Baz no había dicho en ningún momento que se estaba muriendo de los nervios, pero su esposo sabía muy bien que eso estaba pasando. Lo había notado por la manera en la que le sujetaba la mano con fuerza.
Simon también estaba ansioso por lo que estaban a punto de hacer, pero no lo demostraba. Aunque, si aún tuviese su magia, sería imposible ignorarlo. Estaría saliendo humo por todas partes, y eso arruinaría todo.
En lugar de ello, Simon y Baz estaban sentados en sillas incómodas de madera, frente al escritorio de una señora que se había presentado como Rose. Ella era la encargada del hogar de niños. Hace unos minutos, ella les había explicado todos los trámites y los procesos que tendrían que realizar para poder adoptar a algún niño o niña del centro, y les había hecho unas cuantas preguntas.
Ahora, la mujer se estaba levantando de su silla, y había invitado a Simon y Baz a seguirla. Por fin conocerían a los niños.
Los dos adultos llevaban considerando la opción de adoptar desde que se casaron. Al principio, habían pensado adoptar un bebé, pero luego se dieron cuenta de que eso no lo decidirían ellos. No podían saber qué niño les robaría el corazón una vez que los conocieran.
Guiados por Rose, subieron las escaleras de la casa hacia una especie de sala común. A la derecha había un pasadizo que daba a las habitaciones de los niños, y aparentemente, la mujer estaba a punto de llamarlos. Pero antes de poder hacerlo, un chico subió corriendo las escaleras y le dijo a Rose que la necesitaban para atender un asunto urgente en el teléfono. La mujer se disculpó con Simon y Baz y les dijo que no demoraría en volver. Ellos le dijeron que no se preocupara y se sentaron en uno de los sillones de la sala.
Baz observó sus manos entrelazadas, las cuales no se habían soltado en ningún momento. Simon sonrió.
—¿Puedes creer que estamos a punto de tener un hijo?
—O hija —lo corrigió Baz.
Simon asintió, y estaba a punto de seguir la conversación, cuando una pelota roja rodó por el pasillo y chocó contra sus pies. Escuchó que sonaban unas risitas dentro del pasillo.
Las ignoró y, extrañado, se inclinó para recoger el juguete, el cual estaba desgastado. Simon frunció el ceño, y cuando levantó la cabeza, había una niña parada frente a él. Baz la estaba mirando fascinado. La niña tenía unos ojos grises preciosos, y el pelo negro le llegaba hasta la cintura, ordenada en una bonita trenza.
—Eh... —murmuró ella.
La niña jugaba nerviosa con sus manos, y su mirada pasaba de la pelota a los ojos de Simon una y otra vez. Debía tener unos ocho años.
—¿Esto es tuyo? —preguntó Simon con amabilidad, ofreciéndole el juguete.
—¡Sí! —respondió ella rápidamente, quitándole el objeto de las manos—. Gracias. No sé cómo la pelota llegó hasta acá —dijo con inocencia, pero su mirada fija en el techo delataba que no decía la verdad. A Baz le resultaba tierno.
—No hay problema —continuó Simon, y tras lanzarle una mirada a su esposo, le hizo una pregunta a la niña—. ¿Cómo te llamas, pequeña?
Ella pareció dejar de lado cualquier timidez, y les ofreció una sonrisa a la que le faltaba un diente de leche.
—Me llamo Natasha. Tengo siete años —dijo ella, enseñando los dedos acordando al número de su edad.
Baz apretó un poco la mano de Simon, un poco sorprendido por las similitudes que tenía su madre con la niña parada frente a él. No sólo era por el nombre, sino también por la fuerza en su mirada, y su cabello oscuro. Aun así, fue él quien habló.
—Es un bonito nombre, Natasha —dijo con una sonrisa. La niña se balanceó en sus pies, con las mejillas sonrojadas. —Mi nombre es Baz —continuó—. Y él es Simon.
El último movió su mano, ofreciendo un saludo. Simon aún recordaba cómo era vivir en un hogar de niños, y Natasha le recordaba mucho a él mismo cuando era pequeño, en especial por la pelota roja que tenía de juguete.
—¿Ustedes están casados? —preguntó la niña repentinamente, sorprendiendo a los dos.
Los esposos se miraron entre sí. Natasha había preguntado aquello con sorpresa y con cierta duda, el mismo tono que algunos aún usaban al enterarse de que dos hombres estaban casados. Simon vio la preocupación en los ojos de su esposo, y volvió a mirar a la niña.
—Sí —le respondió con seguridad—. Lo estamos.
Simon le mostró a Natasha su anillo dorado, y Baz hizo lo mismo. Ella los miró con asombro y sonrió. No sabían qué pasaba por la mente de la pequeña.
—¿Qué piensas? —preguntó Baz con amabilidad.
Natasha se encogió de hombros y señaló sus manos unidas.
—Que deben amarse mucho. No se han soltado las manos desde que llegaron.
Simon la miró sorprendido, y ella continuó hablando.
—Las niñas mayores dicen que cuando te enamoras de alguien, caminas todo el tiempo de su mano —dijo pensativa, y a los dos chicos les enterneció su inocencia.
Baz se rio y estiró una mano, revolviéndole un poco el pelo a la niña.
—Eres una chica sorprendente, Natasha.
Ella sonrió con extrema felicidad, y dio un saltito.
—¿Entonces —preguntó emocionada—, serán mis nuevos padres?
Simon y Baz abrieron los ojos como platos ante aquella pregunta y se miraron entre sí, justo en el momento en el que la señora Rose terminaba de subir las escaleras.
—¡Natasha! —la reprendió ella—. Ya te he dicho que no debes decir ese tipo de cosas.
La niña la observó confundida y le respondió.
—Pero jamás le he preguntado a nadie si quieren ser mis padres.
Rose le lanzó una mirada severa, pero antes de que pudiera mandarla a su habitación, Baz habló.
—Nos encantaría ser tus padres, Natasha —dijo, poniéndose en cuclillas para estar a la altura de la pequeña.
—Nada nos haría más felices —coincidió Simon.
Y tenían razón. Aquella niña se había ganado sus corazones en pocos segundos, y no parecía importarle tener dos padres. De verdad, a Simon y Baz les parecía una chica sorprendente. Y es que lo era. Adoptar a Natasha sería la mejor decisión que tomarían en toda su vida.
