Prólogo

I

En su cabeza todo daba vueltas, intentaba una y otra vez abrir sus ojos, pero le resultaba imposible. Se sentía ahogado, sin poder sacar el aire de sus pulmones, ni la voz de su garganta. Recurría a su memoria sin poder encontrar aquella respuesta que ansiaba, aquella que le hiciera comprender que demonios ocurría. Lo único cierto era ese maldito dolor en su garganta, y ese sabor sanguinolento en su boca.

No supo cuanto tiempo fue, si fueron minutos o habían pasado horas, pero al fin sus párpados le obedecían, y poco a poco fue capaz de abrir sus ojos.

Estaba claro, una claridad que le incomodaba, que le impedía observar, darse cuenta de que ocurría, de lo que lo rodeaba; cerró y abrió una y otra vez, intentando aclarar su visión, y poco a poco una silueta se fue situando ante él. Era Temari.

Con cada minuto que pasaba sus ideas se iban ordenando. Estaba recostado sobre una cama, un fino tubo ingresaba por su nariz, y de su brazo salían unas delgadas mangueras que iban a dar a una bolsa de suero. Intentó mover sus manos pero sus muñecas estaban sujetas a la camilla por un par de correas.

Miró a su hermana, quien ya no estaba sola, había más personas ahí, gente que él no lograba reconocer, y la mente seguía dándole vueltas, jugando con sus recuerdos y mezclándolo con imágenes oníricas.

Temari secó con el dorso de su mano las lágrimas que no lograba reprimir, y le dedicó una sonrisa al menor de sus hermanos, quien yacía sobre esa camilla hacía tres días, y quien por fin había despertado de su inconsciencia.

La culpa se mezclaba con el dolor. Era su culpa. ¿Cómo se le pudo haber pasado por la cabeza que Gaara podría estar solo unos días? Debió haber advertido la situación, ella ya no era responsable solo de sí misma, si no también de su hermano menor. Con su padre fuera de la ciudad a causa de los negocios, su otro hermano de gira con su compañía de teatro, y una madre quien no era más que un lejano recuerdo de su niñez, era ella quien debía hacerse cargo.

Su pecho le dolía, la angustia la ahogaba de a poco, ese dolor punzante en el pecho que a momentos no la dejaba respirar. Sí, definitivamente había sido su culpa...

Agradecía al cielo verlo abrir sus ojos, verlo despertar, luego de los días y las noches más largas de toda su existencia, recordando una y otra vez la imagen de su hermano pequeño botado sobre el suelo de su habitación, completamente pálido, rodeado por un par de botellas de vodka, cajas de pastillas y el charco de sangre que se extendía por la alfombra. Un grito desesperado salió de su boca, pero supo que nadie llegaría. Sin saber de dónde sacó la templanza necesaria tomó su teléfono celular y marcó el número de urgencia.

En menos de diez minutos, se encontraba dentro de la ambulancia, junto a dos paramédicos quienes vigilaban los signos vitales del joven, rumbo a la clínica.

De eso ya iban tres días, durante los cuales sus ojos no se habían cerrado, durante los cuales las únicas veces que había salido de esa habítación fueron por petición de los médicos.

Le sonrió, aguantó con todas sus fuerzas las ganas de tomarlo entre sus brazos y aferrarlo a su vida, las ganas de decirle, de repetirle una y otra vez que se arrepentía de todas aquellas veces que le dijo que lo odiaba, que le dijo que nunca debió haber nacido, todas esas veces en que lo culpó de la ausencia de su madre, y de que su padre se hubiese apagado. Pero se contuvo, y se limitó a acariciar una de sus manos, más pálidas que de costumbre.

De pronto, todos aquellos recuerdos que Gaara había querido reprimir se agolparon en su cabeza... Aquella sensación de vacío, la desesperanza, la ganas de estar en cualquiern lado menos ahí, o mejor aún, de no estar. La soledad que rodeaba su existencia, un cuarto vació, no... No solo un cuarto, si no toda su existencia.

No lo había logrado, había tomado la decisión más importante de su vida pero no lo había logrado. Se sentía asqueado de si mismo, no era más que un maldito mediocre que ni si quiera era capaz de poner fin a su miseria.

Había llegado quien parecía ser el médico a cargo; lo miró detenidamente, luego de unos segundos logró reconocerlo, era su psiquiatra.

Cuantro años de tratamiento, de pastillas, antidepreivos, estabilizadores del ánimo, controles, exámenes de sangre, terapia psicológica, malditos ejercicios de habilidad social, para finalmente tener que estar ahí, atrapado en una vida que la verdad, no le interesaba, que no tenía ganas de vivir.

Quiso gritar, la sonda salió rápidamente de su nariz, lo que podujo un dolor agudo.

