¡Hey! Ya estoy otra vez dando la lata XD. Tengo que dedicarle esta historia a una persona sin cuyo entusiasmo no habría la escrito. Me refiero a Agatha Romaniev, una gran admiradora de mis historias sobre la bruja Maléfica. Le comenté un día sobre una idea que tenía para un fic, y le gustó tanto que he acabado escribiendo gracias al "hazlo, hazlo, hazlo, hazlo" contínuo XDDD. Espero que os guste a todos, y para Agatha, espero que sea lo que te esperabas.

Bye y disfrutad con la lectura


Él estaba acorralado, entre ella, el precipicio y las llamas. Ella alzó la cabeza, victoriosa, y rió. Su risa sonó efusiva, triunfal y orgullosa, pero si alguien se hubiera detenido a escuchar habría observado que los sentimientos que realmente mostraban eran cansancio, orgullo herido y la sensación de una victoria vacía.

Y, sin embargo, la victoria no estaba asegurada. Mientras ella cogía impulso para barrer de una vez a ese insecto de la faz de la tierra, las hadas enviaban su energía y la canalizaban en la espada del muchacho. Él echó el arma hacia atrás y se la lanzó con una fuerza descomunal, inaudita en un ser humano. Ella la sintió clavarse en su pecho, el dolor que la invadía por entero, el calor de la sangre…de su sangre…saliendo a borbotones de la herida y resbalándole por el pecho.

Miró abajo y observó la herida. Era demasiado grande, demasiado grave como para que su magia curativa pudiera hacer algo. En resumen, iba a morir. Giró la cabeza. El joven tenía clavada la mirada en ella, anhelante, esperando que cayera. A ella le recordó la mirada asesina que una vez le dedicara alguien a quien creyó amar.

Y eso la puso furiosa. Apretó los puños. Si iba a morir, por lo menos se llevaría por delante a ese joven y a las malditas hadas. Hizo ademán de dar un paso. Se le nublaba la cabeza.

"Maldición…"

Se desplomaba. Los brazos le pesaban como si fuesen de plomo. Trató de, al menos, herirle, pero el joven la evitó dando un salto. Ella se sintió caer, su corazón latiendo fervorosamente sin querer detenerse, y el dolor que creía cada vez más. Escuchó el estridente sonido de la roca resquebrajándose y el golpe seco de su cuerpo contra el suelo.

Ella abrió la boca y soltó algo parecido a un gemido mezclado con el sonido de la sangre escupida. Las llamas ardían peligrosamente cerca. Se arrastró como pudo a través de la maleza mientras presionaba con el puño la herida del pecho. Acabó por tumbarse en el suelo. Moriría, sí, pero al menos sus enemigos no la verían en aquel momento, su último momento de debilidad. Ella siempre había mostrado una imagen de fortaleza y dignidad al mundo y ni siquiera su propia muerte podría arruinarle el esfuerzo de toda una vida.

Oculta como estaba, observaba con ojos ausentes cómo las hadas apagaban el fuego. Sin embargo las llamas llegaron a rozarle parte de una pierna y el torso. Ella sintió el dolor abrasador de las llamas, pero no emitió ni un sonido. Ya todo le daba igual. Cerró los ojos, esperando el final.


Recuperó el sentido horas después, ya bien entrada la noche. Respiró hondo y se palpó la herida. Se creyó muerta al principio, pero eso era imposible. Sentía latir su corazón con toda su fuerza, la sangre corriendo por sus venas y, lo más importante de todo, la magia actuando sobre su pecho.

La herida no tenía buena pinta, pero el hechizo regenerativo que se había aplicado antes de la batalla estaba obrando y mucho mejor de lo que esperaba. Las zarzas convocadas por ella habían desaparecido en su totalidad.

Jadeando, se puso en pie. Se quedó quieta en el sitio unos instantes mientras su propio cuerpo evaluaba si estaba lo suficientemente fuerte como para sostenerla. Miró el castillo que se erguía en la lejanía. Imaginó el ambiente festivo y la alegría de sus habitantes. Aurora habría vuelto a casa.

