Prólogo
Cerrado herméticamente, tal como una nuez, decidí permanecer.
Con ironía el sol iluminaba la habitación que aún compartíamos, el escritorio, y los libros que aún seguían consumiendo el porcentaje de la concentración que no ocupaba su presencia, lamentablemente, poco disimulable. Iba y venía todo el tiempo. Primero con las bolsas de las compras, luego con las risas restantes de las visitas que realizaba a diario, y finalmente con chocolates de su enamorada.
Compartíamos la pensión hacía cuatro años. Mudarnos a Tokyo no había sido sencillo para ninguno de los dos debido a los costos. Éramos muy jóvenes, contábamos solo con dieciocho años de edad, cuando partimos sin siquiera conocernos. Pasado el primer año en la Carrera de Medicina en la Universidad de Tokyo, yo empecé a tener problemas financieros, y fue él quien me invitó a vivir juntos en la pensión donde estaba parando. Repetía siempre que ningún médico debía abandonar su estudio por problemas financieros, siempre y cuando aún tuviese ganas de lograrlo. Que nunca dejara de asistir, que nunca dejáramos de estudiar juntos, reiteraba. Y a eso había que sumarle su trabajo como Shinigami, y el mío como Quincy. Había noches que ocupaban nuestras horas de sueño, y asistir a clase como si nada hubiese pasado era difícil. Para ese entonces estábamos siempre juntos. Más bien desde la primera palabra que cruzamos, hubo algo, un factor desconocido que nos incentivó a no abandonar la conversación.
- No es por nada, pero…- escuché que decía justo detrás de mi hombro, una voz muy varonil y entusiasta- parece que tienes problemas para encontrar el link.
- No soy muy amigo del sistema que utilizan aquí en la Todai, y mucho menos de los que creen que pueden ayudar a los que no pueden- contesté, finalmente encontrando el link, y apretando el botón del pequeño computador con fuerza.
- Qué pena, porque a mi sí me simpatizan los que no pueden- comentó amistosamente.
Me anoté en las cursadas del segundo trimestre tan rápido como pude. El contacto nunca fue mi fuerte, y menos con desconocidos. El aparato imprimió el certificado, y tan pronto como lo tuve en mis manos, salí apurado de la cola inexistente que había en espera justo detrás de mí, ya que solo estaba él.
- ¿Sigo sin simpatizarte?- volvió a preguntar el desconocido. Volteé para mirarlo, para acordarme de su cara, ya que la próxima vez que lo encontrara le rompería la nariz por insoportable que me resultaba y no más. Pero aún, por más que lo intento, no puedo olvidarlo. Siguió resultándome un rostro muy especial. De cejas anchas, sonrisa grande, y barba sin afeitar. Lentes de sol justo arriba de su cabeza, pelo corto negro y muy parado- Dejaste abierta tu cuenta. Si sigo sin simpatizarte, entonces vas a terminar por hacerme enojar y borraré todo con solo apretar un botón.
Me acerqué rápidamente, y de a zancadas furiosas, al computador. Quité su mano de encima del tablero de un simple golpe, y cerrando la cuenta, le dirigí una de mis muy poco amistosas miradas. Qué tipo irritable, pensé.
Sonrió ampliamente, y antes que pudiese pegar media vuelta, extendió su mano, esperando tontamente que se la estrechase.
- Kurosaki Isshin, gustazo- se presentó, sosteniendo la sonrisa de oreja a oreja. Qué le veía de chistoso al asunto, no sabía, pero estaba empezando a irritarme de una manera placentera. Tratarlo mal me salía de adentro naturalmente, como con todo el mundo. Sin embargo, el persistía. Y era eso lo que estaba buscando.
Con que Kurosaki…, me dije.
- Ishida- saludé, estrechándole la mano- Ryuken Ishida.
- Usted debe ser el que roba mis víctimas, Sr. Ishida- comentó divertido, tratándome de usted sin significancia alguna, mientras utilizaba el aparato-, el Quincy.
Abrí los ojos por detrás de mis lentes. Los acomodé, y aún con la vista fija en él, traté de aparentar la sorpresa. Eso quería decir que él era el Shinigami al cual siempre le sentía la presencia, pero que jamás lograba terminar de ubicar durante mi cacería nocturna de hollows.
- Entonces tú debes ser el Shinigami que rodea el complejo universitario noche por medio, ¿no es así?- respondí.
- Así es. Sabía que usarías lentes- dijo, de repente, tomando su papel que acababa de imprimir, y guardándolo en el bolsillo de su oscuro jean.
- ¿Y cómo es eso?
