Descargo de responsabilidad: Ni Death Note ni ninguno de sus personajes me pertenecen, son propiedad deTsugumi Ōbaytakeshi Obata.


Gustos de azúcar


¿Por qué L, el famoso detective de gran prestigio a nivel mundial, tenía esa obsesiva adicción por el azúcar?

Nadie lo sabía.

Ni siquiera Watari, su mayordomo y tutor, sabía el motivo.

Simplemente, de un momento a otro, sucedió.

Quien pudiera imaginar que alguien como L, el detective más reconocido y respetado del mundo, tuviera semejante vicio, comparable al de un niño.

Porque sí, L a veces se comportaba como un niño pequeño a pesar de su edad.

Algo innegable, era su personalidad excéntrica, y a la vez, infantil.

Odiaba perder.

No se iba a la cama, aun cuando su mayordomo, quien vendría a ser su única figura paterna, le sugería que dejara el trabajo en manos de sus colegas, y descansara. Pero él se negaba, alegando que si el crimen no dormía, él tampoco habría de hacerlo. De lo contrario, ¿quién haría justicia? ¿Quién más sino él, lucharía porque la justica prevaleciera?

L siempre se salía con la suya.

No descansaba, sino que se quedaba trabajando hasta tarde, más aun durante su último caso, donde no quería perder de vista ni por un segundo subatómico a su único sospechoso.

No enderezaba su postura, aun cuando sabía que corría el riesgo de provocarse una severa escoliosis con los años, si no corregía la manera en que caminaba y se sentaba. Siempre se sentaba apoyándose en sus cuclillas, aun si estaba en un mueble, una cama, o una silla. Demostró su habilidad para permanecer por horas en una posición que cansaba a los demás en menos de dos minutos; aun en una silla plegable, donde permaneció en esa posición largo rato, sin perder el equilibrio. Aun cuando visitaba lugares públicos como restaurantes o la universidad donde asistió escasamente una semana, se sentaba de esa manera tan peculiar. Cuando caminaba, lo hacía inclinado, con la cabeza baja, como pensando a medida que veía sus propios pasos avanzar. Siempre con esa actitud despreocupada, taciturna, con esa expresión en su pálido rostro que lo hacía ver como si estuviera en la luna.

Pero la única cosa por la que L jamás desistiría, así vinieran todos los médicos del mundo, era su bien conocido gusto por el azúcar. L siempre estaba con alguna cosa que poseyera azúcar en su boca. Bien fuera café, pastelillos o chocolates, las cosas dulces nunca faltaban donde L estuviera. Watari se encargaba expresamente de ello, con gran dedicación en conseguir sólo lo mejor, al ver que el joven detective disfrutaba en gran manera consumiendo esas alarmantes cantidades de glucosa.

Cualquier nutricionista se hubiera preocupado en sobremanera si viera la exorbitante cantidad de postres, pastelillos, chocolates, donas, malvaviscos y café que L comía a diario. Cualquiera, al verlo con ese aspecto desaliñado y delgado, sumado a su adicción, no dudaría en recomendar llevar al muchacho ante un grupo de autoayuda, y a un hospital a tratarse antes de que una irreversible diabetes se desatara en su sangre.

Pero a L eso no le importaba, ni siquiera le prestaba atención. Pareciera que ni se diera cuenta de la manera atónita en que lo observaban sus colegas al verlo consumir de manera hasta creativa los dulces que Watari le llevaba. En lugar de ello, les devolvía una mirada curiosa, casi atenta, que denotaba su total desconocimiento e inocencia ante lo que en verdad pensaba los oficiales, preguntándoles si querían un poco también. En vista del silencio que reinaba la habitación del hotel en que se estuvieran quedando como respuesta, le pedía a Watari que les sirviera también un poco a sus ayudantes.

Quizás son un poco tímidos…pensaba el joven detective, mientras saboreaba su helado de pistacho, y se giraba para quedar frente a las pantallas nuevamente.

Pero aun así, L era capaz de resolver los casos más intrincados y los misterios más complicados. No había nadie como él en todo el mundo, no existía ni una sola persona que pudiera compararse a totalidad con su inteligencia. Fue él quien construyó la base, para poder atrapar a Kira, el más temido y alabado criminal de la historia. Aun cuando no existían las suficientes evidencias para dar con un solo sospechoso, él logró encontrar al sospechoso principal, y quien resultó ser en realidad el afamado asesino.

