Prólogo.
Caminaba por el campamento. El pasto amarillento. El sol ocultándose. Miles de campistas moviéndose de un lado para otro. La enfermería abarrotada. La cabaña de Atenea haciendo planos para reconstrucciones. La cabaña de Apolo corriendo de un lado para otro. La cabaña de Hermes sonriendo y procurando levantar el ánimo.
Sin duda, no era un día normal en el Campamento Mestizo. Y ninguno lo sería por un tiempo.
Percy se encontraba sentado, en medio del campo de fresas. Inspirar y reconocer el aroma de su hogar lo ayudaba. Se sentía en terreno conocido, por primera vez en muchos meses. La brisa lo zarandeaba, los últimos rayos del sol dándole en la cara. La guerra había llegado a su fin. Todo se había acabado. Al fin podría dormir en paz. En la cama en la que había dormido la casi todos sus veranos desde que tenía doce. En su cabaña. En su campamento. En su ciudad. En su país.
Por lo menos estaba en su país. Después de meses viajando por Europa, estar viendo el otro lado del océano Atlántico le parecía incluso absurdo. Tal vez, la nueva guerra lo había dejado herido. Y la herida aún estaba abierta. Después de perder la memoria, después de sobrevivir al tártaro, después de la pérdida de Leo Valdez… se estaba desangrando. Pero la herida algún día cicatrizaría. Toda esa guerra se convertiría en una marquita insignificante… una cicatriz que vería todos los días, sí. Pero le llegaría a parecer una parte de su cuerpo. Una parte con la cuál vivir no lo incomodaría. Un sutil desperfecto en un cuerpo completamente funcional. Tenía tantas cosas por las que seguir adelante…
Una perfecta novia. Nuevos amigos. Un nuevo campamento que defender. Una madre que lo esperaba en casa…
Porque la vida iba a continuar. "Tú puedes retrasarte lo que quieras, pero el tiempo nunca te va a esperar" Tal vez el dicho fuera muy cierto. Y ya había perdido tiempo suficiente.
Aún sentía el aire del Tártaro en la nariz. Como una capa de suciedad de la que no se podía desprender ni con la lejía más potente del universo. Aún, en las noches frías en las que recordaba las vidas que se habían perdido podía sentir la maldición de Gerión atravesándole el pecho. El veneno de Gorgona matándolo poco a poco. Podía sentir la mano de Bob el titán tratando de curarlo. La mano de Damasen salvándolo de la muerte. Y, algún día, lo juraba, esos nombres llegarían a ser los más conocidos del Olimpo. Porque esos dos hijos de Gea – en el buen sentido - habían sido su salvación.
Algún día, todo eso le parecería un recuerdo lejano y difuso. Un mal sueño. Pero por ahora, lo mejor que podía hacer era distraerse, bromear y ocultar todo eso en su interior.
Volver a la escuela… tal vez, en un par de años ir a una universidad… casarse. Tener una familia.
Por ahora solo debía ocuparse de ver a su mamá, de abrazarla de inspirar su aroma… de tenerla cerca de nuevo.
Porque iba a tenerla de nuevo. Iba a seguir adelante, por más pesadillas que se le presentaran. Nada volvería a la normalidad. Porque él iba a inventarse su propia normalidad.
O.o.O.o.O.o.O.o.O
