¡Feliz domingo! Os traigo una mini historia de dos capítulos, inspirada en la película de 1993 "El piano". Su banda sonora es una de mis favoritas, sobre todo "The scent of love", que también usé para escribir uno de mis capítulos preferidos de "Cambio de destino". Esta historia no pretende ganar premios de originalidad: me ha encantado usar los clichés de Crepúsculo y combinarlos con los de la típica novela de Regencia (aunque estrictamente hablando es de época victoriana). Solo pretendo entretener, ya diréis si lo consigo.

Nota: Los párrafos en cursiva corresponden a un diario que escribe Bella.

Agradecimientos: Gracias a mi prelectora Nury y mi beta Ebrume por su gran ayuda, como siempre. A Meyer por prestarnos sus personajes. Y también a las lectoras que todavía seguís ahí.

Advertencias: Lectura no apropiada para menores de edad. Todos humanos.

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EL PIANO

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Capítulo 1

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—Señorita Swan. Tiene una visita. —Cameron, el mayordomo, me entrega una tarjeta.

Tía Rachel alza la mirada de su costura y aprieta los labios, enarcando una ceja. Hoy no es día de recibir visitas, además no es correcto presentarse sin avisar con antelación.

—Jacob —murmuro al leer el nombre del visitante.

—¿El señor Black? ¿Ha vuelto ya de su viaje a la India? —pregunta tía Rachel con curiosidad.

—Eso parece. Creía que llegaba la semana que viene. —Me levanto de un salto y me detiene el fuerte carraspeo de mi tía.

—Isabella, siéntate —ordena—. Cameron, haga pasar al señor Black y traiga un refrigerio, por favor. Parece que el señor ha olvidado sus modales allende los mares, pero tú tienes que dar ejemplo.

Contengo un suspiro, me siento con la espalda bien recta bajo la mirada severa de mi tía y escondo el libro que estaba leyendo. Aliso la falda y cruzo mis manos en mi regazo, aguardando con impaciencia. Hace tres años que no veo a mi amigo de la infancia. A uno de mis dos amigos. Al otro, Edward, hace mucho más. Suspiro y me obligo a no pensar en él. Todavía le echo de menos, pero parece que él a mí me olvidó hace tiempo. Por lo menos, Jacob me recuerda.

Jacob entra en el salón de casa y nos regala una graciosa reverencia. Tras los saludos de rigor me toma la mano y la besa con suavidad durante más tiempo del que mi tía considera correcto, porque vuelve a carraspear.

«Cielo santo, soy una solterona de veinticuatro años. ¿Hasta cuándo se supone que tengo que tener carabina?». Mi tía no me dejaría sola con un hombre, aunque sea un amigo de toda la vida, ni por todo el oro del mundo.

Me resulta difícil reprimir el grado de confianza que tengo con mi amigo, aunque mirándolo bien, tan moreno y alto, tengo que decir que queda poco en él del Jake de mi infancia. Él es hijo de un comerciante de sedas con una vasta flota de barcos. Edward Cullen, Jacob Black y yo nos hicimos amigos durante las temporadas que nuestras familias pasaban en Londres, gracias a la estupenda relación que tenían y tienen nuestros padres. Todo cambió cuando llegamos a la adolescencia: a partir de entonces mi amistad con los varones fue considerada «peligrosa», ya no éramos unos niños y yo debía cuidar mi reputación. Dejamos de vernos a solas y únicamente nos relacionábamos en eventos sociales.

Fue durante un soporífero concierto en la mansión de lady Stanley donde Edward me dio mi primer beso, un beso robado en el balcón, como en una de mis novelas preferidas, Romeo y Julieta. Mi piel todavía se eriza de placer al recordarlo. De pronto me siento mal por pensar en otro hombre y me obligo a centrarme en la sonriente cara de Jacob. Mi amigo ha atravesado océanos y países durante estos tres años, y nos relata divertidas y emocionantes anécdotas sobre China y la India. Mi tía se escandaliza con alguna que otra historia pero le brillan los ojos de emoción, como a mí. Escuchar a Jake es mejor que leer una novela de Dumas.

Sí. Me gusta leer, pero se supone que no debo decirlo porque eso asusta a los pretendientes. ¡Como si a estas alturas me quedara alguno! Creo que ya los asusté a todos. Si mis cálculos no fallan, a partir de esta temporada seré oficialmente una solterona, y eso me hace muy feliz. Mis padres se empeñan en que me case y tenga hijos, por supuesto. Sé que en todo este asunto me estoy comportando como una egoísta, pero no puedo soportar la idea de ser propiedad de un hombre. Cuando te casas dejas de ser dueña de tu vida, tus posesiones y de ti misma... Y, en algunos casos, hasta de tu propia alma. Me han dado una buena educación y mi padre, aunque reticente, me está enseñando a llevar las tierras. Le he dado una aceptable razón: cuando yo muera la herencia seguirá en la familia Swan gracias a mis numerosos primos. ¿Qué importa que yo no tenga herederos directos? Al fin y al cabo, si me caso todo pasará a ser de mi esposo.

—Háblame de ti. No me esperaba encontrarte en casa de tus padres —dice mi amigo observando mis manos. No hace referencia grosera a mi soltería pero queda claro lo que quiere decir. Cuando voy a contestarle veo un extraño brillo en sus ojos oscuros, algo que hace que el vello se me ponga de punta. Me tenso sin saber por qué. En aquel momento entra la doncella con una bandeja de té.

