¡Comienzo otra nueva historia! Se trata del punto de vista de Erik en el trascurso de "La Música En El Alma". No pretendo que sea tan larga como su antecesora, pues únicamente intento crear e hilar los sentimientos que pudieron convertirle en el hombre que se transformó al final.

Todo esto está escrito desde mi propia visión, tomando referencias de los diversos musicales, películas y novelas, aludiéndoles la creación de tan magníficas obras a sus respectivos.

Resumen: Erik sabe que nada será igual desde que la protegida de Antoinette Giry pone los pies sobre su ópera; lo que nunca imaginará son los sentimientos a los que puede dar vida gracias a ella y el cómo tendrá que sobrellevarlos.

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Música en la noche

Capítulo 1: Un gran cambio

Comparaba la visión de la vida con lo que te puede ofrecer un caleidoscopio al poner los ojos sobre él. Desde el día en el que fui consciente de mí mismo, fui herido por los colores del exterior; todo girando ante mi mirada insaciable, nunca a mi alcance. La belleza de las cosas solía abrumarme con facilidad, y en mis años más desesperados había sido lo único que me sacó adelante, deseoso de conocer nuevas paletas de colores con las que poder soñar, usándolas después de manera artística, intentando llegar a ellas con manos codiciosas.

Mas, ahora lo único que podía apreciar en cada lugar que observaba eran feos blancos, grises y negros; cualquier magia robada de mis dedos sin ninguna explicación. Se trataba de una monotonía que me llevaba siguiendo durante más tiempo del que estaba dispuesto a admitir, y de la que comenzaba a temer, ahogándome con recuerdos ya lejanos y a los que no quería volver a acceder.

Me encontraba en mi propio palacio, arropado por las luces de las velas, en un vaivén que me obligaba a dejar de pensar. La música me rodeaba, consiguiendo que una sensación caliente se moviese por mis venas mientras agitaba las manos por encima de las teclas del inmenso órgano. Las notas que soplaba el instrumento eran amargas, aullando algún tipo de dolor mientras le hacía cantar en un tempo imperfecto.

Recordaba perfectamente el cómo había metido dicho instrumento en lo que todavía era una cueva húmeda y tétrica. Demasiado emocionado por la madriguera que encontré, cavilando la posibilidad de transformar aquello en mío, fui capaz únicamente de alisar la pared donde lo colocaría, para enseguida comenzar a bajar válvulas, tubos, cuerdas, y las demás cosas necesarias para montarlo. Ni si quiera me digné a colocar una buena zona de descanso donde poder dormir, demasiado emocionado con poder tocar al fin un órgano sin tener que colarme en ninguna irritable catedral. Además de la satisfacción que me ofrecía el crearlo por mí mismo; pero aquel efecto me dudaría hasta que completase lo que ahora mi hogar, habiendo tardado más tiempo del que llegué a suponer a causa de los detalles en los que me comprometía y la repentina partida a Persia, dejando muchas de las habitaciones a medias hasta el retorno.

Habían sido buenos años, demasiado joven quizá, pero ya cansado de los dolores del mundo. Al regresar era una persona diferente, y podía notar las mezclas de decoración asociadas con los cambios de pensamientos que tuve. El neobarroco sería ahora mi predilecto, y eso lo demostraban los planos arquitectónicos que todavía hacía, cuando la inspiración no amenazaba con desaparecer durante días, semanas, meses o, en el peor de los casos, años.

Retomando lo que estaba haciendo, pestañeando varias veces hasta que me vi las manos sobre las teclas del órgano, dejé que mi mente intentase caminar por el río que era la creación a la cual intentaba dar vida, sin tan si quiera conseguir una terrible melodía con la que sentirme satisfecho. No era capaz de obtener concentración; la desertora inspiración había huido de entre mis dedos, para mi inmensa desgracia. Mi pecho se hinchaba con odio al no crear lo que imaginaba, haciendo que el instrumento bramase por llegar a un fin mutuo.