-Está bien, lo admito. Han ganado –susurró.

Dio unos tambaleantes pasos para asegurarse de que podía andar. Giró sobre sí misma y se encaminó hasta su hogar, tambaleándose y meditabunda. Habían ganado, sí. Pero, ¿acaso no había conseguido ella algo de victoria por su parte? El dolor de los padres por la hija, la infancia perdida de la chiquilla, la frustración de las hadas por no haber podido proteger a la joven, ¿no podía considerarse eso victorias por su parte?

Sí, una buena tajada de triunfos le pertenecía a ella.

Sus siervos abrieron los ojos de par en par de puro terror al verla atravesar el puente recién reparado a toda prisa. Ya no era la severa ama de siempre, orgullosa y altanera, sino una criatura herida tanto por dentro como por fuera, y eso les aterraba mucho más. Todas las criaturas se agolparon en el patio de armas, rodeando a la mujer. Ella oteó su alrededor, jadeando. En otro tiempo, si las circunstancias lo hubieran permitido, habría mandado a sus siervos al infierno a grito pelado, pero ahora…

"Ahora", dijo mentalmente, sonriendo, "Ahora no son problema mío". Alzó la cabeza.

-Lar…-jadeó-. Largo de aquí…-las criaturas se miraron, interrogantes. Ella apretó los labios, aguantando a duras penas el dolor de la herida y las quemaduras-. Fuera. Largo. No quiero veros por aquí nunca más.

Las criaturas vacilaron. Ella los comprendía, en parte, pero no quería tener que sostener la mirada a ningún engendro más. Quería gritarles que se largaran de una vez y para siempre, y eso habría hecho de haber tenido fuerzas. Tras esos instantes de duda, las criaturas obedecieron. Abandonaron el castillo en tropa para dispersarse una vez atravesadas las murallas. Ella los vio marchar con los labios torcidos en un gesto de asco, sin preguntarse a dónde irían o qué tendrían pensado hacer con su recién adquirida libertad. Una vez se supo sola penetró en la torre y subió a su habitación. Se dejó caer en el catre, exhausta, y miró hacia su balcón. Allí estaba Diablo, su Fiel Amigo, transformado por siempre en una estatua de piedra. Nunca volvería a gozar de la compañía del animal que la había acompañado desde niña…

…Claro que, mirándolo desde otro ángulo, podría sacar provecho. Quería a Diablo con toda su alma, pero el cuervo era el recuerdo vivo de su pasado, un pasado que llevaba años queriendo olvidar. Sus recuerdos afloraban sobre todo cuando dormía, formando sueños agridulces que trataba de evitar a toda costa. Las personas que formaban parte de su pasado la acosaban cada noche.

Por eso mismo no quería volver a dormir, a pesar del cansancio. Luchó contra el sueño todo lo que pudo pero, como otras noches antes de aquella, éste último venció. Soñó con los bosques de su tierra natal. Ella y su hermana estaban paseando, disfrutando de una plácida mañana de verano. Su hermana reía y ella reía con ella. Era su compañía, su perrito faldero, su dueña indiscutible. Entonces aparecía una figura masculina en el horizonte. Su hermana, que ahora la sostenía entre sus manos como una muñeca, la tiró al suelo nada más ver la figura. Se arrojó en brazos de ese hombre y, mientras se besaban con pasión, se recitaban poesía. Ella se quedó mirándolos con sus ojos de muñeca, tirada en el suelo ahora frío. Ya no era la amante hermana. Se había convertido en algo viejo y feo con lo que su hermana no quería jugar. La habían dejado tirada.

Despertó empapada en sudor frío, ardiendo de fiebre y entre lágrimas. Boqueó un par de veces, tratando de tranquilizarse, a la par que se secaba las lágrimas a toda prisa. Se sentía mucho mejor, a pesar de la fiebre. Se incorporó sin problemas y se examinó las heridas. La del pecho estaba, al menos, cerrada. Las quemaduras de la pierna y el torso estaban prácticamente curadas, aunque le dejarían su maldita marca. Al menos, se dijo, las quemaduras quedarían ocultas por los vestidos. No podía permitirse aparecer maltrecha en público, pues eso sería, por su parte, un signo de debilidad. Si un muchacho armado con una mísera espada había sido capaz de infligirle tal daño, dirían, ¡la Emperatriz del Mal no era indestructible, al fin y al cabo!