—¿Por qué no iba a estar aquí? —respondo al fin—. Tengo una buena educación, que obtuve en el Queen´s College, y ya tengo edad para ayudar a mis padres a llevar su patrimonio.

Las cejas de Jacob se disparan hacia arriba al tiempo que a tía Rachel le entra un ataque de tos. Como no tengo un abanico a mano y el té aún quema, tomo el libro que tengo escondido tras el cojín del sofá y la abanico con él.

—Será demasiado para ti —dice Jacob con aire de superioridad—. Necesitas la ayuda de un hombre. Las mujeres conocéis los entresijos de la economía doméstica, pero llevar unas propiedades necesita no solo conocimiento sino también autoridad. —Las palabras de Jacob las he oído tantas veces que me atraviesan sin dejar el más mínimo poso salvo pura decepción. Y entonces le suelto la respuesta que siempre tengo en la punta de la lengua.

—Por supuesto, por eso en nuestro país no gobierna la reina Victoria sino el príncipe Alberto.

—Basta, Isabella —espeta mi tía al oír mi sarcasmo.

—La autoridad de la monarquía viene de Dios —dice el que era mi amigo, muy serio—.Y también la del hombre como cabeza de familia. —De pronto mira el libro que tengo en la mano y parece faltarle el aire—. ¡Cielo santo! ¿El origen de las especies? ¡Isabella, Darwin es un blasfemo!

Está tan ofuscado que decido dejar esta conversación. En mi interior acabo de decidir que no me gusta el nuevo Jacob. Nada.

—No lo estaba leyendo, es de un amigo de padre, que se lo dejó aquí —miento.

Es normal que él no lea a Darwin, no es plato de todos los gustos, pero no entiendo que le ofenda tanto que yo lo haga. Parece que quiera quemar el libro y reducirlo a cenizas, así que lo dejo de nuevo tras el cojín y me levanto. Como caballero que es, él me imita, y también tía Rachel. Entonces acudo a lo que suele funcionarme. Le dirijo una sonrisa coqueta ladeando la cabeza y lo invito con voz suave a pasear conmigo por el jardín. Él, más calmado, me ofrece el brazo. Tía Rachel nos sigue a una distancia prudencial. Mientras paseamos vuelvo a centrar la conversación en él, un tema que parece menos espinoso. Se nota que le encanta hablar de sí mismo, y se explaya sobre los entresijos de su negocio, porque ya es casi suyo, ya que su padre lo ha dejado en sus manos. Parece que no se da cuenta de que comprendo todo lo que me está explicando, lo que dice y lo que calla, hasta el punto de que tengo que interrumpirle, incrédula.

—¿Entonces, ya no solo comerciáis con sedas? ¿También con opio?

Me mira condescendiente y un poco a la defensiva.

—Desde que ganamos la guerra a China, el comercio del opio es lo más lucrativo que hay en este momento.

—¿Tu padre lo sabe? —Sé que tiene problemas de salud, y me temo que no debe de tener pleno conocimiento de las actividades de su hijo.

—No hemos dejado la seda —elude la respuesta—, además el opio es legal.

—¡Pero sabes lo que produce, Jacob!

—También se hacen medicamentos con él —se defiende—, y gracias al opio las ganancias ahora son… oh, perdona. No es de buen gusto hablar de dinero. Pero… —se detiene delante de mí y toma mis manos entre las suyas, enormes y ásperas. Sus ojos se vuelven ardientes— solo quería decirte que ahora tengo mucho que ofrecerte.

Escucho un jadeo tras de mí. Tía Rachel debe de estar a punto de que le dé un vahído. Decido cortar por lo sano.

—Jacob —lo miro a los ojos—, eres muy amable pero… no quiero que me ofrezcas nada. Ya tengo todo lo que quiero.

Sus ojos se entrecierran y se echa hacia atrás como si le hubiera abofeteado. De pronto parece ponerse una máscara y me sonríe, pero solo es una mueca, parece un lobo a punto de atrapar a su presa.

—No te estoy pidiendo nada, Isabella. Solo que pienses en mí como posible pretendiente.

De pronto tengo la desagradable sensación de que mi amigo de la infancia está oculto bajo un muro inexpugnable: ahogado, silenciado y probablemente olvidado.

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Mayo de 1869

Padre y madre han rechazado la petición de Jake para cortejarme, gracias a Dios. Al principio les pareció bien, pero cuando investigaron lo del opio pusieron el grito en el cielo. No me esperaba otra cosa. El dinero de los Black es dinero sucio. Por más que sea legal, a muchas personas les parece repugnante lucrarse con algo que hace tanto daño.

Por lo menos, ahora puedo estar tranquila. Mi soltería no corre peligro.

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Los candelabros iluminan el enorme salón donde las parejas giran al ritmo del vals. Yo las miro desde mi rincón, sentada entre tía Rachel y una anciana condesa. Mantienen una animada conversación sobre temas insulsos mientras yo solo pienso en marcharme a casa. No he podido convencer a madre de que me deje quedarme en el campo y hemos venido a Londres para la que, estoy rezando por ello, será mi última temporada. Este año cumplo los veinticinco, y espero que para entonces mi familia pierda la esperanza de casarme. Lo tengo todo a mi favor: no soy buena conversadora, por lo menos no de los temas de los que hablan las mujeres. También me siento insegura en público, y mi timidez y mi mutismo no contribuyen a hacerme atractiva. Si algún hombre se atreve a traspasar la mala primera impresión que doy, lo asusto con referencias a todos los libros que he leído.