Solté un alarido frustrado, pisando con aversión el pedal para que el aire saliese con fuerza, volviendo a un punto muerto después. Me pasé las manos por el rostro, rascándome los ojos con pesadez, terminando por dejar caer la cabeza entre los ellas.

¿Qué me estaba ocurriendo? Algo parecido a un oleaje se movía en mi pecho. Había estado ocupado toda la semana, intentando no pensar así en los instrumentos que tanto me llamaban, sin tan si quiera acercarme a ellos para que cuando los volviese a tomar, poder terminar con las composiciones que ahora me importunaban. ¡Y aun así no había funcionado!

En aquel instante, para mi sorpresa y tremenda indignación, unas fuertes campanas resonaron entre las paredes de piedra, haciéndome mirar irritado al techo.

Aquel sonido volvió a repetirse, insistiendo desde la lejanía. No eran los mismos repiqueteos que sonaban cuando alguien se atrevía a bajar a la tercera bodega —ya fuese por orgullo o desafío—, sino los que conocía tan bien, sabiendo que habría alguien conocido que me llamaba y aguardaba por mi presencia.

"¿Qué demonios querrá?" pensé.

Arrastrando el banco al levantarme, me dispuse a mirar mis ropas, habiendo quedado ligeramente arrugadas por el poco cuidado que tuve al sentarme sobre el banco acolchado durante horas. Pero eso no importaba, pues cogiendo una máscara de mi habitación y la capa del gancho al lado de la puerta, me lancé al exterior, decidiendo que sería más fácil si bordeaba el lago antes que cruzarlo en la barca, temiendo que mi mal humor terminase por hacerme caer al agua helada.

Pateé las piedras a mis pies, en una oscuridad impenetrable y en la cual me sentía cómodo. Dejaba que mis dedos se arrastrasen por las conocidas paredes, sintiendo las arrugas y huecos en ellas.

Recto durante cincuenta pies. Derecha. Veinte pies adelante. Izquierda. Dos pies más e izquierda otra vez.

Allí estaba la mujer que me esperaba, estudiando con curiosidad la mano con la cual no mantenía un pequeño quinqué bastante desagradable a la vista. La reconocí cansada, con los hombros caídos y respirando con pesadez. No era algo normal en ella, dándome un pellizco de preocupación.

Alzó los ojos repentinamente, no habiéndome escuchado llegar, pues se le abrieron de par en par al verme, arrugando enseguida el rostro por el susto.

—¡Erik! —gritó siendo ya inconfundible su enojo.

—Ann. —Hice una inclinación llena de burla, con una sonrisa maliciosa pegada a los labios. Ella se removió incómoda, apretando sobre sus hombros el chal que llevaba, dando otra exhalación—. No te ves bien —expresé en voz alta, regresando sobre mí la preocupación—, ¿ha ocurrido algo?

—No —habló con sorpresa, no teniendo que ser consciente de su apariencia—. En la ópera se encuentra todo como de costumbre, desgraciadamente.

—Algunas mejoras ha habido —bufé, cruzándome ahora de brazos mientras me acercaba más a ella y a la luz que ofrecía.

—Pero aún quedan muchas más por conseguir —se jactó. Antoinette Giry tenía varios hoyuelos los cuales aparecían cuando fruncía los labios, dándole el aspecto de una muñeca, y habría sido una maravilla volverlos a ver de no ser porque se reía de mí.

Los meses pasados habían sido un caos: despido a todo aquel que no fuese funcional para la compañía. Me era imposible creer que mantuviesen pagando a una panda de vagos mientras todo se iba poco a poco a la ruina. En ese tiempo no fui si quiera capaz de recoger mi salario, prefiriendo dejarlo como fondo para los problemas que pudiese haber.

La ópera había hecho pruebas para colocar a nueva gente en los puestos que fueron quedando libres, desde la lavandería hasta nuevos cantantes principales, no dudando en esta ocasión entre los que servían a los que no. Los nuevos empleados eran agradecidos, y confiaban en tener un dinero en sus bolsillos por hacerlo bien, cosa que agradecía enormemente. Los trabajos eran eso: dar y recibir. No únicamente dar y huir con lo poco que se tiene en mitad de un espectáculo, dejando todo a medias y con el caos que ese acto podría generar.