- No sé. Siempre me imagino a todos los Quincy con lentes- respondió con tonta alegría- Por casualidad, ¿tienes hambre?, yo me muero por comer algo. Ya casi son las doce…
- No suelo comer con extraños- me atajé. Si había algo que me repugnaba era socializar, y ese día no fue la excepción-, gracias.
- ¡Hey, ya no soy un extraño, no seas tan descortés!- se quejó, sin dejar de actuar escandalosamente.
Ese día comí con él. Y no porque había terminado convenciéndome, sino porque intercambiando palabras, rechazando preguntas, y encontrando la manera de escapar de su pesada presencia, me había arrastrado a su trampa inevitablemente.
Y todavía atrapado en la misma trampa, él dejó de invitarme a comer. A solas, en realidad. Siempre preguntaba si no me gustaría almorzar con él y Masaki. Escuché el nombre de la muchacha hasta en sueños, lo leía en la caja de cigarrillos, en libros, en mis cuadernillos de notas, en la televisión, en la boca de cada profesor. Fue una pesadilla, y mi envidia por años. Y pensar que era tan simpática, tan amable, con un carácter admirable, una personalidad firme, y por sobretodas las cosas, bonita. No importaba si en su ropero solo colgaba ropa de moda ya vencida tres o cuatro años atrás, si no alcanzaba a maquillarse, si su pelo lo recogía o no, ella siempre parecía estar pintada. Y desde que pude apenas verla, me bastó una mirada para ver en sus ojos el espíritu de una madre. Supe desde que Isshin volvió aquella tarde, un seis de mayo, que terminarían juntos. Que no era un simple noviazgo, una chica de fin de semana.
Golpeé con la misma firmeza, tal como lo había hecho aquella fecha, el escritorio con mis puños. Me saqué mis lentes, y masajeando mis ojos rojos de tanto leer, de tanto consumirlos en estudio, respiré hondo. Odiaba tanto recordar todo el tiempo el tiempo que fue nuestro, y recordarme que hacía rato que ya no era nuestro, sino de Masaki y él. Nuestra habitación apestaba a él, e ignorar su existencia ya de por sí era en vano.
Escuché sus pasos subiendo la escalera. ¡BUENOS DÍAS, SEÑORITA ZUMIHARA!, pensé.
- ¡BUENOS DÍAS, SEÑORITA ZUMIHARA!- gritó la voz de Isshin con rebosante alegría y escándalo, saludando a la dueña de la pensión.
Predije el portazo del pasillo, su tropiezo con la mesita del teléfono, y su triunfal entrada a la habitación, tirándose encima mío. Pero antes que pudiera tocarme siquiera con una uña, lo atajé con patada en el pecho, haciendo que retrocediera siete pasos atrás, golpeándose la espalda contra la puerta.
- No te lo diré más, Isshin- comencé-, estamos todos cansados en la jodida casa de tus pelos en la ducha.
- ¡NO SABES, NO SABES, RYUKEEEN!- gritaba, sin haber escuchado ni en sueño lo que acaba de decirle- ¡ESCUCHA, ESCUCHA!
- De hecho, te estoy escuchando.
Prendí un cigarrillo, y apoyándome en el marco de la ventana, le di la espalda y traté de mentalizarme en otra cosa. En la gente que pasaba por la calle, en los postes de luces, en los cables eléctricos, en los perros, en lo que fuese. No quería escucharlo. Ni a él, ni lo que tenía para decirme. Porque significaría el primer paso de mi última relación personal. Y no porque yo quisiera alejarme de él, ya que inevitable, no podía. Había intentado tantas veces olvidar todo, hacer de cuenta que éramos solo compañeros de cuarto. Sino porque Isshin era arena entre mis dedos. Lo sentía resbalándose debajo de mí, y mis dedos eran incapaces de retenerlo, por más que los juntara con todas mis fuerzas, que tratase de unirlos. Isshin desaparecía, y yo no podía hacer nada para evitarlo.
- ¡¡MIRA!!- gritaba. Escuché el ruido de una bolsa, y sus pasos justo detrás de mí-, ¡¿no es hermoso?! ¿le quedará bien la plata?, porque creo que el de casamiento es el de oro, ¿no?
Pensé que iba a decirme que la había pasado genial con ella, que a la película no le había prestado atención alguna, que era hermosa, que se había puesto la blusa de la primera cita, etc. Jamás que se iba a comprometer con ella.
