-¿A dónde vamos?- Preguntó con frialdad mientras caminaba con paso lento por el lúgubre campo de rosas llevando a su pequeño amo en brazos.

-Cualquier lugar es bueno.- soltó casi aliviado mirando hacia el cielo negruzco en el cual no había estrellas, sino más bien una ligera niebla que dejaba caer en sus hombros una delicada capa de ceniza grisácea, similar a los cabellos del menor. En ese preciso momento pensó que la entrada al infierno era hermosa, hasta el momento no había visto las llamas del eterno sufrimiento, ni demonios con cuernos, ni condenados lamentándose encontraba ese tétrico paisaje acogedor y hermoso en demasía. - Me siento bien. Es como si hubiera despertado de un sueño profundo.- susurró enredando los brazos firmemente en torno al cuello de su mayordomo, pegándose más al cuerpo del demonio.

-En cambio has sido condenado a un castigo peor- murmuró en voz muy baja, apenas perceptible a lo que Ciel fingió no darle importancia...

...aunque en efecto así sería...

La presión ejercida por la mano del conde había sido tal que el anillo había abierto ligeramente una herida a su paso, la sangre carmesí brotaba en un hilillo delgado y corría traviesa por su mejilla derecha. El mayor no quería mirarle y eso hacía que la furia del demonio menor se incrementara.

-Sebastián, levántate.- ordenó inquieto arrugando los bordes inferiores de su camisa blanca con ambas manos.

El mayordomo obedeció al instante, pero mantuvo fija la vista al suelo. Ciel prefirió darle la espalda a seguirle viendo tratarle con semejante indiferencia. Caminó hacia el extremo opuesto de la habitación y se detuvo frente a un enorme reloj de péndulo. Observó unos instantes como el segundero avanzaba sin pausa y dejo escapar un largo suspiro. Fijó su mirada atenta en el cristal del reloj y notó que Sebastián no había alterado su postura en lo absoluto; su rostro inexpresivo continuaba mirando el suelo.

-¿Qué no piensas hacer nada, imbécil?- gritó con actitud retadora. El mayor negó ligeramente con un movimiento apenas perceptible.- ¿Por qué me haces esto, Sebastián?- refutaba cada vez con más ira.- ¿Por qué?

-Me has ordenado hace unos minutos que no hablara.- resopló con disgusto.

-¡Y ahora te digo que lo hagas!- apretó los puños y se giró para encararle.- ¿Por qué?

-Bocchan, ¿no cree que deberíamos detener esta farsa?- soltó las palabras con firmeza y frialdad.- diez años han pasado y le he permitido erróneamente seguir con esta conducta. Usted ya no es humano, y yo tampoco soy su sirviente, soy simplemente quién trae para usted las almas que se niega a cazar por sí mismo.

Las rudas palabras de Sebastián dejaban cada vez más abatido el corazón del joven peligris. Era un demonio, cierto, pero no uno cualquiera; a pesar de que no envejecía y de que podía cambiar su forma a gusto, él dependía aún de que su corazón para seguir existiendo. Puesto que él era un humano que había sido transformado en demonio no poseía todos los dones y habilidades de Sebastián, quién era un demonio puro.

Ciel deseaba llorar con todas sus fuerzas, pero su orgullo seguía siendo tan fuerte como para impedírselo. Nunca pretendió retener a Sebastián de esa manera por tanto tiempo, al contrario, él sabía perfectamente que algo así podía llegar en cualquier momento; que Sebastián se hartaría de él y probablemente lo abandonaría algún día y a pesar de eso él sólo quiso permanecer junto a él el mayor tiempo que le fuera posible.

Avanzó con lentitud hacia el pelinegro y al estar frente a él se puso en puntillas para quedar a su altura y alcanzar a quitar con su lengua la sangre que seguía corriendo por la herida de Sebastián, para luego girarse un poco y rozar dulcemente sus labios con los del mayor dejando en ellos el sabor de su propia sangre.

-Hace tiempo que no nos besamos de esta manera- susurró echando los brazos alrededor de su cuello antes de que su voz comenzara a quebrarse.- cuando era humano solíamos hacerlo cada noche, ¿recuerdas?