Quizás sí eran las gigantescas cantidades de azúcar lo que le permitía mantenerse despierto, y lo que mantenía su valioso cerebro trabajando siempre.

Es algo bien conocido por todos, que el azúcar es un estimulante. Te da energía para seguir activo, al igual que el café y el chocolate. Y aunque L, no estuviera ejercitándose físicamente todo el tiempo, su cerebro siempre estaba alerta.

—Son el alimento del cerebro—. Era el argumento que siempre usaba para defender su excesivo consumo de dulces cuando alguien le corregía por comer tantos.

Pero, cierto o no, había un motivo más por el que L siempre comía dulces, a parte de usarlo como estimulante para su valioso cerebro.

Un motivo que jamás habría de ser conocido por nadie, ni siquiera por Watari, su fiel compañero.

Un motivo del que él jamás hablaría en público.


La campana sonó, anunciando el fin de las clases esa fría tarde en la ciudad.

Los estudiantes comenzaron a salir en tropel del colegio, casi empujándose unos a otros, extasiados por las señales en el exterior que indicaban que pronto podrían ir a patinar. Pareciera que el frío no les afectase, aun cuando la nieve comenzaba a caer en pequeños copos, que pronto inundarían las calles con su inmaculada blancura.

Era casi increíble, que esa mañana donde el sol había salido brillando aun en medio del cerúleo cielo matutino, se hubiera transformado en una tarde tan fría. Muchos se confiaron de esto, y no tomaron las previsiones al salir de casa, y ahora estaban tiritando de frío.

El uniforme de invierno era abrigador, pero no lo suficiente para esa tarde, donde ya a las 6:00 la nieve empezaba a caer con fuerza.

Seguramente, al día siguiente podrían todos ir a patinar sobre hielo. Pero esa noche, habría al menos una guerra de copos de nieves donde los bandos enemigos serían los chicos contra las chicas.

Ella suspiró, antes de meter sus pequeñas manos entre las mangas de su abrigo blanco como el marfil. Por un momento se había asustado, al pensar que había sido parte de ese grupo de estudiantes que no habían llevado un abrigo consigo esa mañana a la escuela. Pero al revisar en su casillero, con gran alivio comprobó que su abrigo blanco seguía guardado allí. Le quedaba un poco grande, pues había sido de su hermana mayor, pero al menos era cómodo y calentito. Hubiera sido bastante patético que ella, al ser la única de ese grupo de estudiantes que habían olvidado tomar un abrigo y que no podría entrar en calor dentro el cómodo asiento trasero de un auto, hubiera tenido que soportar el frío hasta que llegara a casa.

Observó casi con desaliento, como sus compañeros se marchaban a sus respectivos hogares, algunos tomando un taxi, otros subiéndose al auto de sus padres, otros alejándose a pie para ir a tomarse un chocolate caliente con sus amistades en alguna cafetería cercana.

Pero ella no se iría en ningún auto, el de sus padres seguía en el taller mecánico, así que tendría que tomar un autobús.

Suspiró, un poco cansada. Había sido un día difícil, sin duda alguna. Normalmente cuando ha tenido un día agotador, lo que quiere es llegar a casa lo más rápido posible y darse un baño caliente si hace frío -o una ducha de agua fría en caso contrario-, para luego irse a la cama. No tener que caminar unos quinientos metros hasta la estación, para tomar un tren repleto de gente ruidosa, y que en consecuencia de seguro le provocaría un dolor de cabeza como los que había estado padeciendo últimamente.

La nevada parecía hacerse mayor, al punto que sentía sus manos entumecerse, y la brisa hacía que sus rizos castaños le golpearan el rostro con fuerza. El único consuelo en esa fría tarde, casi noche, era que al llegar a la estación, seguramente podría tomarse un chocolate caliente que le ayudara a subir la temperatura de su cuerpo antes de que se congelara por completo.

Sumida en sus pensamientos, se había quedado estática por algunos momentos en las afueras de la escuela. Fue una campanada más lo que la sacó de su ensimismamiento, para darse cuenta de que el colegio empezaba a quedarse solo. Y ella también. Dando un respingo, avanzó, pero con lentitud, producto del entumecimiento que aun estando abrigada sentía en su pequeño cuerpo. Detuvo su marcha en seco, cuando no muy lejos de allí divisó una delgada figura bajo un árbol frondoso.