Miro un pequeño reloj que llevo en el bolsito y sonrío disimuladamente. Llevo un buen rato en el baile y el pequeño carnet que cuelga de mi muñeca está inmaculado. Este año voy a superarme.

Unos pies se acercan a mí, he cantado victoria demasiado pronto. Levanto la mirada y veo a Jacob tendiéndome la mano.

—Señorita Swan. ¿Me concedería este baile?

Estoy a punto de negarme pero no puedo, quizá mi última impresión de Jake fue un error. Sonrío y asiento, tomando su mano con el deseo de que aquel niño que tenía tantos deseos de aprender y jugar como yo vuelva a la superficie. Jake y yo nos movemos por la pista y la música me libera. Sonrío y él me sonríe.

—¿Aún tocas el piano? —pregunta. Mi falda se enreda entre sus piernas y crea una sensación de intimidad que de pronto me disgusta.

—Sí, pero no en público.

Frunce el ceño.

—¿Por qué no? De niña tocabas muy bien, y en el College estudiaste música, si no me equivoco.

—Ha pasado mucho tiempo. Ahora ya no puedo tocar si hay gente escuchando. Es algo demasiado… íntimo —digo sonrojándome. Él no lo entiende, y no voy a explicárselo.

—¡Qué tontería! —desdeña. Mira hacia la zona del salón donde sirven las bebidas—. Tus padres no me aceptaron como pretendiente —comenta de pronto clavándome su oscura mirada. Vuelvo a sentir el escalofrío, es como si mi cuerpo se alarmase antes que mi mente. Pero… ¿de qué se alarma?

—Lo sé. —No se me ocurre nada más que decir.

—No importa. Si algo me han enseñado los negocios es a ser paciente.

El vals ha cesado. Estamos cerca de uno de los balcones que dan a los jardines de la mansión de los Stanley. Por las puertas abiertas se cuela el aire fresco de la noche, resulta vivificante. Jacob se dirige a por bebidas y me trae una copa de ponche, él tiene una de champán. Estoy tan acalorada y sedienta que vacío la copa casi sin respirar.

—Este ponche sabe un poco amargo. —Tuerzo el gesto dejando la copa en la bandeja del primer camarero que pasa cerca. Jacob vacía también la suya, la deja y me ofrece el brazo.

—Vamos a respirar aire puro. Quiero que me expliques eso de que no tocas delante de gente. Es malgastar un don. Cuando éramos niños, tu música conseguía que Edward y yo dejáramos de pelearnos.

Una serie de imágenes invade mi cabeza. En todas ellas hay un niño de ojos verdes que ríe, juega y corre, lleno de vitalidad y alegría. El mismo que años después me besa con suavidad en los labios. Contengo el aliento al igual que la intensa añoranza que despierta en mí. Hace años que no veo a Edward, quizá ahora me repelería de la forma en la que lo hace Jacob.

Prefiero no averiguarlo.

La noche está cargada de silenciosas conversaciones, susurros de hojas acariciándose gracias a la brisa, y un aroma floral que proviene de los cuidados jardines que observamos desde el balcón.

Mi piel comienza a hormiguear, como si la brisa tuviera dedos y estuviera tocándome. Bajo la mirada para asegurarme de que Jacob no está rozándome pero compruebo que, aunque está a mi lado, se mantiene apartado. Una voz dentro de mí me advierte que debería preocuparme porque me noto extraña, pero me siento tan bien que mi cuerpo no obedece. Soy más feliz que en meses. Todas las preocupaciones han desaparecido y el futuro se presenta prometedor.

Jacob se inclina y me susurra al oído.

—Estos jardines son hermosos. ¿Te gustaría pasear por ellos?

—No es conveniente ir solos… —Me giro buscando a mi carabina.

—Oh, vamos —me interrumpe—, están llenos de invitados paseando, ¿lo ves? —Hace un gesto con la mano. Yo miro hacia abajo y no veo a nadie, pero de repente no me importa.

—De acuerdo.

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Junio de 1869

Mi vida es un desastre.

¿Quién iba a imaginar que pasaría esto? Odio a Jacob. El buen nombre de mi familia se ha visto manchado por mi conducta, y es posible que me vea obligada a casarme con él. No puedo soportarlo, estoy segura de que aquella noche me drogó, pero poca gente me cree. ¿Quién va a creer a una solterona «desesperada» por encontrar marido? Aquel sabor tan extraño del ponche, ahora lo sé, era opio. He probado el sabor del láudano y es igual. Si hubiera estado en mis cabales no habría aceptado su invitación para pasear por los jardines ¡solos! No la habría aceptado de nadie, pero menos aún de él. Mi mente no puede revivir con claridad los recuerdos de aquella noche, pero sí claramente el momento en que lady Stanley y lady Clearwater, las chismosas oficiales del Imperio británico, lo descubrieron abrazándome y besándome en la penumbra de una de las avenidas principales de los jardines. Mi nombre se ha visto comprometido por el escándalo, y la única forma de limpiar mi honor y borrar los rumores es el matrimonio. No quería ser propiedad de ningún hombre y voy a serlo del peor.

El Cielo me asista.

