Cuando nadie mira a Alfred.

Al abrir los ojos, Mathew quedó cegado por la luz de mediodía.

¿Tan tarde era ya?

Miró su alrededor. Se levantó en pijama directo hacia el baño a lavarse la cara calzado con las pantuflas de oso polar. Faltaban ronquidos en el cuarto continuo, probablemente Alfred ya estaría despierto y en la cocina haciendo el desayuno. Sonrió recordando que era domingo y que ninguno de los dos debía ir a trabajar. Tal vez ver alguna película.

"¡Mira, mira! Peter me prestó el demo del DVD del Hobbit."

Jugar un videojuego viejo.

"O no podrás ganarme nunca, lo digo en serio, Matt."

Salir en bicicleta, o jugar baseball.

"¡Ve más rápido esta vez, hermano!"

"¡Más rápido! Al, el de la fuerza aquí eres tú"

Volvió a su pieza dispuesto a dormir un poco más y se echó en la cama.

La puerta del cuarto del canadiense se abrió de sopetón, dejando ver a su hermano cargado con una bandeja de desayuno de proporciones poco sanas. Huevos, pan, jugo, café, leche (nada de té, por favor, que aunque Mathew disfrutaba de un buen té con Arthur los miércoles por la tarde, el nombre de aquella infusión no se mencionaba en esa casa en días de descanso), un pedazo de la tarta de mermelada de frutilla que Ludwig había enviado y que Francis había insistido en botar al tacho de la basura, bizcochos calientes, mantequilla y miel de maple. Nada de chocolates por esta vez, que la noche anterior hasta el Capitán América hubiera vomitado a causa de la ingesta masiva de huevos que se habían conservado del año anterior.

—Ahora veo porqué a Arthur no le gusta que te quedes a dormir con él.

—¡Qué va! —respondió el mayor de los rubios dejando la bandeja al centro de la cama—, no es por la cantidad de comida.

—La cual es exuberante, Al.

Estados Unidos hizo un puchero— No lo es, es perfectamente normal. No me interrumpas. Lo que pasa es que Artie no sabe hacer un desayuno como dios manda. ¡Y yo que lo quiero tanto y él se queja de mis desayunos a domicilio! —Dado el dramatismo, Mathew suspiró resignado. Alfred se sentó sin tirar toda la bandeja en el intento, tomó un vaso de jugo, la mitad de la tarta y comenzó a comer.

—¡Alfred! ¡Mi cama!

—¿Qué? —cuestionó el mayor con la boca llena de crema pastelera, mermelada y trocitos de frutilla. Antes de contestar tragó, cosa que no hacía con nadie más—, ya limpiaré yo.

—La lavadora automática lo hará, vago.

—¡Vago yo!

Canadá rió con ganas. Le encantaban los domingos, vaya que sí. Era el día de la semana en que podía adueñarse de Estados Unidos y todo lo que conllevaba una tarde con él. Celulares apagados, televisión encendida, palomitas, gaseosa ("Sin colorantes, que Feliks me dejó una dieta buenísima"), juegos y nada más. Sus deberes como naciones ataban todo el resto de la jornada a juntas, convenciones, reuniones con los superiores. Uno en Toronto, el otro en Washington. Alguna que otra vez en Berlín, Tokyo o Budapest. También en Copenhague para las fiestas de karaoke de Lukas.

Alfred mismo, para gran sorpresa de cualquiera que no fuera Arthur, se encargaba de hacer que Mathew se sintiera en casa aun estando en el D.C.

Más allá de lo que demostraba con los demás, estando con su hermano a Alfred los humos se le bajaban y se transformaba en un hermano cariñoso, atento, juguetón, divertido y extremadamente consentidor. Dejémosle al más pequeño la responsabilidad de que no se raspara una rodilla o terminara con el brazo en cabestrillo. Sólo eran Alfred Jones y Mathew Williams, nada de países en el asunto durante la tarde. Dos hermanos que compartían y no dejaban de dar a conocer al otro cosas nuevas.

Porque, lo creyeran o no los demás, Estados Unidos lejos de ser egoísta y malcriado, era el mejor hermano que se podía pedir. Mathew lo sabía, estaba agradecido en el alma por ello. Era su gemelo, parte de él en mil y un sentidos y nadie podría quitarle eso. Ni fronteras políticas ni naturales.

Alfred era su hermano, su sangre, su vida.

Y lo celaría siempre.


N.A: Gracias por leer. Hay más de donde vino éste y el próximo, mis cariños, corresponde a Lovino.