A unos metros de allí, de pie, se encontraba un muchacho mirando hacia arriba, perdido en sus pensamientos. Ni siquiera parecía percatarse del frío que empezaba a calar los huesos, pues estaba tan estático como un poste de luz. Ni siquiera temblaba, casi como si fuera inmune a las inclemencias del clima.

La muchacha, sintiendo un poco de curiosidad por el extraño muchacho que ni se inmutaba ante el viento que revolvía su cabello negro y sacudía su delgada ropa, avanzó un poco hasta donde estaba él; sintiéndose extraña por ir al encuentro de alguien a quien ni siquiera conocía.

Se retiró los anteojos de delgada montura púrpura por un momento, para limpiar los empañados cristales rectangulares. Ya sin obstáculos en su campo visual, pudo apreciar mejor al extraño joven a unos metros de ella. Vestía solamente un pantalón azul, y un delgado sweater de color blanco.

Del otro lado de la calle, al frente del colegio, bajo un viejo roble, estaba él. Llevaba un buen rato allí, pensando, calculando hipótesis, pensando en cómo explicar sus teorías. Sentía la brisa correr libremente en su delgado cuerpo, y el cabello arremolinándose como en un día ventoso. Pero eso no le incomodaba, de lo contrario ya se hubiera marchado.

Escuchó la última campanada que tañaría por ese día, sintiendo una mezcla de melancolía con los sentimientos que evocaban los recuerdos que le venían a la mente.

Campanas.

Como aquel día.

Campanas alegres que le anunciaban que algo estaba por ocurrir.

Ya la última campanada había retumbado, por lo que dispuesto a irse, se dio la vuelta antes de emprender su marcha.

Entonces, vio algo que no esperaba.

Una jovencita, menor que él, de aparentes quince años de edad, avanzaba despacio y con inseguridad hasta donde estaba él. Vestía un abrigo blanco, pero que dejaba ver el cuello de un uniforme escolar, que parecía ser de un tono azul medianoche. Su estatura no superaba el metro y medio, y los rizos castaños caían sobre su espalda hasta la mitad de ella. Sus ojos estaban ocultos por el destello que reflejaba un poste de luz cercano sobre los cristales de sus pequeñas gafas.

Ahora era ella la que parecía estar sumida en sus pensamientos, pues no pareció darse cuenta de que el muchacho había avanzado hacia ella.

—¿Estás perdida? —inquirió él, levemente preocupado.

Tal fue la sorpresa de ella al escuchar por primera vez la voz del joven, que levantó su cabeza con tanta rapidez, que sus rizos saltaron sobre su rostro.

—Yo-yo… esteee… usted… —tartamudeaba apenada, ante la persona frente a ella. Ahora que estaba frente a él, se sentía pequeñita. Ese chico, a pesar de mantener una encorvada postura, era más alto que ella.

—No temas, no te haré daño—. Aseguró, impartiéndole confianza con sus palabras.

—No-no… no es eso… es que… —alargó la última sílaba, ahora sintiéndose estúpidamente avergonzada de decir que le llamó la atención su expresión de estar en la luna. Honestamente se preguntaba si el muchacho estaría loco, y ahora que lo tenía frente a ella, podía asegurar que quizás sí lo estaba.

Su rostro era pálido, y sus oscuros ojos estaban rodeados por unas igualmente oscuras ojeras que le daban un aspecto cansado. Pero él no parecía estarlo, era como si más bien aquellas ojeras formaran parte de su fisionomía, de la misma manera en que un lunar o un grupito de pecas.

—[…] Me preguntaba si usted se encontraba bien. —admitió, sintiendo que un pequeñito calor le llenaba sus mejillas.

—Oh, era eso entonces. —respondió el muchacho llevándose un pulgar a la boca—. Parece que me he equivocado… —añadió en un suave susurro, como si esa oración estuviera dirigido a sí mismo y no a la chica frente a él.

La muchacha lo miró un momento, extrañada. ¿A qué se refería con eso de haberse equivocado?

—No tienes de qué preocuparte entonces. Todo está bien. Puedes marcharte entonces.

La chica abrió sus ojos un momento de par en par. Definitivamente, no lograba entender nada. Ese muchacho tal vez sí estaba un poquito loco, o era demasiado excéntrico. Sin preocuparse siquiera por intentar adivinar cual de las cosas era, preguntó:

—¿Que me marche? —articuló en un susurro, con una ceja enarcada, incapaz de entender lo que sucedía. Esperaba que él dijera algo más, pero en lugar de ello, tomó un teléfono móvil de su bolsillo, de una extraña manera.