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—El señor desea verla en su despacho, señorita Swan. —La doncella me hace una reverencia y se retira. Por un momento me ha parecido que en sus ojos brillaba la compasión. Desde que ha vuelto de su viaje, Jacob ha demostrado la clase de hombre en la que se ha convertido, y el servicio siempre es el primero en enterarse de los trapos sucios de la gente. Por eso en casa nadie me juzga, ni siquiera mis padres. Me creen cuando les digo que Jacob me drogó, pero si la sociedad me trata como a una furcia no podré llevar la hacienda familiar como pretendía. Nadie me respetará. Padre y madre está muy preocupados porque no quieren entregarme a Black, pero no parece haber otra solución. He estado pensando que podría irme del país. Tengo familia materna en Italia, podría permanecer allí durante unos años, hasta que todo se olvidara. Quizá tía Rachel querría acompañarme, la pobre se siente responsable por haber bajado la guardia durante los minutos en que los que Jacob me tendió la trampa.

Mi cabeza no para de darle vueltas a las posibles soluciones mientras camino hacia el despacho de mi padre. Llamo a la puerta y espero a escuchar su permiso antes de entrar. Charles Swan está sentado en su sillón favorito, con una copa de lo que parece brandy en la mano, y veo por su ceño fruncido que no tiene buenas noticias. Mis piernas tiemblan cuando me siento en el sillón que me señala y mi corazón late tan fuerte que me cuesta oír sus primeras palabras.

—Lo siento, padre, ¿puede repetirlo?

—He recibido un telegrama de Italia.

De pronto me parece que puedo respirar de nuevo. ¿Italia? ¿La familia de mi madre ha sido informada del problema y me acoge en su hogar? Pero entonces, ¿por qué padre parece preocupado?

—Isabella, no me estás escuchando.

—Perdone, padre. —Trago saliva—. Hace días que no soy yo.

Me mira con cariño y respira profundamente, aunque el ceño no desaparece de su cara.

—Siento que tengas que irte tan lejos. Eres mi única hija y te voy a añorar mucho, y tu madre también, pero es la mejor solución. Mejor que casarte con Black.

—¿De qué está hablándome, padre?

—¿Recuerdas a Edward Cullen? —Asiento confusa. No sé qué tiene que ver él en esto—. Me ha pedido tu mano.

Esta vez me he quedado literalmente sin voz. Por más que jadeo me parece que no puedo respirar lo suficiente, el corsé parece una serpiente enroscada en mi pecho y la vista se me nubla hasta que todo es negro.

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Diez de julio de 1869

El viaje hasta Florencia está siendo una tortura. Tía Rachel no opina lo mismo, quizá porque ella no se pasó los primeros tres días devolviendo todo lo que entraba por su boca hasta que solo restaba la amargura de la bilis. Los siguientes días tras acostumbrarme al vaivén del barco los pasé dándole vueltas a mi situación actual. Podría pensar que el Cielo me está castigando por soberbia y mala hija. Si hubiera aceptado a alguno de mis primeros pretendientes, uno al que supiera manejar con inteligencia, ahora no estaría en esta situación. Tengo miedo de que mi amigo de la infancia, mi primer amor, haya cambiado tanto como Jacob.

Me resulta completamente irreal, como si aún estuviera bajo los efectos de alguna droga, ser la esposa de Edward Cullen.

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Según me contó mi padre, Edward vino a verle hace unos años, antes de marcharse del país, y le dijo que si alguna vez yo necesitaba cualquier cosa no dudase en acudir a él. En aquel momento mi padre lo miró con condescendencia, pero no se lo pensó dos veces cuando sucedió lo de Jake, y le escribió una carta contándole la situación.

Al contrario de lo que mi padre esperaba, no me disgustó que lo hiciera sin comentármelo, y no discutí la posibilidad de otras opciones: les había fallado a mis padres y les había hecho quedar en evidencia delante de la alta sociedad. Lo único que podía hacer por una vez era ser una hija obediente y tomar la mano que se me ofrecía: me iría del país y al mismo tiempo tendría un esposo. Alguien con el prestigio de la familia Cullen daría autenticidad a mi versión de víctima inocente y además les quitaría a mis padres el lastre de una hija con la reputación manchada.

A Edward nunca le preocupó demasiado lo que pensaran de él, pero es cierto que su gesto al tenderme una mano junto a los numerosos enemigos que está ganándose Jacob con el paso de los días ha logrado que en poco tiempo yo aparezca como la inocente que soy. Pero aún no entiendo que Edward le hiciese aquel ofrecimiento a mi padre sin decirme nada a mí, como si fuera un caballero de brillante armadura yendo a rescatar a la doncella. El hombre que todavía aparece en mis sueños con el aspecto desgarbado de un adolescente se marchó del país cuando sus padres murieron de fiebre tifoidea, hace ya más de cuatro años. Su hermano mayor, Emmett, administra desde entonces el legado de los Cullen, y mi antiguo amigo se marchó a unas posesiones que heredó en Italia.

Se marchó sin avisar, sin decir adiós, sin una carta. Y ahora pretende ser mi salvador.

Una voz en mi interior, dulce y engañosa como la de las sirenas, me susurra que se ha casado conmigo porque le intereso, pero la desprecio de inmediato. Si hubiera querido casarse conmigo en persona y no por poderes habría recorrido la distancia que nos separa y me habría llevado con él. Por el contrario, a él lo sustituyó un abogado con una enorme barriga y la nariz colorada de haber bebido demasiado oporto.

El colmo del romanticismo.

