Título: De palabras no dichas (y sentimientos escondidos)
Claim: Pansy/Astoria
Advertencias: Nup
Notas: Pff esto lo escribí hace ¿qué? ¿Un año? Pero sólo lo había subido a LJ. Así que, después de tanto tiempo, lo subo también acá (: Ah, y le cambié el título a uno menos soso.
[De palabras no dichas (y sentimientos escondidos)]
—Te casas mañana. Con Draco.
La voz de Pansy resonó en la habitación, rebotando contra las paredes y diluyéndose en el aire perfumado. Astoria giró la cabeza un poco para poder observarla y asintió sin miramientos.
—Sí. Te envié la invitación, ¿no? —preguntó, cepillando su cabello con suavidad.
«¿Irás?»
La joven de cabello negro dio un par de pasos y quedó de pie detrás de ella, observando la imagen de ambas en el espejo del tocador. Diferentes. Muy diferentes, demasiado. Lo sabía, con una mierda, lo sabía.
—Claro, llegó hace un mes —contestó Pansy, moviendo sus manos y posándolas en el respaldo de la silla de Astoria, sin tocarla a ella—. El pergamino era precioso, por cierto —Y ahí estaba, ese comentario que le ponía la piel de gallina.
—Entonces te veré allá, supongo —murmuró Astoria, tratando de que su piel dejara de reaccionar ante la cercanía de Pansy.
«¿Me detendrás?»
Parkinson frunció el ceño, creando unas pequeñas arrugas en su frente. Diminutas, como ese roce de su dedo en el cuello de la más joven. Como ese escalofrío que recorrió a Astoria entera.
(Quemaba.)
—Por supuesto —Pansy dio un paso atrás. Y otro, y otro. Una sonrisa se escurrió en sus labios cuando llegó a la puerta y escuchó la silla recorrerse contra el piso de baldosas.
— ¡Espera! —Y esa voz orgullosa y dubitativa al mismo tiempo. Es voz que era sólo de ella, a la que obedecía porque era de ella.
(Quemaba. Quemaba en sus oídos, en su mente.)
Volteó, con una sonrisa socarrona en sus labios.
— ¿Necesitas algo?
«Todo. Necesito todo. Necesito todo, todo, todo.»
—Ayúdame con el broche de mi cabello —No era una petición, era una orden. Y Pansy soltó un bufido divertido.
— ¿Acaso no puedes hacerlo sola? —Pero aún así se acercó a ella y le dio media vuelta con brusquedad.
Levantó su cabello sedoso y brillante —tan Greengrass— en una de sus manos y con el otro sostuvo el broche del cabello —tan verde, tan brillante, tan ella—, acomodándolo con movimientos medidos y justos. Astoria le ofreció una sonrisa de medio lado como recompensa y ella la aceptó al vuelo. La rubia se levantó y volteó, mirándola a los ojos con dureza y determinación, esa determinación que atraía a Pansy como un imán.
Y ahí se desató el caos. Y esa jodida sonrisa tenía la culpa.
Porque Astoria se acercó a ella con ese caminar insinuante y Pansy no tenía la necesidad, ni la paciencia, para refrenarse más tiempo. La tomó por la barbilla y la besó con ansias, mordiendo y escurriendo sus manos por su espalda. Lo habían hecho tantas veces que era casi automático.
Y con cada beso le decía lo que en voz alta nunca haría. Los «No te cases», los «Eres mía» y los pequeños «Te quiero», esos que se escondían entre las sábanas y los besos robados.
Porque ambas sabían que podría ser la última vez que lo hicieran.