Al sentirse descaradamente ignorada, masculló un "adiós" por lo bajo antes de marcharse; pero él ni pareció escucharla, como si su tiempo de atención fuera el mismo de un niño de tres años de edad. Bufó, algo molesta consigo misma, por haberse siquiera preocupado por alguien a quien ni siquiera conocía, y quien sólo se limitó a ignorarla olímpicamente, llamando por teléfono cuando ella estaba intentando obtener respuestas de parte de él.

Se fue lo más rápido que pudo a la estación, intentando alejar de su mente al muchacho de aspecto extraño. Ni siquiera se detuvo a comprarse un chocolate para beber en el camino, sino que tomó el tren en cuanto éste se paró en el andén.

Ya en su casa, saludó a sus padres, tomó un baño caliente, cenó e hizo su tarea. Se fue a la cama, aun con el molesto recuerdo del joven de cabello oscuro rondando su mente. Bufó de nuevo, preguntándose por qué rayos seguía pensando en él. Ya dentro de las acolchadas sábanas se durmió de inmediato, aun con la imagen del desconocido en su mente.


L había salido, nuevamente. Watari ni se molestó en detenerlo para preguntarle hacia donde iba. Aquello se había vuelto una costumbre para el detective desde que habían llegado a esa ciudad, pocos días antes.

L se encontraba trabajando en un caso, que mantenía ocupados a los mejores detectives del mundo. Había escuchado de él una tarde no muchos días atrás, mientras disfrutaba de una taza de café con leche que su mayordomo le había preparado. Ciertamente, estaba libre en ese momento, por lo que decidió poner de su parte en aquel caso.

L era también un poco arrogante en ese aspecto. Sólo tomaba los casos que le llamaban la atención, y apenas este caso se había tornado interesante para él. Tomando sus escasas pertenencias, se marchó del lugar junto a Watari, hasta la habitación de hotel donde ahora se hospedaba.

Al llegar a la ciudad, observó con interés infantil sus calles mientras recorrían la carretera hasta llegar al hotel. En el trayecto, vio una escuela secundaria, que anunciaba el comienzo de las clases con una campana en lo alto de un pequeño cuartito en la azotea. Sus ojos se abrieron más de lo que normalmente estaban, y echó su cabeza atrás intentando observar el metálico timbre. Pero sólo fue por un segundo, pues el auto no se detuvo, sino que dejó atrás el colegio con rapidez.

Desde ése día, L visitaba la escuela. Iba temprano en la mañana, cuando las clases estaban por iniciar, y luego pasaba de nuevo al atardecer, cuando marcaba su fin. L siempre se quedaba estático bajo el viejo roble diagonal a la escuela, para escuchar tañir la campana.

El metálico y ensordecedor sonido le traía recuerdos, que parecían alejarse de su memoria, pero volvían de nuevo ante aquel ruido. A algunas personas les desagradaba, pero a él no.

L había salido de nuevo, notó Watari. El anciano sonrió comprensivamente, y se dispuso a preparar un poco de chocolate. El joven había salido de nuevo sin abrigarse, y esa tarde comenzaba a tornarse fría. Probablemente L querría un poco de la deliciosa bebida cuando llegara al hotel de nuevo.

Watari se había ido a preparar lo que hacía falta para el caso, pronto L entraría con contacto con la policía de la ciudad. Entonces, el teléfono sonó. Watari, consternado contestó, recibiendo la voz de L del otro lado de la línea.

—Iré de inmediato—. Fue lo único que dijo el mayordomo en respuesta.

Rápidamente, Watari llegó al sitio. Ya empezaba a oscurecer, pero pudo divisar la figura de L bajo el roble. Watari acercó el automóvil, y abrió una de las puertas traseras para que L subiera. Dejó la puerta abierta un par de segundos más, esperando que alguien más se subiera, pero ese alguien nunca llegó.

—Ya se ha ido—. Habló L, sin alzar la vista. Su mirada parecía más perdida de lo usual, pero seguía estando al tanto de lo que sucedía alrededor suyo.

Watari parpadeó, pero sin darle mucha importancia, subió al auto de nuevo, y lo puso en marcha de regreso al hotel.