Suspiro. Imagino que todo eso no importa. He de comportarme como una adulta. Esto es un matrimonio de conveniencia como tantos otros. Ayudaré en la administración de la casa, en todo lo que pueda, y espero que Edward no pretenda que cumpla con mis otras obligaciones. He leído en algún libro de medicina cómo se hacen los hijos y me ha parecido asqueroso. Sé que muchas mujeres se sienten felices de que sus maridos las dejen en paz y busquen amantes, y lo entiendo. El pensamiento de que Edward me obligue a cumplir mis deberes de esposa me inquieta, y no por primera vez.

Podría hacer conmigo lo que quisiera. Solo espero que no quiera nada.

Llegamos a Florencia un soleado día de verano. La nueva capital de Italia nos recibe con indiferencia, la misma que ella me despierta. Sé que tiene fama de ser muy hermosa pero en estos momentos odio todas las capas de ropa que llevo puestas y a todos sus habitantes. ¿Cómo pueden soportar este calor? ¿Qué extraordinario don tienen las damas florentinas para no caer desmayadas bajo el peso de este sol de justicia y sus ropajes? La mezcla de olores y ruido me parece insoportable y de pronto siento miedo, mezclado con una intensa añoranza de mi país. Por un segundo me planteo si no hubiera sido mejor casarme con Jacob y quedarme en Inglaterra cerca de mis padres, pero me doy cuenta de que solo estoy cansada y de mal humor. Estoy a punto de volver a ver a Edward tras muchos años y la ansiedad me corroe.

Tía Rachel y yo miramos a nuestro alrededor dentro del atestado recinto de la estación de trenes, pero no vemos ninguna cara conocida. Nuestro equipaje es descargado y esperamos de pie durante un tiempo que se me hace eterno. Me siento sola y agradezco en el corazón la compañía de mi tía, aunque la mayoría de veces sea una cascarrabias. Un criado se acerca a nosotras con un cartel donde pone «Señora Cullen» . Bien, esa soy yo. Chapurrea inglés y nos pide que le acompañemos. Cuando me doy cuenta de que mi marido no se ha dignado venir a recibirnos reprimo las ganas de llorar. Me muerdo el labio para impedir un comentario sarcástico. Un caballero y más un amigo habría venido a recibir a una dama después de tan largo viaje. Pero quizá él ya no es ninguna de las dos cosas.

En el carruaje tía Rachel no deja de parlotear sobre el viaje, el calor que hace, criticando lo morena que está la gente del lugar, la manera en que se mueven y hablan, y de vez en cuando apreciando la hermosa arquitectura de la ciudad. Cierro los ojos y finjo estar dormida para no escucharla mientras siento cómo mi anillo de boda parece pesar demasiado.

El carruaje se detiene y tomo aire. Abro los ojos, mi cuerpo tiembla mientras me asomo por la ventanilla. ¿Estará Edward esperándome? ¿Cómo será ahora? ¿Habré salido del fuego para caer en las brasas?

Para mi alivio y a la vez decepción, solo hay dos criados con sendas sombrillas esperando fuera de la mansión. Nos ayudan a descender del vehículo mientras el sol cae sobre nuestras cabezas sin piedad, parece atravesar el sombrero y la sombrilla. Siento que me mareo, ignoro la hermosa arquitectura de la villa florentina mientras me dirijo hacia el interior del edificio con paso inseguro. Solo siento los latidos de mi corazón sacudiendo mi cuerpo.

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Veinte de julio de 1869

Edward no está. Todavía no sé cómo sentirme al respecto. Nos recibió todo el servicio de la villa en el enorme vestíbulo decorado con estatuas de tipo clásico. Saludamos a todos y todos nos fueron presentados, desde el mayordomo a los jardineros pasando por las doncellas y cocineras. Pero mi flamante esposo brillaba por su ausencia. Ni siquiera me dejó una carta. Fue el mayordomo quien me informó de que el señor estaba en viaje de negocios y de que podía disponer de toda la propiedad a mi placer.

A veces temo que él piense eso de mí misma.

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Unos labios suaves acarician los míos. Un dulce aliento calienta mi piel hasta hacerla arder. Un aroma añorado invade mis fosas nasales. Mi cuerpo es blando y moldeable como arcilla fresca en sus brazos. La dulce sensación me invade y busco más, quiero más, pero no sé cómo encontrarlo.

Despierto jadeando y me incorporo. Estoy sudando. Hacía tiempo que no tenía este sueño tan vívido. Normalmente solo sueño con el beso de Edward en forma de sensaciones elusivas e imágenes borrosas, pero esta vez me he superado. El realismo del sueño era tal que las sensaciones aún persisten en mí y creo que continuaré sintiéndolas mañana por la mañana. Salgo de la cama y me asomo a la ventana abierta para respirar el aire fresco del exterior, impregnado del aroma a flores de los jardines. Ahora que es de noche parece más intenso.

La marca imborrable de Edward produce extraños efectos en mí. Me siento inquieta y anhelante. De pronto mi vello se eriza y siento una presencia en el dormitorio. No sé qué hacer. Pueden ser imaginaciones mías, pero ¿y si es él? O peor, ¿y si no lo es?

Tardo unos segundos en reunir el valor necesario para girarme.

No veo a nadie. Pongo la mano en mi pecho e intento controlar mi respiración. La espera me está desquiciando.

—Isabella. —La voz profunda rasga el silencio como un trueno, aunque las palabras han sido pronunciadas casi en un susurro.

