Cuatro
Cuatro estaciones, cuatro puntos cardinales, cuatro ases de una baraja, cuatro elementos, cuatro fases de la luna. Cuatro, siempre cuatro. Como ellos.
I
Atractivo
Las ropas se le pegaban a la piel. Desde que había abandonado el pantano –hacía varias lunas- el sol hacía estragos en su piel y el calor le incomodaba incluso de madrugada. Cabalgó durante días hasta que su montura cayó agotada y el no sentía más que el bombeo del corazón en su pecho. Después de descansar unas horas, partió al galope de nuevo. Prófugo de su propia casa y lo único que hacía que no se enfureciera eran las últimas palabras de su madre -Tu eres mi legado, mi más precioso tesoro- que le incitaban a seguir adelante, a buscar respuestas aunque para ello tuviera que hacerse pasar por un simple muggle. Recordaba haber protestado –los mataré a todos madre, a todos lo que han osado tocarte- y la firme réplica de su madre –olvida el odio Salazar, o te consumirás en tus propias cenizas- que le puso la carne de gallina.
(su madre tenía medio cuerpo calcinado. Un día antes, los lugareños de una aldea cercana se adentraron a traición en su hogar. Iban a por la bruja del pantano. Entraron en su casa mientras dormía, le partieron en dos la varita y quemaron el lugar. Cuando Salazar regresó, el pantano entero humeaba y a su madre no le quedaban más que unas horas de vida. Ni los hechizos ni los ungüentos mágicos pudieron salvarla)
De repente, un golpe seco lo sacó de sus pensamientos al mismo tiempo que salía disparado por los aires. Su yegua había tropezado con una rama demasiado saliente y relinchaba, dolorida y asustada, en el suelo. Se levantó despacio, apoyándose en la varita y se sacudió la tierra de las túnicas.
-Se ha roto una pata –había un desconocido frente a él. Cabellera castaña, enmarañada y ojos dorados. Iba vestido completamente de negro, con excepción de algunos ribetes rojos y de la funda de su espada, de un gris oscuro. Salazar se preguntó de donde habría salido.
Disgustado, se dio cuenta de que tenía la varita a la vista y siseó entre dientes. Ahora tendría que desmemorizarle o matarle, según se comportase. Como alguien más volviese a llamarle monstruo hijo de las tinieblas le arrancaba la lengua y se la daba de comer a las bestias.
-No necesito tu ayuda.
Pero el desconocido no parecía prestarle atención ni a su varita ni a su comentario. Puede que se esté haciendo el idiota para cogerme desprevenido- pensó, desconfiado. El ataque a su madre le había marcado y ya no se fiaba ni de su sombra- El hombre se agachó junto a su yegua y murmuró algo. Hubo un resplandor rojizo y un instante después el animal se levantó, como si nada hubiera pasado.
-A propósito, soy Godric Gryffindor –dijo el hombre, sonriéndole como si se conocieran de toda la vida.- Creo que vamos a ser buenos amigos. –tenía una sonrisa fiera y blanca que parecía decir, atrévete a llevarme la contraria, vamos, atrévete, pero también una mirada alegre y franca.
Salazar conocía sus cualidades. Sabía que era un hombre atractivo (aunque los más astutos dirían también que en sus ojos había algo peligroso, y que por algún extraño motivo, recordaban a los de una serpiente). Tenía una expresión seria y unos ojos grises que perdieron la mayor parte de su brillo el día en que murió el último miembro de su familia. Era consciente de sus habilidades –muchas de ellas excepcionales- y de su inteligencia –bastante superior a la media- pero también de sus defectos. No era un hombre que cayese bien de buenas a primeras y que alguien le dijese a los dos minutos de conocerse que iban a ser buenos amigos lo había dejado momentáneamente sin palabras. Momentáneamente.
-Yo creo que no.
Godric dejó escapar una carcajada muy semejante a un rugido –ante la mirada asombrada de Slytherin, que no estaba muy acostumbrado a que se riesen de él- y cuando logró tranquilizarse silbó, llamando a su caballo. Era un animal imponente, del color del ébano, que al llegar restregó la cabeza contra el hombro de su amo. Godric sacó una zanahoria de un bolsillo de la capa y se la dio.
-Salazar Slytherin –las palabras fluyeron de su boca antes de que pudiese evitarlo, como por arte de magia. Más tarde, cuando reflexionase acerca de ese momento no sabría responder porqué le dijo su nombre al desconocido. Simplemente supo que era lo correcto.
Godric montó en su corcel y volvió a sonreír.
-Pues adelante, Salazar, el mundo nos aguarda –golpeó con los estribos y el caballo partió con un trote rápido. Lo último que escuchó Salazar antes de salir en pos de él fue y somos demasiado atractivos para hacerle esperar.
Sonrió como hacía meses que no hacía, sin más testigos que el bosque, y espoleó a su montura.