L lo había llamado para pedirle que llevara a una jovencita hasta su casa.

L no habló más de ella, sin darle mayor importancia al asunto. En cuanto llegó al hotel, se cambió la ropa que usaba por unas limpias, pero iguales a su vestimenta usual. Acto seguido, se puso a trabajar en el caso en el que acababa de involucrarse.

Al día siguiente, salió temprano, al mismo sitio de nuevo. Se quedó allí, viendo como los estudiantes de uniforme azul medianoche iban llegando. Permaneció en el mismo lugar, bajo el roble, hasta que sonó la última campanada.

En su rostro se formó una pequeña e imperceptible sonrisa, al ver que la jovencita que había conocido el día anterior, llegó al colegio, caminando tranquilamente. Se llevó un pulgar a la boca, pensando.

—Hay un 30% de probabilidades que voltee para ver si estoy aquí.

Su sonrisa se ensanchó satisfactoriamente al acertar en su deducción.

La última campana sonó, y L regresó al hotel, para continuar su trabajo en el caso.

El día transcurrió con tranquilidad, a excepción de los gritos de alerta y exaltación de los estudiantes durante la repentina guerra de bolas de nieve que se desarrolló durante el receso.

Cuando las clases comenzaron de nuevo, fue un borrón blanquecino lo que entró a los salones. Todos los estudiantes estaban cubiertos de nieve en al menos una parte de sus cuerpos, ya que apenas habían tenido tiempo de sacudirse la nieve cuando el receso finalizó. La única estudiante que salió ilesa, fue una chica de tercer año de rizos castaños claros, pues se había quedado en el salón durante el almuerzo, producto de un dolor de cabeza que la atormentó por largo rato.

La campana volvió a sonar, y todos salieron en tropel del aula. Ella en cambio, salió con tranquilidad, sintiendo el viento correr con prisa a su lado cuando algún compañero pasaba a su lado corriendo.

Nuevamente, bajo el árbol, estaba él.

Se acercó, con ganas de reprocharle su actitud el día anterior. Cuando llegó hasta donde él estaba, se paró en seco.

—¡Oye! —exclamó, en actitud de reclamo.

L se dio la vuelta, para encontrarse con la misma chica de cabellos castaños del día anterior.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó, acercándose un poco, y quedando más inclinado que de costumbre.

—¿¡Qué sucede contigo!? —le reclamó ella, posando sus manos en las caderas. Él tenía las suyas dentro de los bolsillos de su pantalón.

—¿A mí? —preguntó, señalándose inocentemente a sí mismo con su índice derecho.

—Sí, a ti. Lo de ayer fue muy grosero—. Afirmó, señalándolo acusadoramente.

—Yo no he sido grosero—. Habló en respuesta, sentándose de cuclillas en el suelo blanquecino.

La muchacha lo miró extrañada, por aquella extravagante manera de sentarse. Se preguntaba internamente si no le incomodaba tal posición, pero al ver que él no parecía sentirse incomodo, y que no hablaba, dejó esos pensamientos de lado, y tomó la palabra nuevamente.

—Ignorar a la gente cuando habla es considerado una grosería.

—¿Y no sería una grosería también marcharse sin decir nada?

La muchacha empezaba a enrojecer, pero de la frustración.

—Me fui porque no pensaba quedarme ni un minuto más perdiendo mi tiempo con alguien que sólo me ignora.

—No la estaba ignorando—. Se defendió nuevamente.

—¿Y hablar por teléfono mientras alguien quiere hablar no es ignorarlo?

Ahora qué podría responderle con la obvia verdad de su parte.

— En primer lugar, llamaba para pedirle a mi mayordomo que la llevara a su casa. En segundo lugar, si deseabas hablar, lo hubieras hecho.

Ahora sí que la castañita deseaba abofetearse por no escoger bien sus palabras. Ese chico parecía imposible de vencer, siempre hallaba la manera de tergiversar sus palabras.

—¡Co-como sea! —tartamudeó, dejando caer sus puños a los lados. No pensaba permanecer más tiempo allí, así que se giró para marcharse.

—¿No piensa decir hasta nunca por lo menos?

La pregunta fue articulada en voz baja, más para quien preguntaba que para quien estaba dirigida. Aun así la muchacha escuchó, y ya exasperada de que el joven torciera todo lo que dijera y que de paso esperara un trato amable hacia él de su parte, lo enfrentó.

