Advertencia: tanto los personajes como las situaciones son propiedad intelectual de George R.R. Martin.

Este relato participa en el reto #30 "Parejas no consolidadas" del foro [Alas Negras, Palabras Negras]


A little pain.

Su mundo estaba lleno de ella; de sus ojos hechiceros, de un violeta infinito, de su piel de plata bajo la luna, de sus labios de fresa, de su cabello oscuro, del deseo que emanaba de su ser, que embriagaba y que le hacía enloquecer.

La melancolía se disipaba cuando ella estaba cerca y sus pupilas se iluminaban, como plata fundida, derramándose sobre aquel cuerpo de dama perfecta, de calidez desconocida, hacía brotar sonrisas en aquella boca regia y seca. Y el mundo vibraba cuando ella se movía.

Alta y esbelta se alzaba a la deriva, a la espera de que él la viera. Sus pasos les acercaban pero las palabras no fluían; con la mirada oculta se contemplaban en un silencio que caía sobre una noche brillante. La música se apagaba, callándose a su vereda, ajenos.

Ella no bailaba y él no se lo pedía; el lobo solitario y silencioso, la doncella de Campoestrella. Sus ojos se buscaban y huían, se escondían entre la multitud, escapando de la vergüenza de ser descubiertos, temerosos de reconocer la verdad.

De regreso a sus aposentos su hermano se había burlado de ellos y, entre risas sinceras y camaradería casi olvidada le explicó cosas que a él se le escapaban, demasiado honor latiendo en su corazón como para atreverse a mancillarla. Y las carcajadas se desvanecían, dejando tras de sí un sabor dulce, de ánimos, de seguridad, porque Brandon confiaba en él y le apoyaba.

Y a la noche siguiente, bailaron. Y, más tarde, siguieron bailando ocultos entre sábanas abandonadas. Entre las sombras su piel brillaba, surcada por perlas saladas que resbalaban y caían, extraviadas entre el deseo de sus cuerpos. Entre besos se mecían, suspiros escapaban de sus labios sellados, extasiados por ese amor que nacía, que les arrullaba.

Desnuda se recostaba sobre su pecho; parecía imposible no amarla, medio adormilada, sus brazos enredados en su cintura, su cabello esparcido, acariciando su piel como un leve aleteo, mil mariposas sobre él.

La había deshonrado, arrebatado su doncellez; la prenda más preciada. No había nada que hacer, la había humillado, resquebrajado las normas. Y dolía recordar la calidez que emanaba de ella, el éxtasis de poseerla, de sentirla suya, de abrazarla por un instante y abandonarse al placer. Había despedazado su honor, el orgullo de su casa, le había arrebatado su virtud, su doncellez. Y amaneció con la vergüenza pintando su rostro y pesar en su corazón.

Enredada entre sábanas recordaba el último beso que sobre su piel caía, dulce y suave. En sus ojos aún brillaban las llamas del deseo, hogueras en brasas, cenizas que al viento volaban. Las palabras morían exhaladas en silencios hoscos llenos de ternura, luchando por alcanzarla, para que le oyera. Pero tampoco las necesitaban, pues sus cuerpos decían lo que ellos callaban.

Amparado por la pálida luz del albor recorrió los terrenos, sorteando carpas descoloridas bajo el velo del lejano sol. El ronroneo de los sueños poblaba aquella calma clara. El viento ondeaba los estandartes que trataban de rozar el cielo. A su mente acudían imágenes que teñían de borgoña sus mejillas y que emborronaban su pensamiento, como veneno discurriendo por sus venas para enturbiar la realidad, haciéndola desaparecer. Ya no había tiendas acampadas, sólo estaba ella, tan perfecta, infinita y el deseo corroyéndolo, atraiéndolo de nuevo a su cuerpo, al sabor de su piel. Sólo había una cosa que podía hacer para reparar su error, para poder perderse entre sus curvas suaves, delirantes, sin sentir esa opresión, esa culpabilidad que acabaría por matarlo. Quería tenerla, cada día, siempre, remendar las heridas causadas, devolverle la honra; lo juraba por su honor de Stark.