Ahora María ha vuelto a este cuarto oscuro, a esta cama, a estas cuatro paredes en las que estuvo encerrada por tanto tiempo: el techo bajo de madera oscura, el gran mueble tallado con columnas y cajones a su izquierda, en su superficie una jarra alargada de vidrio, el gran espejo en la esquina opuesta. Frente a ella, cruzando el cuarto, la puerta rectangular, siempre cerrada. Más cerca, junto a su hombro izquierdo, su mesa de noche, la misma mesa de noche, con un jarrón de vidrio y flores blancas. ¿Por qué flores blancas? ¿Son para desearle mejoría o para llorar su muerte? ¿Por qué flores? Toda flor lleva la semilla de su propia muerte dentro, está condenada a marchitarse y desaparecer. Todo está condenado a marchitarse, menos el vampiro. Los vampiros no deberían desaparecer. Por otra parte, María tampoco ha florecido jamás. Pensó tener un sueño de florecimiento y muerte, pero ya no lo recuerda. ¿Pero y si pudiera? No hay nadie en la soledad de su cuarto ni en el silencio de la noche. María retira la sábana blanca y sale en su ligero camisón blanco para pisar el suelo de madera con sus pies descalzos. Camina hacia la cómoda, toma la jarra y se sirve un vaso de agua en el cual disuelve una pastilla roja. Lo prueba, pero no sabe a sangre. De todas formas tiene sed, bebe toda el agua, pero sólo se siente indigesta, un poco mareada. Pobre María, siempre ha sido muy débil desde su nacimiento. Respira profundo y camina hacia el gran espejo de marco tallado. Su figura menuda y delgada de lacios cabellos blancos se ve diminuta ante el gran vacío que resta en el vidrio, el cual sólo refleja las sombras en torno a ella. Un escalofrío la recorre como si reconociera algo, una forma, una silueta entre las sombras. ¿Su propia sombra? Pareciera manar de su cuerpo, pero no la siente propia. O quizá es que no mana de ella, sino que esta sombra ajena ha tomado su cuerpo y se ha vuelto suya. Las formas son confusas y se distorsionan, se arrastran sobre el techo, al parecer en dirección a la ventana detrás de la cama, la cual de pronto se agita nerviosamente sin abrirse. María voltea a ver, pero pareciera ser sólo el viento causando escándalo. Las cortinas blancas siguen impasibles; la manija de bronce, cerrada. También se ve a sí misma, nuevamente, reflejada en los vidrios de la ventana. Desde este ángulo, se ve tentada a formarse nuevamente la rosa en el pelo que alguna vez usó. Poco a poco, mientras enreda sus cabellos blancos, se va acercando a la ventana, para perder de vista su imagen y empezar a notar las luces de la ciudad humana en el valle. Piensa en que quizá sea cálido convivir con humanos, que su sangre sin duda es cálida. Se avergüenza de haberlo pensado, cree que nunca ha probado sangre fresca de un humano consciente, cree que nunca ha convivido con humanos ni explotado su miedo. ¿Pero y si pudiera?
A sus espaldas salta la cerradura y se abre la puerta. Ella lo observa en el reflejo en la ventana negra. Entra su padre, delgado, rubio, pálido, preocupado.
-Maria-chan, ¿ya despertaste? ¿Te sientes mejor, hija? Por favor, vuelve a la cama, has estado dormida por mucho tiempo, no deberías estar de pie tan pronto, más aun considerando tu condición.
María voltea a verlo a la cara. Él siempre habla así, siempre tiene razón, pero esta vez sus palabras no suenan convincentes.
-Me siento bien, papá, gracias.
-¿Ya tomaste una pastilla? Oh, pero no deberías andar descalza. Siéntate en la cama mientras te alcanzo tus pantuflas.
María lo hace por complacer a su padre y siente que en verdad no es necesario, que no es tan débil y que tiene fuerzas de sobra para seguir caminando. Su padre sienta a su lado en la cama y acaricia su liso cabello blanco del lado izquierdo de su cabeza.
-Hija, nos tenías tan preocupados a tu madre y a mí. Yo sabía que no era buena idea enviarte a una escuela, menos a un internado como esa Academia Cross. Por Dios, hace semanas que no te veíamos y ahora te encontramos desmayada, pasaste casi dos días sin despertar.
El vacío en que caen sus palabras desconcierta a María, sobre todo porque siente que efectivamente caen en un lugar donde algo falta. En la oscuridad se enciende una llama de duda.
-¿D-de veras me enviaron a una escuela? ¿Estuve en un internado por mi cuenta? ¿Con otras chicas desconocidas?
-No te preocupes, hija, ya no te volveremos a dejar sola. Hay muchos parientes que esperan a visitarte, te traeré toda la sangre clínica que quieras y tenemos muchos libros para leer contigo.
¿Para qué leer vidas ajenas si no se puede vivir la propia? Vendría gente vieja a visitarla pero ella, ¿jamás saldría de ahí?
-Papá, de veras me siento bien. No creo que tenga que cuidarme tanto. No creo que tenga que...
-¡Qué bueno, Maria-chan! Entonces iré a avisarle a tu madre para que venga a verte. Tú espera en la cama, por favor.
Animado, el padre de María camina hacia la puerta.
-Papá, no creo que necesite quedarme acostada.
-Por favor, Maria-chan, debes cuidarte.
Sabe que, si es por sus padres, jamás volverá a salir de casa. Creen que sigue siendo tan débil como siempre, débil de nacimiento, una pobre niña enfermiza; pero ella se siente más fuerte que nunca. Sabe que no debería. ¿Pero y si pudiera? No debe, pero puede. Se yergue en la cama, toma la manija de bronce de la ventana y la abre. Las alas de la ventana se baten en el viento que entra violentamente, expulsa las sábanas blancas de la cama y alza el cabello blanco de María.
-¡Hija! ¡Detente! ¿Qué estás haciendo?- grita el padre espantado desde la puerta.
María posa un pie descalzo sobre el alféizar. Observa sin vidrio las múltiples luces de la ciudad humana. Deja que el viento se agite por debajo de su camisón blanco.
-Ya no soy una niña débil, papá. No puedo quedarme acá como si estuviera enferma. No sé quién soy ahora, pero sé que debo ir a buscarlo.
Dos pies sobre el alféizar y un salto. El camisón blanco y los cabellos blancos alzan vuelo para perderse entre la negra noche.