—¿¡Por qué demonios habría de despedirme de ti!?

—Si me permite, ese lenguaje no es el apropiado para una jovencita de su edad. Y segundo, porque usted misma ha criticado la falta de educación que cree haber recibido de mi persona hacia usted, por lo tanto, debería ser educada si espera lo mismo a cambio.

Se quedó un momento en silencio antes de contestar, entonces estalló.

—¡Y qué te importa como hable yo! ¡y qué sabes tú de mí! ¡ni siquiera me conoces!

—Aun no ha respondido a lo segundo que dije…

—¡Yo seré educada con quien quiera!

La muchacha suspiró cansadamente, el dolor de cabeza había regresado de nuevo, con mayor intensidad.

—Entonces no puedes exigir respeto y amabilidad de parte de los demás si no lo haces tú primero… —razonó él, dándole la espalda.

—¡CÁLLATE!

Tras el último grito, ella se alejó de allí, indispuesta a seguir discutiendo con el muchacho que parecía estar medio loco. Pero sus palabras no eran la de uno. Ese muchacho estaba más cuerdo que cualquiera, y era bastante inteligente, quizás más de lo que aparentaba. Aunque en cierto modo, no podía negar que era atractivo. No de una manera carnal, sino que simplemente era atractivo. Su cabello negro y su andar despreocupado lo hacían diferente a cualquier chico que hubiera visto antes. Diferente en todos los sentidos, porque parecía que nadie podría compararse con él.

¡Pero en que estoy pensando!Se regañaba mentalmente, por haber llegado a considerar que el muchacho tuviera una pizca de belleza.

L metió de nuevo las manos en los bolsillos. En su bolsillo izquierdo, palpó el dinero que usaría para pagar el taxi que lo llevaría hasta el hotel. Tenía exactamente el monto total de lo que tendría que pagar, por lo que debería esperar hasta llegar al hotel para tomarse el chocolate caliente que se le antojó repentinamente.

Un golpe seco que resonó en medio del silencio que reinaba lo hizo alzar la cabeza. Se giró, en dirección al sonido que había escuchado, y entonces vio lo que lo había provocado.

A unos metros de allí, sobre la fría nieve, un bultito blanco sobresalía de en medio de la blancura del suelo. Se acercó con rapidez, y comprobó lo que había pasado. El bultito blanco era la jovencita con la que había discutido momentos atrás, que se había desmayado.

Una delgada línea carmesí se abrió paso debajo de su rostro, manchando escandalosamente el níveo suelo por donde pasó. La giró, preocupado, pues estaba boca abajo. Aun respiraba, pero estaba inconsciente, y un hilillo un poco grueso de sangre bajaba por su nariz. Debía llevarla hasta la enfermería de la escuela, pero primero, debía parar la hemorragia nasal que continuaba manchando su rostro y la nieve.

Se sentó en el suelo, esta vez de manera normal, y apoyó la cabeza de ella sobre sus rodillas, haciendo que quedara inclinada. Luego, retirándole el cabello de la frente, tomó una bola de nieve y la extendió en su frente. Repitió lo último varias veces, haciendo bolas nuevas, hasta que la hemorragia paró.

Cargándola en brazos hasta la escuela, la llevó a la enfermería. Aun estaba abierta, por lo que la muchacha pudo ser atendida.

Se quedó afuera, a la espera de que ella despertara. La enfermera que la atendió no encontró nada fuera de lo normal en ella, por lo que sólo apeló al alcohol isopropílico para hacerla volver en sí.


Se despertó sintiendo una enorme pesadez en todo su cuerpo. La cabeza le seguía doliendo, pero en menor grado. En realidad era más como un dolor muscular, como cuando te has golpeado algo. Y en su caso, sí se había golpeado la cabeza al desmayarse.

Los recuerdos eran confusos, lo único claro allí en ese momento era el metálico sabor que le inundaba la boca, y el olor a alcohol que sentía aun con fuerza en su nariz.

Se incorporó con cuidado, intentando recordar. Lo último que podía recordar era haber discutido con el desconocido que la sacaba de sus casillas, luego se quiso ir, y luego todo le dio vueltas y se hizo confuso. Hasta allí era lo que su desordenada cabeza podía rememorar.