El mayor era incapaz de responderle siquiera. Sentía que había caído en un profundo estado de shock cuando recordó las noches que había pasado con Ciel cuando era humano; recordó las veces que habían dormido en la misma cama, las veces que el menor había pedido que ahuyentara sus pesadillas, las veces que él mismo había enloquecido de lujuria sintiendo el cuerpo del menor en sus brazos y sus labios entre los suyos aspirando con deseo el perfume que desprendía su piel y anhelando probar el sabor de su alma

Aquellas imágenes eran tan reales que no pudo evitar sentirse frustrado de nuevo recordando que estaba condenado a estar a su lado cuando ese incluso ya no tenía un alma que ofrecerle por sus servicios.

-Vete- ordenó al momento que se separaba de él para ocultar su rostro entre sus manos.- déjame solo.

-Como desees.- contestó y haciendo una reverencia abandonó el cuarto.

Se disponía a bajar las escaleras y dirigirse a entretenerse cortando algunas rosas o perderse entre la espesa maleza que crecía en el jardín trasero. Cualquier cosa que pudiera distraer su mente era buena, su enojo podía disiparse en unos minutos.

Pero en el preciso instante en que posó la mano en la perilla de la puerta un escalofrío recorrió su espalda. Algo estaba mal. Se giró en sus pasos y veloz regresó hacia la habitación donde hacía unos segundos había discutido con el menor. El ventanal estaba abierto y un aire gélido recorría la pieza en su totalidad. Ciel ya no estaba en ella.

Era invierno de nuevo, justamente el día en que Ciel solía cumplir años cuando era humano. Pensó en aquello con nostalgia mientras agregaba los últimos detalles a la cubierta de fresa sabiendo de sobra que por más que se esmerara aquello no tendría ningún sabor en su paladar.

Abrió los ojos; estaba solo en la habitación sosteniendo en la charola de plata el pastel de chocolate que recién había terminado. Reflexionó entonces sobre la rutina que había sostenido por los últimos treinta años.

Era más que absurdo; no podía seguir fingiendo que Ciel estaba con él.

Treinta años había preparados postres y tés inútilmente, pues todos terminaban siempre pudriéndose en la basura o en algún rincón del desolado torreón de marfil donde solía residir con Ciel.

Ya no era más un mayordomo, había perdido su reloj de bolsillo y su pasión por el orden. Hacía años solía pensar que el tiempo para él podía pasar tan rápido como un abrir y cerrar de ojos, pero ahora incluso un día le parecía interminable, cada hora transcurría lenta y cada segundo le oprimía su inexistente alma.

Los demonios son incapaces de sentir emociones pero, ¿qué era entonces eso? Podía sentir ira y rabia; había maldecido tantas veces a su amo por haberlo convertido en una criatura dependiente y adicta a su sola presencia, tanto que no podía perdonarle que le hubiera abandonado. ¿No es eso una emoción? En efecto, lo era, pero aquellos sentimientos encontrados le hacían imposible decifrar la verdadera razón de su condición actual.

Aunque lo odiaba debía admitirlo, extrañaba a Ciel con locura. ¿Qué habría sido de ese pequeño e inexperto demonio? Lo único que sabía era que seguía, de cierta forma, con vida o en todo caso, aún existía, pues la marca del contrato seguía inscrita en su mano izquierda, aunque ahora era una marca grisácea apenas visible.

Un momento de distracción fue suficiente para hacerle volver en sí. Su mirada se perdió por un segundo mientras buscaba en un cajón los cubiertos de plata; tomó entre sus manos un fino cuchillo que le hizo dar un respingo y soltar la charola que llevaba en mano al notar al espectro en que se había convertido. En aquel cachivache observó su apariencia notoriamente desalineada; sus cabellos negros habían crecido hasta caerle a los hombros, su piel marmórea era ahora de un blanco casi fantasmal, y sus ojos antes escarlatas eran tan negros como el vacío en su pecho.

Por años había buscado a Ciel en vano; ni él mismo podía explicarse la razón de que no hubiera podido sentirlo en ese periodo de tiempo tan largo. Luego de haberse resignado a que no encontraría de nuevo al menor dejó de frecuentar el mundo humano para cazar almas y alimentarse. Por años esperó la muerte que jamás recibiría; porque incluso llegó a pensar que dejando de existir podría poner también fin a aquellos endemoniados sentimientos.

¿Qué le quedaba ahora? Ni él mismo sabía responderse.