Ya no se la tomaría en serio en ninguna parte. Los caballeros jóvenes se disputarían el privilegio de combatir con ella, el rey organizaría una incursión para acabar con su vida de una vez por todas…Lo mejor sería, por ahora, fingir su propia muerte. Al menos durante el tiempo suficiente para recobrar las fuerzas y planear su venganza.

-Pero –se preguntó, impresionada consigo misma- ¿De verdad quiero venganza?

¿Además qué venganza sería? ¿Por qué? ¿Venganza por un asunto que al fin y al cabo había empezado ella?

"Es de buen gusto saber ganar, pero es de mucho mejor aprecio saber perder y retirarse a tiempo", pensó, recordando las enseñanzas de su madre, una mujer que había renegado de ella hacía ya demasiado tiempo. Se sorprendió sintiendo añoranza de su antiguo hogar. Antaño se hubiera obligado a creer cualquier cosa con tal de no reconocer tal sentimiento, pero ahora, sin embargo, no se avergonzaba en absoluto. ¿Cuánto hacía que no pisaba Lisieux? Demasiado tiempo, en todo caso…

Giró la cabeza hacia el balcón, alarmada. Asomó la cabeza, aguzando el oído. Una figura solitaria había atravesado el puente y ahora deambulaba sin rumbo por el patio. Al principio sopesó la posibilidad de que simplemente se tratara de uno de sus sirvientes que, por el motivo que fuera, regresaba al que había sido su hogar pese a la ira de su ama. Sin embargo, la figura era mucho más alta que una de sus criaturas. Iba envuelta en harapos, por lo que no pudo distinguir su sexo. Se movía a un lado y a otro, receloso y cauto, con el miedo metido en el cuerpo. Sintió su aura de poder mágico, demasiado fuerte para pasarlo por alto. Sin embargo, dado su aspecto, no tenía ni idea de cómo usar tamaño poder. Fuera quien fuera, era inofensivo.

Bajó las escaleras, atravesó la torre del homenaje y salió al patio con la cabeza bien alta. Su poder, aunque momentáneamente mermado, podía servirle perfectamente para acabar con aquel intruso.

-¿Quién eres y qué demonios quieres? –bramó, alegrándose de volver a recobrar su habitual timbre de voz.

Supo que se trataba de una mujer al verla de cerca. Los harapos eran todo lo que quedaba de un vestido que antaño debió de ser el orgullo de su propietaria, tal era la riqueza de la tela y los adornos que a duras penas aguantaban. Sin embargo tenía mil y un desgarrones aquí y allí, tantos que apenas cubrían a su portadora. Cuando la mujer salió a la luz se descubrió que era joven, de unos veinte años de edad. Tenía los rasgos de la cara angulosos y ésta enmarcada en unos brillantes rizos rubios que a ella le recordaron a los de su sobrina, la mirada altanera propia de quien ha nacido noble, y los labios finos. Estaba terriblemente delgada y demacrada.

Al verla, la joven bajó los ojos. Eran de color negro, tan penetrantes que parecían dos pozos sin fondo. Secos, eso sí. Que esa muchacha había derramado lágrimas era algo evidente nada más verla, lágrimas de cólera y frustración, de inocencia perdida.

Ella repitió la pregunta, impasible. La joven, como respuesta, fue hacia ella y se arrodilló a sus pies.

-Aceptadme como aprendiz.

Habló en francés, su idioma natal, y la frase la dejó estupefacta. La chica volvía a llorar de nuevo, agarrada a sus faldas.

-¿Qué? –preguntó.