Mis piernas fallan al tiempo que suelto un grito, apagado velozmente por una fuerte mano. Un brazo de hierro me sujeta para que no caiga.

—Soy Edward —susurra en mi oreja—. Tranquila. Siento haberte asustado.

A pesar de que sigo al borde del colapso no puedo evitar deleitarme en su aroma. Mi corazón vuelve a latir enloquecido y me he llevado un susto enorme, pero aquí estoy, disfrutando de su contacto y de su perfume, como si no hubieran pasado seis años.

Me abraza contra su pecho y me arrulla hasta que nota que me tranquilizo.

—¡Me has dado un susto de muerte! —protesto cuando por fin puedo hablar—. ¿Qué hacías aquí en mi habitación? ¿Cuándo has llegado?

—Son demasiadas preguntas —vuelve a susurrar en mi oreja y me aprieta contra su cuerpo. Noto algo duro contra mi vientre y me asusto porque creo que sé lo que significa. Está excitado y viene a reclamar lo que es suyo. De forma instintiva me aparto de él pero me sujeta las muñecas. Tiemblo de miedo, indignación y otra extraña emoción en la que no deseo indagar. ¿Esto es lo que me espera? La rabia y la frustración se apoderan de mí, superando al miedo.

—El Edward que conocí no sería capaz de violar a una mujer —espeto. Escucho que suelta el aliento lentamente como si estuviera haciendo un gran esfuerzo para contenerse.

—El Edward que conociste ya no está —murmura. Entonces me suelta. Estoy a punto de caer y apoyo las palmas de mis manos contra la pared.

Edward enciende el quinqué y pasea sus ojos verdes por mi cuerpo de arriba abajo, haciéndome plenamente consciente de que voy en camisón. Él lleva todavía la ropa de viaje puesta. Yo también lo observo con detalle y contengo el aliento. Está más guapo que nunca. Aquel adolescente desgarbado es ahora un hombre alto de anchos hombros y rostro cincelado, como una de las esculturas de estilo clásico que pueblan la villa. Sus ojos parecen encender cada parte de mi cuerpo mientras lo recorren, es una sensación nueva para mí. De pronto él se acerca, acuna mi cara entre sus grandes manos, y deposita un beso tan tierno como una caricia de la brisa en la piel que, sin embargo, consigue dejarme sin aliento.

—Ya no soy aquel chico, soy un hombre. Pero jamás te haría daño —dice. Sin darme tiempo a reaccionar da media vuelta y desaparece de nuevo en la oscuridad de la noche. Escucho el clic de la puerta al cerrarse; de repente la habitación se vuelve más inhóspita y me abrazo a mí misma, sintiendo frío.

Me levanto por la mañana pensando que lo de anoche fue un sueño. Rozo mis labios con las yemas de los dedos, como un pobre remedo de la caricia de Edward. Suspiro largamente. No creo que haya soñado una escena así, no se parece en absoluto a ninguno de los sueños que he tenido con Edward. Miro mis muñecas, como si esperase encontrar ahí la marca de su agarre, pero no fue tan duro.

No sé qué hacía en mi habitación, a oscuras, y no sé por qué parecía de forma sucesiva feliz, enfadado y de nuevo feliz. Sus cambios de humor siempre me habían dejado confusa pero ahora es peor. ¿Qué quiere de mí? Ayer se controló, pero ¿debo creer que pueda controlarse siempre? ¿Debo tenerle miedo? No puedo evitar pensar de nuevo en cuánto ha cambiado Jacob, y si a Edward le habrá sucedido lo mismo.

Decido que iniciar mi rutina diaria de aseo será lo mejor para calmarme. Me lavo la cara con el aguamanil y me miro en el espejo del tocador. Mi cabello castaño rojizo cae por mi espalda en ondas brillantes, tengo la piel pálida y satinada y mis ojos oscuros destacan en mi rostro por su color, o eso me dicen. No soy una mujer hermosa, pero sé que les resulto atractiva a algunos hombres… hasta que me oyen hablar. Me seco con una toalla pequeña y me siento en mi cama con ella entre mis manos. La estoy retorciendo sin apenas darme cuenta. Quizá debería hacer eso con Edward. Asustarlo como he hecho con otros hombres, resultarle repelente. Seguro que alguien como él tiene ya amantes que lo satisfagan.

Inesperadamente, mi estómago da un vuelco y siento una súbita náusea al imaginarlo con otra mujer. Una parte de mí piensa que estoy sacando las cosas de quicio. Seguro que podemos hablar, ponernos al día, retomar nuestra amistad y sí, quién sabe, con el tiempo a lo mejor llegar a tener algo más. Sería como estar prometidos, como un cortejo, pero empezando por el final. Somos adultos, no unos críos como cuando nos separamos.

Bajo las escaleras, sintiéndome más liviana que en semanas, y entro en el comedor para que me sirvan el desayuno. La mesa está vacía. Bien, está tía Rachel, pero no era a ella a quien pensaba ver.

El mayordomo me informa de que el señor ha salido y me tengo que morder el interior de la boca para no soltar el veneno que de pronto me corroe las venas. Prefiero tragármelo yo aunque sea por orgullo. Lord Misterioso acaba de llegar y se marcha sin esperar a verme. Estoy tan furiosa que si lo tuviera delante lo abofetearía. Suelto una excusa y salgo por la puerta. Necesito que me dé el aire, y si ahora desayunara vomitaría.