Me chasqueaba la mandíbula al saber los males que ya habíamos pasado, y lo que todavía nos quedaba por aguantar, aunque ya no fuese un problema el dinero que entraba a al organismo. La única persona que no pude mover de su sitio fue a la Prima Donna: Carlotta Giudicelli, y tenía que admitir a regañadientes que en verdad era por toda la gente que venía a verla. La dichosa mujer tenía un don de voz, pero sus despropósitos y exigencias dejaban mucho que desear cuando se cerraba el telón, creando disputas donde no las había y reinando a su paso la vorágine.

Los nuevos gerentes también eran unos bastardos con los que tener cuidado, derrochando francos en cada esquina.

La mujer frente a mí debió de adivinar mi aborrecimiento interno, cambiando entonces de tema totalmente:

—De todas formas, no he venido aquí a exasperarte con cosas de la ópera, Erik.

—Me alegro, mi humor no está para ese tipo de conversación. No al menos esta tarde. —Me hice a un lado, apartando la capa para que viese el camino por el que subí—. ¿Deberíamos ir a mi casa? Aquí hace frío —comenté mientras la volvía a ver colocar el chal sobre sus hombros. Llevaba puesto un hermoso vestido casi negro, pero con algo más de brillantez. Le quedaba asombrosamente bien.

—No, no. Lo que en verdad me gustaría es subir. —Señaló arriba—. Quería comprobar, si no te es mucha molestia, la habitación que me mencionaste para la joven de la que te hablé.

Quedé en silencio por un instante. En dos días habría un nuevo más rondando los pasillos de mi ópera, y eso me disgustaba, no cabía duda.

La mujer frente a mí había estado preocupada por el futuro de dicha dama, cargándome con sus penas durante los días que se escribieron. No fui capaz de no ayudarla, pues me había prometido años atrás ser siempre su refuerzo, pero no por ello significaba que tuviese que estar alegre ante lo que se avecinaba o, para el caso, que tuviese que hacerlo de buena gana. Sus absurdas dudas sobre la comodidad de la niña me ponían nervioso, y seguía sin parecerme de buen augurio que viviese en una de las antiguas salas de decorados, a pesar de lo bien adornada que la hubiese dejado. Porque al final había creado un aposento digno de una reina.

En verdad, lo más inteligente sería darle una habitación con el resto de las mujeres del coro, haciéndola convivir con las que serían sus compañeras de profesión. Pues si confiaba lo suficiente en Ann, sería una muchacha con dotes para cantar y nada exigente. No dudaría en echarla en el caso de tener a un ser exigente y rezongón, viniese de parte de quien viniese. Aunque supuse que su nueva cuidadora se ocuparía de ella.

Pero a pesar de todo no fui capaz de decirla que no, y me sentía tremendamente utilizado cuando me moldeó como quiso. Nunca supe cuándo Ann aprendió a usar las palabras correctas contra mí, aunque tenía la breve idea de que la primera práctica para tratar con desquiciados fue su hija, moldeándome con cuidado. Aun dándome cuenta, le permití hacer lo que quiso, rodando únicamente los ojos o soltando pequeños gruñidos a modo de queja.

Tuvo que pasar más tiempo del necesario, pues cuando me quise dar cuenta volvía a llamarme con ansiedad:

—¿Tienes la habitación, verdad? Vendrá en dos días, Erik.

—Claro que la tengo —la contesté con la voz rasposa y ofendida, tragando saliva para que la lengua volviese a coger forma—. Subiremos.