-¡Aceptadme como aprendiz, os lo ruego! –Gimió la joven-. Tengo…Tengo el don…Soy como vos…

Ella quiso apartarse, asqueada por el servilismo de la joven, pero la otra se negaba a soltarla. Mientras lloraba y gemía a sus pies, la examinó con la mirada. Debía proceder de alguna familia de bien de Lisieux, dado que sólo balbuceaba francés. Algo había tenido que pasar para que una joven que lo tenía todo acabara suplicándole a la bruja más temida de los reinos cercanos. Tenía la parte interior de las piernas manchadas de sangre seca, y también varias marcas de golpes. Con un suspiro, ella comprendió. Otra maldita muñeca rota…

Se apartó de la sollozante joven y la hizo un gesto para que se pusiera en pie.

-Ven –le dijo. Echó a andar con la chica pisándole los talones. Subió con ella hasta su torre y, una vez en su cuarto, anotó unos hechizos en un pergamino. Luego se lo tendió a la joven, junto a una pluma, un bote de tinta, y más pergaminos en blanco.

-Éste –dijo mientras señalaba el primero de la lista- te servirá para trasladarte a cualquier lugar de la Tierra en el que ya hayas estado. Este otro te dará fuerza durante unas horas, y este último invoca una espada de fuego. Encontrarás abajo todo lo que necesitas. Vete y vuelve cuando los hayas puesto en práctica.

La chica tragó saliva, recogió las cosas y salió dando zancadas. Maleficent se quedó apoyada contra su escritorio. Se llevó una mano al pecho dolorido, emitiendo un jadeo. Había sentido una punzada de dolor que costosamente había logrado disimular. Cuando se le pasó invocó algo de comida; vino, pan y algo de fruta fresca. La boca le sabía a yeso y su estómago no terminaba de aceptar el alimento, pero se sintió agradecida a la bebida. Carraspeó un poco al primer trago, pero los siguientes fueron para ella un regalo del Cielo. Acto seguido se volvió a echar en la cama y, por primera vez en años, no soñó con nada.

La joven se instaló en una sala cercana a su habitación, justo al pie de su torre. Había cogido comida de la despensa y se había dedicado a saciar el hambre. El resto del día también lo dedicó a dormir. Los dos días siguientes apenas salió de su habitación ni del pasillo a cielo abierto que unía la sala con la torre. Se sentaba en las almenas a copiar y a memorizar el pergamino sin atreverse a descansar ni un momento. Maleficent la observaba desde el balcón, sentada junto a su Fiel Amigo. Durante esos primeros días no se dirigieron la palabra en ningún momento.

Sin embargo, al tercer día, la joven desapareció. Maleficent no la vio al asomarse al balcón y tampoco se preocupó demasiado. Decidió dedicar el día al estudio y se atrincheró en su habitación. A media mañana empezó a diluviar.

Fue al atardecer cuando volvió a sentir el aura de la joven. Maleficent alzó la cabeza por encima de sus libros, observando a la chica. Estaba empapada y la miraba fijamente, aterrorizada. En su mano derecha sostenía una espada de fuego y en la otra la cercenada cabeza de un hombre a la que agarraba del pelo. La cabeza y la espada aún goteaban sangre, y el vestido hecho jirones de la muchacha estaba teñido de manchas carmesíes, al igual que los brazos y la mejilla izquierda.

-Ya…Ya lo he puesto en práctica –susurró la joven- ¿Soy ya vuestra aprendiz?

Maleficent miró la cabeza cercenada y esbozó una sonrisa. Al menos una de las dos había tenido el placer de vengarse con éxito.

-¿Cómo te llamas?

La chica tragó saliva. Vaciló unos instantes.

-Nimue.

Maleficent hinchó los carrillos y soltó una sonora carcajada. Se puso en pie.

-¿Conoces los mitos artúricos? Eso es bueno. Tendré que conformarme con eso.

Le hizo un gesto para que se fuera. La joven tiró la cabeza al suelo y se marchó, cerrando suavemente la puerta tras de sí. Maleficent volvió a sentarse, sonriente y pensativa, sorprendida con la muñeca rota.

-Así que Nimue, ¿eh?