Abro mi sombrilla y me dispongo a pasear por los hermosos jardines. Hace calor a pesar de ser temprano, y pronto tengo que sentarme para recuperar el aliento. Maldigo en voz baja y decido que cuando tía Rachel se vaya me quitaré el corsé. Dudo que mi esposo se dé cuenta. Me abanico a la sombra de una preciosa glorieta que ayer descubrí en el corazón de los jardines y cierro los párpados.

—El señor no ha tardado en recuperar sus viejas costumbres.

El jardinero habla en italiano y en voz alta. Cierto que no me ha visto, pero si supiera que entiendo el italiano probablemente moderaría el volumen de su voz. Sí, he sido mala, todos ellos hablan algo de inglés, pero no saben que entiendo su idioma. Este asunto ha sido tan turbio desde el principio que pensé que no podía desaprovechar esa ventaja. Están hablando de Edward y eso hace que aguce mis sentidos.

—¿A qué te refieres? —pregunta su ayudante.

—A pesar de que volvió de su viaje ayer de madrugada, se ha marchado temprano. He oído decir al cochero que iba a visitar a su querida.

—¿Va a ver a su amante? ¿Qué recién casado hace eso? —Siento un profundo agradecimiento al notar el tono indignado de esta voz, más juvenil.

—Oh, vamos, no es la primera vez que lo hace —dice el jardinero con la superioridad de alguien que sabe más que su interlocutor—. Sabes que nada más casarse pasó dos días con ella.

El golpe es tan fuerte que hasta a mí misma me sorprende el dolor que siento en el centro de mi pecho. Me esfuerzo en controlar mi respiración, que noto tan acelerada que sé que de seguir así me desmayaré.

—Pero ahora es distinto. Ella está aquí —dice el ayudante—. Es una falta de respeto.

—Mi esposa me cortaría las orejas y lo que no son las orejas si yo hiciera eso —responde con indiferencia el otro—. Pero sabes que la mayoría de matrimonios de los señores son así. He oído que a algunos no les importa poner los cuernos a su mujer incluso en su propia casa. Espero no volver a encontrar al señor follando en los jardines.

Me tapo las orejas para no oír nada más. Tengo ganas de vomitar, se me nubla la vista, así que me tumbo en el banco de la glorieta y me esfuerzo por no pensar en nada. Ojalá pudiera borrar esas palabras de mi mente. Duelen tanto que siento malestar físico. Me afecta demasiado, y no sé por qué. No sé qué esperaba. De hecho, deseaba que fuera así.

O eso creía.

Cuando por fin me encuentro en condiciones de volver a la mansión y lo consigo me encierro en mi dormitorio todo el día. Derramo todas las lágrimas que he estado conteniendo, parece increíble que no tengan fin. No sabía que se podía llorar tanto. Quiero quedarme en esta cama y no salir jamás.

Tía Rachel viene a verme cuando rehúso bajar a cenar. Me mira con preocupación.

—¿Te encuentras mal? ¿Quieres que llame al médico?

Me he puesto la bata encima del camisón y me he sentado en la butaca para tener mejor aspecto cuando la recibiera, pero no he tenido mucho éxito.

—Gracias, tía, no es necesario. Mañana estaré bien.

—Qué inoportuna indisposición, el día que llega tu esposo. Acaba de volver de los asuntos que le han estado ocupando todo el día y ha preguntado por ti.

«Asuntos».

—No deseo verle con este aspecto. Creo que me acostaré otra vez —me pongo de pie para indicarle que se marche y ella lo entiende. Se levanta también y me toma las manos. Me mira con más cariño que nunca.

—Soy una solterona y sé que no soy la más indicada para dar consejos a una recién casada, pero me duele verte así. Creo que has de tener paciencia con tu esposo. Eres una mujer inteligente. Sabrás adaptarte a esta situación y salir adelante.

Agradezco su preocupación con una sonrisa forzada y me dirijo a la cama mientras ella se marcha.

Es ya de noche cuando escucho la puerta abrirse. No me hace falta darme la vuelta para saber que es Edward. Mi cuerpo lo presiente.

—¿Vas a comportarte como una niña mimada? —dice.

Está enfadado y eso enciende mi ira, prefiero eso que llorar. Me levanto y me pongo la bata en silencio. No quiero seguir en la cama ahora que él está en mi dormitorio. Me siento en la butaca y miro hacia el balcón. La luna nueva hace que las estrellas brillen más. Aquí brillan más que en Londres. Son más hermosas.

Oigo que suspira. Enciende el quinqué con movimientos lentos, como si quisiera prolongar el momento.

—¿Estás así por lo de anoche? —dice. Se acerca y arrastra una butaca, se sienta frente a mí para obligarme a enfrentarlo.

Al contrario que Jacob, del que me costaba distinguir las intenciones, Edward nunca se ha andado con rodeos. Yo solo quiero que se vaya, así que voy a imitarle. Estoy demasiado cansada para ser suave.

—Quiero que te vayas de mi habitación. Este matrimonio es una farsa —digo mirándole a los ojos—. No hace falta que simules tener interés por mí.

Percibo su ira y me da la sensación de que la temperatura de la habitación ha subido varios grados.

—No es tu habitación sino mía. Y tú también eres mía.

Se me escapa una risa amarga. Parece el malo de una novela de Dickens. Estoy tan cansada...