Sin duda se había desmayado nuevamente. Ya la sensación le era conocida, al no ser la primera vez que perdía la consciencia y se desmayaba. Desde hacía tres año que eso le sucedía, sin embargo los médicos que la examinaron no habían encontrado la razón; y como ya había pasado un año entero sin incidentes, no insistieron en seguir buscando una respuesta a ese posible enigma médico.

—Ya despertaste—. La joven voz de la enfermera de su escuela fue lo primero que oyó.

Se llevó una mano a la frente, y se levantó, sintiendo que el piso se movía bajo sus pies. Hubiera caído víctima de la desorientación, pero la enfermera la sostuvo a tiempo.

—Cuidado, querida—. Advirtió, con una sonrisa atenta.

Entonces fue que cayó en cuenta de que estaba en la enfermería.

—¿Cómo llegué aquí? —inquirió, con curiosidad. Alguien tuvo que haberla llevado hasta allí, simplemente no pudo haber aparecido en ese lugar mágicamente.

—Oh, bueno— comenzó a hablar la enfermera, escribiendo algo en una carpeta que sostenía en sus manos—. Ese chico extraño te trajo en brazos hasta acá.

Momento, ¿chico extraño? ¿acaso era la misma persona que ya ella se imaginaba? La chica esperaba que no fuera así.

—¿Chico extraño? —preguntó, sólo para estar segura.

—Sí, ese muchacho de sweater blanco y mirada perdida…—respondió, sin darle mucha importancia al asunto—. Le diré que despertaste, seguro querrá verte…

—¡No! —exclamó ella en respuesta, queriendo evitar a toda costa verlo. Si él la había salvado, le tendría que dar las gracias, y de paso disculparse por la manera tan poco cortés en que lo trató anteriormente.

Pero la joven enfermera ni la escuchó, sino que salió del cuartito de paredes blancas, contoneando sus caderas y tarareando una cancioncilla de melodía pegajosa.

La jovencita de rizos castaños se dejó caer en la camilla, resignada. Lo único que podría hacer era ir pensando en qué le diría al joven de extravagantes hábitos. Meditó en las palabras de la enfermera, y un rubor creciente le inundó las mejillas al recordar cierta oración.

"Ese chico extraño te trajo en brazos hasta acá"

¿En brazos?

La cara de la chica adquirió el color de un tomate, justo cuando él hizo entrada. La enfermera se hizo a un lado para dejarlo pasar al abrir la puerta, y luego se retiró sin decir nada.

—¿Ya estás mejor?

Dio un respingo, pero se apresuró a responder.

—Sí. —se quedó callada, pero decidió agradecerle al muchacho, después de todo la había salvado—.Gracias.

—No hay de qué—. Fue la respuesta de L. Se recostó de la pared, manteniendo su posición encorvada, justo a un lado de la muchacha.

—De verdad, gracias… —repitió, con timidez. Por algún motivo que ella misma desconocía, le era importante que el joven supiera que en verdad agradecía que la hubiera salvado. La última vez que se había desmayado, nadie la había ayudado, sino que fue encontrada muchas horas después en el baño por una de las señoras que limpiaba—. No sé que hubiera pasado si usted no hubiera estado cerca…

—Es mejor no pensar en las cosas que pudieron o no suceder—. Acotó él, escondiendo de nuevo sus manos en los bolsillos.

El silencio se apoderó de la salita, y hubiera sido sumamente incómodo de no ser por la enfermera que regresó al cuartito.

Se acercó a la muchacha, y con una pequeña linterna iluminó sus ojos, los cuales parpadearon de inmediato ante el repentino cambio de luz.

—Bien, todo está en orden. Ya puedes irte—. Informó la enfermera con una sonrisa.

La aludida asintió, y se bajó de la camilla sin dificultad alguna. Se despidió de la enfermera no sin antes agradecerle por atenderla, y poniéndose de nuevo su abrigo blanco, salió al exterior. L la siguió en silencio, hasta que tuvo que sintió la necesidad de preguntar algo.

—¿En qué irás a casa?

La muchacha se giró, sorprendida. Permaneció en silencio, y bajó la cabeza, avergonzada. Tendría que caminar nuevamente hasta la estación, el auto de su padre aun no había salido del taller. Y honestamente, no se sentía en condiciones de caminar por tanto tiempo, además de que ya eran las siete de la noche.

—En tren… —respondió, tan bajito, que tuvo que repetirlo de nuevo para que L entendiera.

