward sonrió con falsa indulgencia, seguro de que Russell y su presencia no afectarían de ninguna manera a su plan.

—Adelante. Sólo apresúrense.

El par de niños partieron de la base masculina hacia la comarca de la serotonina con la frente en alto, valerosos, a pedir una audiencia con La Reina. Cada minuto que pasaron lejos de su base (que no era otra más que la cancha de futbol) a Edward le pareció una semana completa. Entonces se acabó el recreo y Pitt y Russell llegaron corriendo, desesperados y llenos de mugre, hasta él.

—¿Qué pasó?

—Le entregamos tu mensaje —dijo Pitt casi sin aliento—. Creo que está molesta.

—¿Qué?

—¡Casi morimos, Ed! —insistió su mejor amigo con las quejas—. ¡Las niñas quisieron matarnos!

—¿Qué? ¡¿Por qué?!

—Tuve que recitar el mensaje en voz alta porque éste lo perdió —explicó Russell, recompuesto de la carrerilla y señalando a Pitt—. Entonces todas las niñas lo escucharon.

—¡Y trataron de matarnos!

A Edward se le salió una risa floja, nerviosa. Los niños a su alrededor lo interpretaron como la típica risa malvada del villano de la caricatura y le siguieron el juego, riéndose ellos también. Al final, todo lo que Edward obtuvo ese día fue una risa psicótica colectiva, afianzar los lazos antiféminas, y un montón de palabras vacías que tuvo que pronunciar para ocultar su desazón.

Los siguientes cinco meses en el jardín de niños se convirtieron en un verdadero infiernillo, con Edward incapaz de retractarse del contenido del mensaje, sin poder decirle la verdad tampoco, y con La Chica odiándole en no tan secreto. Por ello, la graduación fue una bendición para él.

—¿Al final nunca se lo dijiste, hermano? —le preguntó Alphonse de camino a casa; los chiquillos caminaban muy por delante de sus padres, quienes sostenían el regalo de graduación de su hijo mayor y un pedazo de pastel sobre un plato desechable para comer más tarde.

—¿Para qué? —se encogió de hombros, como haciéndose el que ya todo era agua pasada—. Igual no la voy a volver a ver. Iremos a primarias diferentes. No me importa.

Alphonse hizo un gesto de decepción y le dio un par de palmaditas a Edward. Conocía bien a su hermano mayor y sabía que se estaba haciendo el duro. Esperaba, al menos, que su profecía de no volverse a ver se hiciera realidad, así podría superar a La Chica sin problemas.

Él, por su parte, debía quedarse un año más en el jardín de niños.


Esto tiene continuación, una donde el pobre Edward puede entregar y redactar una carta como Dios manda. O tal vez haga dos, depende de otros proyectos y de lo que la OTP suprema me inspire.

¡Hasta luego y que la fuerza de las papas fritas los acompañe siempre!

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