Me coloqué a su lado. A pesar de ver con claridad las paredes, fui con los dedos pegados en la roca, demasiado acoplado a dicha costumbre. La hice saber todas las cosas que conseguí para la joven, escuchando ella con oídos atentos y agradeciéndome cada dos palabras por haberme molestado tanto. Incluso se le ocurrió decir en voz alta que podría pagarme; como si me hubiese gastado lo más mínimo en formar la sala. Eran muebles y decorados de la ópera, yo solo había tenido el detalle de disponerlo de tal forma que pareciese un aposento privado en vez de un sótano donde guardar viejos artilugios.

Al llegar al lugar, arrastrando la piedra en silencio, la indiqué que saliese después de mí, teniendo que bajar un gran escalón y así poder ayudarla, aunque fuese por educación.

—Sabes donde estamos, ¿verdad? —la tuve que cuestionar al verla girar el rostro de un lado a otro.

—Creo que sí —masculló con algo de duda.

Señalé la escalera que bajaba hasta allí a nuestras espaldas.

—Luego lo verás más fácilmente, no te preocupes. Este era el único lugar no demasiado lejano vuestra casa. Además, fue fácil mover varias cañerías de agua hasta aquí.

Fue entretenido llevar agua caliente hasta el lugar, rememorando aquellos momentos cuando me apasionaban las cosas complicadas y duras, teniendo que romperme la cabeza para hacer lo que quería. En general nada me contradecía; y si ese era el caso, terminaría fuera de mi vista.

Con un asentimiento tomé del marco superior de la puerta la llave que la abría, metiéndola en el cerrojo para hacerla girar e introducirnos en su interior. Encendí dos de las luces rápidamente, sobre todo para que mi compañera viese la belleza que hube creado con orgullo, prendiéndose en mi corazón una mecha de auto-aprobación cuando todo resplandeció.

Los muebles estaban limpios y pulidos; la gran alfombra era nueva y las sábanas y mantas sobre la cama lucían suaves a la vista. La muchacha tendría lo necesario, eso sin duda. Lo único que se mantuvo oculto fue el gran espejo de la habitación, y mientras Antoinette se acercaba a cada esquina para comprobar con admiración lo que había allí, prefirió dejar el objeto cubierto con la fea tela que le había puesto por encima.

Que yo desperdiciase mi reflejo no significaría que ella fuese a hacerlo, por lo que tuve la delicadeza de entregarle uno; uno que servía para otras cosas también, pero no me molestaría en dar especificaciones a nadie por el momento. No habría preguntas y así no tendría que contestar: fin del asunto.

Ann corrió entonces al baño, apuntándome mentalmente, mientras tanto, que tendría que traer troncos para llenar la chimenea, cosa la cual hube olvidado.

La sala tenía un olor raro para mi gusto; que no malo, sino raro, que podría ser incluso peor. Esperaba que con la llegada de una mujer eso cambiase, y que tampoco la molestase. Una habitación sin ventanas es difícil de ventilar, y yo no estaba el tiempo suficiente allí como para tirarme horas con la puerta abierta.

Di un salto cuando la dichosa ex-bailarina apareció frente a mí con pasos prestos, habiendo cerrado de un portazo el aseo, ocultando la entrada el biombo. Le dediqué una mirada áspera, ignorándome por completo.

—Es increíble, Erik. Una maravilla por no decir menos. —Incliné la cabeza—. Permíteme que lo que sea que falte aquí, sea yo quien se ocupe ahora. Es injusto que te hagas cargo de algo que ni te va ni te viene.

Di una carcajada seca, llegando hasta el escritorio a nuestro lado. Había sido un mueble sin usar en mi casa, habiendo encontrado el momento perfecto para deshacerme de él sin tener que tirarlo al lago porque ya no me interesase.

—No hace falta que te ocupes de esto, Ann. Tan solo te pido que hagas que la chica sea útil y no una molestia, y sobre todo que no se meta en lugares donde no la convienen —la avisé, ganándome un resoplido por su parte. Estaba más que seguro de que el grupo de bailarinas con el que se juntaría, además del coro, le darían ideas alocadas sobre los secretos que podría contener el edificio. Ya tuve que detener los pies de varios de los nuevos, con amenazas claras, y no deseaba tener que molestarme por alguien más.