—De acuerdo, Edward. —Me levanto y me quito la bata. Me tumbo en la cama boca arriba y cruzo las manos sobre mi abdomen. —Haz lo que quieras, si esa es la condición para que te vayas. —Estoy furiosa pero consigo que mi voz no tiemble.

Mi corazón se acelera cuando veo que él, que va en mangas de camisa, empieza a desabotonarla lentamente. Mi furia se transforma en miedo; parpadeo sin saber qué hacer. No pensaba que sería tan canalla de aceptar mi ofrecimiento.

Nunca he visto a un hombre desnudo y por lo que sé muchas casadas tampoco, pero a pesar de mi angustia no puedo apartar la mirada del amplio torso de Edward. Sus músculos están suavemente mercados, algo de vello cubre su pecho y desciende en una línea hacia el ombligo, continuando más abajo. Me pregunto dónde termina esa línea y siento cómo me sofoco. Edward se acerca a mí y se tumba a mi lado. Me arrepiento de mis palabras. Tiemblo de pies a cabeza y él me mira con dulzura.

«Hoy mismo habrá mirado así a su amante».

De pronto recupero la ira y me levanto. Me aparto de la cama mientras él me observa, confuso.

—¿Eres tan zafio y canalla como para haber estado en la cama de tu amante hoy y venir a la mía pocas horas después? ¡Me das asco!

Abre la boca y los ojos en un puro gesto de sorpresa. No esperaba que lo supiera.

—¿Estás loca? —espeta levantándose—. ¿De dónde sacas esas ideas?

—¡No lo niegues! —grito—. Nunca has sido un mentiroso. ¿Tanto has cambiado? —Aprieto los puños a ambos lados de mi cuerpo—. Sé que hoy has ido a visitar a tu amante.

Se tensa y entorna los párpados.

—¿Quién te ha dicho eso?

—¿Es cierto? —susurro. De pronto me doy cuenta de la intensidad con la que deseo que lo niegue.

Aprieta la mandíbula y me mira en silencio unos instantes.

—Es cierto. He ido a despedirme de ella. —Se acerca a mí lentamente—. Y nada más.

Me coloco tras la butaca y aferro el respaldo con manos como garras. Parece sincero, pero lo que ha dicho no me basta.

—Sé que estuviste con ella después de habernos casado.

Su mirada se vuelve acerada.

—Eso no importa. He estado con muchas mujeres antes de casarnos, y no me sentía ligado a nada. Hasta que te vi anoche.

—¡Me casé por poderes con el estúpido de tu abogado! Yo he respetado nuestro matrimonio desde el primer día, y tú me has estado engañando. Por si fuera poco todo tu servicio lo sabe y se ríe de mí. ¡Eres un maldito adúltero! —grito. Mi propia ira me sorprende. Ni siquiera me importa que se entere toda la casa.

Por sorpresa Edward se acerca a mí y arranca la butaca de mis garras. El mueble cae al suelo con ruido y él me toma con fuerza por los brazos.

—No tienes derecho a juzgarme después de tu escándalo con Jacob Black.

Si no me estuviera sujetando los brazos le abofetearía. Jamás había sentido un arrebato así. Me remuevo pero me sujeta con tanta fuerza que no puedo liberarme. Por un segundo me planteo darle un rodillazo entre las piernas.

—Entonces hiciste el ridículo casándote conmigo —muerdo las palabras—. No sé por qué lo hiciste, ahora todo el mundo va a reírse de ti también.

Veo que respira de forma acelerada y exuda tanta tensión que no sé si va a pegarme. Si lo hace, lo abandonaré. Prefiero ser una mujer divorciada aunque sea una paria para la sociedad que soportar malos tratos.

Edward me sorprende anulando la distancia que nos separa. Me rodea la cintura con un brazo y hace que me incline hacia atrás. Me sujeto de sus hombros porque siento que pierdo el equilibrio y con su mano libre me agarra la nuca y me inmoviliza. Sus labios colisionan con los míos con fuerza controlada. De repente se aparta un poco y vuelve a unir sus labios con los míos, esta vez con la misma suavidad de anoche. No puedo resistirme a tanta ternura. Roza mi boca acariciándola y de pronto siento la punta de su lengua. La sensación es extraña, intensa y tan íntima que me aparto pero él insiste. El sabor de su boca me invade, su lengua se entrelaza con la mía y una dulce sensación invade mi cuerpo. De pronto solo quiero dejarme llevar. Rendirme.

Edward se separa de mí.

—Quiero hacerte olvidar los besos de Black —dice con voz ronca. Es como despertar de un sueño con una bofetada. Lo empujo con fuerza y esta vez sí consigo apartarlo.

—Sal de mi habitación. Y no vuelvas nunca.

Me mira con gesto inexpresivo, recoge su ropa y se marcha en silencio.

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Uno de agosto de 1869

Desde la discusión no hemos vuelto a dirigirnos la palabra y, aunque me empeñe en negarlo, me duele. Mucho. Edward no se ha disculpado por sus hirientes palabras. Quizá las crea de verdad. Parece que al casarme con Edward todo el mundo creyó mi versión salvo el propio interesado. Empiezo a pensar que casarse conmigo fue simplemente por mi dote y porque necesitaba una esposa que mirara hacia otro lado mientras él seguía con su vida de soltero, cubierto por la capa de respetabilidad del matrimonio. Hay muchas mujeres dispuestas a eso, pero al estar mi honor en entredicho yo era una apuesta segura.

Le odio.

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En una semana el final. Espero que os haya gustado.

Besitos.