Miré mi reloj. Ya eran las cinco, y quería un café. Necesitaba despertarme. Volví a mirar mi reloj, y el tiempo me pareció mi peor enemigo. Habían pasado ya dos años que estaban juntos. Era lógico que fuera a pasar. Se llevaban demasiado bien. Y ella jamás se había quejado, y él tampoco. Nunca sospechas de engaños, de amantes. Nunca un regaño de falta de atención por problema de horarios universitarios o de estudio. Todo parecía ser positivo. Isshin nunca había vuelto mal de una cita, de un almuerzo, de una cena. Cada vez que lo escuchaba volver, traía sobre su cabeza un pasacalle que rezaba "felicidad".
- ¡Felicidades!- exclamé, sonriendo-, parece que te decidiste finalmente.
- ¿Y si la invito a cenar al lugar de la primera cita?- preguntó, pensativo, con su vista sumergida en el brillo plateado del anillo-, sí, va a ser lo mejor…
Dejó el cofre sobre la mesa de noche, juntó ropa que tenía tirada cerca de se desordenada cama, y corrió al baño que teníamos justo frente a nuestra habitación. Normalmente, si hubiésemos estado ubicados unos dos años atrás, me hubiese dicho que no estudiara tanto, que qué tal si jugábamos un poco algo, o si nos acostábamos a hablar un rato. Me hubiera comprado las gotas para los ojos, las galletas que me gustan a mí, y se hubiera encargado de molestarme lo suficiente como para resignarme y reírme con él. Pero ya no hacía eso. De hecho, contradictoriamente a mis deseos de querer aceptarlo, Isshin vivía en mi pasado. Había encontrado refugio en una mujer, alguien a quien le estaba permitido besar, regalarle cariño, que por cierto le sobraba de a montañas. Alguien quien le podía dar algo que jamás iba a poder: hijos. Algo que él anhelaba. Quiero tener tres pequeños, me decía siempre, uno no me alcanza, dos son una parejita y pelearían mucho. Tres es perfecto.
Ella era perfecta para él. Y la envidié al punto odiar cada rincón de mi ser. Porque no podía decir absolutamente nada de ella, porque era amable hasta con el resto del polvo en suspensión. Parecía no tener un punto débil. Tenía una sonrisa y una mirada indestructibles.
Si no era Masaki quien generaba ese vacío en mí, era el mismo Isshin. Esa tarde, cuando salió del cuarto de baño y entró vestido para salir, solo lo había hecho para ponerse perfume, porque casi sin notar mi presencia, o más bien sin notarla, tomó el cofre y salió disparado por la misma puerta que había entrado. El portazo fue el principio del fin. Ya no quería tenerlo cerca. Tenía que encontrar la manera de salir sin su ayuda. Después de todo, yo siempre había salido sin ayuda. No quería necesitarlo más. No quería recordarlo más. El amigo que finalmente había tenido, había anhelado, había muerto de amor. Ya no necesitaba sentarse a estudiar conmigo, ya que finalizó su carrera un año y medio después que yo.
Cerrado herméticamente, tal como una nuez, debo permanecer.
Me juré. Poco supe después. Poco quise saber después. Me casé sabiendo que ella tenía una enfermedad terminal, creyendo que aún podía salvarla. Pero era un simple médico, no un ángel ni un mago. Sin embargo, tuvimos a Uryû un seis de noviembre, y ella murió antes que él llegase al año. Rompí mi juramento al tiempo que vi mis ojos reflejados en los de mi hijo, aferrándome a él tanto como pude.
Pero poco me duró el lazo. Cuatro años, tal como me había durado con Isshin. Había alguien que volvía a superarme, y no era Masaki. Era mi propio padre, y su cuento de hadas. Ser hijo del último Quincy me daba náuseas. Empezada la carrera de medicina, no volví a atacar hollows si no me veía forzado a ello. No había sentido en salvar a los muertos, y eso lo terminé de afirmar luego de la muerte de mi mujer.
No importó cuánto lo intenté, cuánto le prohibí de ver a su abuelo, Uryû se transformó en arena tal y como había hecho Isshin, y para cuando intenté retenerlo, ya era un joven adolescente con sueños grandes, infantiles, invencibles. De los cuales yo no formaba parte siquiera de uno. Y verlo tan cerca de Kurosaki, del hijo de Isshin, me dio un vuelco grande en el corazón. Aparentemente, no le había alcanzado con llevarse mis ganas de amar, sino que a mi hijo también. Lo único que realmente había creído tener, y ya casi no parecía ser una parte de mí.
Me repetía una y otra vez, una y otra vez, ciérrate, Ryuken, aquí hace frío pero nadie llega. Nadie jamás va a llegar dentro de tus tripas, ni dentro de tu cabeza. Es lo único tuyo, disfrútalo. El resto es cenizas de intentos. No más intentos.
No más intentos.