—Ya me lo hiciste saber la última vez. Christine es una buena joven. Confía en mí cuando te digo que no te dará problemas.

Mmm…, permíteme dudar. No obstante, no creo que tenga demasiado tiempo para distraerse si hago caso de lo que dices.

La tal Christine buscaba desesperadamente un trabajo. Ann no quiso hacerme saber los íntimos asuntos que la llevaron a pedirle ayuda, dejando a mi temible imaginación volar sobre las posibilidades; pero tras una mirada helada de sus ojos azules, supuse que algo parecido a la culpa era lo que la obligaba a moverse por este sendero, arrastrando lo que eso conllevaba.

Ann soltó de nuevo un suspiro, pudiendo advertir otra vez su expresión preocupada y malestar en el cuerpo. Hacía años que no la veía tan apresurada por las cosas, temerosa porque algo saliese mal. El ballet la mantenía distraída, y si no el Daroga estaría allí para hacerla reír o molestarla, según los aires, pero aquello era diferente. Y no sabía bien cómo animarla.

A pesar de ello, hice lo que pude:

—Tengo la seguridad de que sabrás como ocuparte bien de la joven, y que esta agradecerá cada cosa que hagas por ella.

Me estudió de arriba abajo, con los hoyuelos creciéndole, rezumando de los poros de su piel lo que creí que era desaliento.

Nos quedamos en silencio, juzgándonos por un momento, sin atrevernos a romper lo que nos rodeaba por temor a cortarnos con los bordes que se crearían. Un nerviosismo en aumento comenzaba a arañarme las rodillas, teniendo que cambiar el peso de una a otra.

Tras un instante, del cual creí que fueron horas, fue ella quien atacó al intenso espacio primero:

—Hay algo que nos tiene sofocados. ¿No lo notas? —Se llevó las manos a la enorme trenza por delante de su hombro, retorciendo la punta—. ¿Qué puede ser lo que nos tenga tan malhumorado últimamente? —pareció rogarme.

Seguí estudiando su cara afilada por unos instantes, tomándome más tiempo del necesario para contestar, todavía no sabiendo con certeza lo que quería decir:

—Debe tratarse de una mala racha —me deshice de la culpa enseguida. Pero ella no pareció contenta con aquello, frunciendo el ceño más profundamente si era posible, por lo que, con resignación, le dije lo que había estado cavilando últimamente—: Tengo la sensación de que un gran cambio se acerca —murmuré bajo, llevándome varios dedos al nudo de la corbata.

Inclinó el rostro a un lado, con asombro en su mirada.

—¿Respecto a la ópera?

Me encogí de hombros. Verdaderamente no concebí de dónde procedían los sentimientos que actualmente me abrumaban.

—Respecto a todo.

Desde la huida del anterior gerente, todo había sido una molestia con la que no descansar, y todavía no parecía llegar a aguas calmadas. Llevaba meses durmiendo pequeños periodos de tiempo, lanzándome fuera de la cama, creyendo que el edificio estaba en llamas a causa de los dos patos que habían colocado al mando. No había ni un solo día que mi mente hiperactiva cesase de pensar, y eso mismo se reflejaba en mis composiciones, y en el poco buen humor que tenía ya de por sí.

—Espero que tu instinto de leer el futuro esté atrofiado y te equivoques plenamente —me sonrió entonces, repentinamente de buen humor.

—Una excusa, últimamente muy usada, es que la primavera altera a las personas —me burlé con malicia, consiguiendo que unas risotadas plenas llegasen a animarnos, relajando en tenso ambiente que habíamos creado de repente, dejando atrás por el momento, el desasosiego que nos pinchaba.

Ojalá y hubiese sido la espléndida estación la que nos obligaría a cambiar dos días después.

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¡Allá vamos! Espero que os haya gustado y que disculpéis cualquier error de ortografía que halláis podido ver.

Este primer capítulo no es demasiado largo, pero me parece una estupenda introducción para lo que se avecina.

¡Un besazo y hasta el próximo capítulo!