—Ya veo…. —masculló el detective antes de añadir— yo te llevaré.

—¿¡Qué!? —exclamó la chica, atónita, alargando la única sílaba de la palabra.

—Le pediré a Watari que venga te lleve…— explicó el muchacho, tomando nuevamente su teléfono con la punta de los dedos.

—¿Wa-watari? —inquirió, asegurándose de pronunciar correctamente el nombre—. ¿Acaso será su hermano?Se preguntó mentalmente.

—No, es mi mayordomo—. Respondió el joven a la pregunta no formulada en voz alta. La muchacha abrió sus ojos como platos, dejando que revelaran por primera vez su color miel a su acompañante.

L se quedó un momento estático. Por primera vez lograba apreciar los ojos de la muchacha, y no pudo evitar dejar de pensar que eran hermosos. Volviendo a la realidad cuando Watari contestó del otro lado de la línea, le pidió que fuera a buscarlo.

El anciano ni siquiera tuvo necesidad de preguntar donde se encontraba L. Ya lo sabía perfectamente, así que tomando las llaves del vehículo, se encaminó al colegio donde L iba a escuchar sonar las campanas.

L le explicó tras colgar que la llevaría a casa, y ella de inmediato se negó. Ya había sido suficiente con salvarla, no tenía por qué llevarla a casa también. Más L insistió, y considerando las razones por las que no era viable irse esa noche en tren, aceptó.

Mientras tanto, la jovencita aprovechó los momentos a solas para intentar disculparse con él. De cierto modo, ella también era la culpable de la discusión que habían tenido recientemente, pues lo había atacado a él sin razones suficientes.

Fue difícil, no hallaba las palabras correctas. Y mientras más lo pensaba, menos lograba articular en su mente las palabras que quería usar. Era como si las palabras se esfumaran de su mente, y el tenerlo a él tan cerca no era de ayuda. Soltando un suspiro, se decidió a hablar, esperando que las palabras perdidas llegaran cuando empezara a disculparse.

L la escuchó atentamente, pero estando a punto de hablar para decirle que no había ningún problema, Watari llegó.

El mayordomo se bajó, y les abrió la puerta trasera a los jóvenes. Esta vez sí se sorprendió de ver al solitario L acompañado, pero recordando sus palabras el día anterior, sólo se limitó a preguntar hacia dónde se dirigirían una vez estuvo dentro del auto.

L la miró a ella en respuesta. Con movimiento afirmativo de su cabeza que indicaba que entendía que era ella quien dirigiría el trayecto, le indicó a Watari la dirección.

Un silencio incómodo llenó el ambiente, siendo interrumpido solamente cuando Watari recibía instrucciones de hacia donde debía cruzar. La jovencita se sentía sumamente avergonzada. El tráfico era terrible, haciendo que les tomara casi una hora entera llegar a su destino.

Se bajó con rapidez, y caminó al frente para agradecerle a Watari por haberla llevado. Luego, caminó de regreso atrás, para agradecerle a L también. Después de todo, de o haber sido por él ella no estaría allí.

L bajó el vidrio al ver que la chica de rizos castaños intentaba decirle algo.

—Gracias por todo… —expresó tímidamente—. No sé que hubiera hecho sin tu ayuda…

—Ya te dije que no se debe pensar en lo que habría o no ocurrido—. Respondió el detective con una sonrisa atenta.

—Ya lo sé… gracias de nuevo—. Añadió ella.

Había algo que la estaba inquietando desde que había conocido al muchacho, cosa que se había hecho mayor esa tarde. Su nombre. Aun no lo conocía.

Sintiendo un pequeño rubor extenderse por sus mejillas, se animó a preguntárselo. Esa podía ser la última vez que lo viera, así que no debía desperdiciar su única oportunidad. Armándose de valor, preguntó:

—¿Puedo saber cuál es su nombre?

L la miró un momento, atónito. No esperaba eso. Pero aun así, le respondió.

—Ryusaki. Un gusto en conocerla. —Contestó, extendiéndole su mano a la muchacha por fuera de la ventana con educación—. ¿Puedo preguntar el tuyo?

—Gloria.


Wow no puedo creer que la última vez que actualicé esto fue hace casi cuatro años. Ups.

Como sabrán -si se pasan por mi perfil-, decidí retirarme de fanfiction.

Si aun así deciden seguir leyendo, entonces gracias de antemano por el apoyo.