-No te preocupes, ahora inhala un poco de aire- indicó el médico.

El joven lo miró fijo, como si en esa mirada pudiese transmitirle todo el odio que sentía en ese momento, odio hacia él, hacia su familia, hacia sus compañeros de clase, hacia el mundo y sobre todo, hacia sí mismo.

Inhaló, una y otra vez, le resultaba dificultoso, y el sabor a sangre se intensificaba cada vez que respiraba. Volvió a cerrar sus ojos, arrepintiéndose de haberlos abierto en un primer lugar.

Sí, se arrepentía de abrir sus ojos, se arrepentía de no haber hecho las cosas mejor y no poder estar muerto de una buena vez.

Los recuerdos cada vez se intensificaban más.

Estaba en su casa, encerrado en su habítación, luego de una de sus sesiones semanales de terapia. Hacía un tiempo que la idea rondaba su cabeza, luego de analizar durante varios días las opciones que tenía, había decidido suicidarse. Aprovecharía que se quedaría solo un par de días, debido a los viajes de sus familiares, y lo haría. Había logrado acumular una buena cantidad de farmacos, tenía en su cabeza fija la idea de un cóctel previo al gran viaje. Sacó una de las botellas de vodka que su hermano mantenía escondidas en su cuarto, una botella de vino tinto de la despensa, y un par de cervezas que había comprado a unos compañeros de curso. Además compró un par de navajas de afeitar, que utilizaría para acelerar las cosas.

Se sentó en el piso de su habitación, y sacó todas las pastillas que tenía, mientras se bebía la primera botella de cerveza. Ordenó las pildoras por tipo, y luego, por color. Primero, las de color naranja, que tragó con lo que quedaba de cerveza, y luego, las blancas más grandes, acompañadas por el vino, cuyo amargo sabor se fundía con la amargura de su alma. Siguieron las pastillas blancas más pequeñas, y luego, para coronar la noche, el vodka. Cuando notó queya todo sentido común se alejaba de su mente, tomó una de las navajas, y rasgó su antebrazo, desde la articulación del codo hasta la muñeca. La sangre no tardó en comenzar a fluir... La observó extasiado, y repitió la acción en su otro brazo. Al fin, toda la tristeza, todo el dolor, todos aquellos días sin sentido, que solo pasaban porque es imposible detener el tiempo, todo... Todo llegaría a su fin. Por primera vez en su vida, sonreía... Y la angustia incesante desaparecía de su pecho...

Sus ojos se cerraron, y su cuerpo, lentamente resbaló hasta quedar por completo en el suelo, mientras éste se teñía de carmesí.

-¿Por qué Dios?- se cuestionaba una y otra vez. -¿Por qué tengo que seguir acá?

II

-¿Por qué Dios?- se cuestionaba una y otra vez. -¿Por qué tengo que seguir acá?

Falseaba su sonrisa, lo hacía porque no quedaba otra opción, porque no había espacio para la verdad, y es que ¿Cómo decirle a él que no soportaba cada palabra que salía de su boca? ¿Cada sonrisa que le dedicaba a esa mujer que no era ella? No, simplemente no podía... Desde hace tiempo atrás se lo había prometido, se conformaría con ser su amiga, con acompañarlo cuando él lo necesitara, con aconsejarlo y animarlo a luchar por ella, por esa chica a la que envidiaba desde lo más profundo de su alma. Pero era obvio, para cualquiera que no fuera ese jovencito de rubio cabello, que sus ojos albergaban un profundo amor, una devoción a prueba de fuego. Era claro, transparente como su mirada, era ridículo incluso, odioso en cierta forma, ver como sus mejillas ardían cada vez que cruzaban palabras, pero él era un idiota.

Llegó a su casa aquella tarde ya sin energía, habían sido horas de oírlo hablar de Sakura, de sus bellos ojos verdes, de su hermoso cabello, de su voz, su fortaleza, su inteligencia, y su estúpida obsesión con el popular de la clase... ¿Acaso él no era un estúpido también, al obsesionarse con esa chica y no darse cuenta de que ella era capaz de entregarle su corazón en una bandeja si se lo pidiera?

Se recostó sobre su cama y escondió su rostro entre las almohadas... Quedaba poco para entrar a clases nuevamente y su infierno se intensificaría. Debía comenzar a practicar sus caretas, sus gestos, sus máscaras que la ayudarían a ocultar aquel calvario que le significaba ser compañera de clases de la persona que amaba, y amiga de quien a su vez, era la causa de que todos sus sueños se vinieran abajo.

Bue, luego de años, retomé eta vieja historia que no terminé y la re escribo, espero les agrade la idea, que es, básicamente completar el argumento, y agregarle algunos elementos que no pude agregar antes.