Primero que nada… esta historia NO me pertenece… es una adaptación de un libro llamado Marido y amante de Jacqueline Baird… hehehe… Y en segunda los personajes de Sailor Moon, tampoco me pertenecen… son de la grandiosa Naoko Takeuchi…
Capítulo 1
Inglaterra en febrero no era su lugar favorito, pensó malhumorado Darien Chiba mientras una lluvia helada caía dificultándole la visión de la carretera. Pero la carta que había recibido el día anterior por la mañana en su oficina de Atenas de un tal señor Kumada, un socio de una firma londinense de abogados, y la documentación adjunta, le habían dejado totalmente anonadado.
Por lo visto, el hombre en cuestión había leído un artículo en el Financial Times que mencionaba el descenso del valor de las acciones de Chiba International. En ese artículo, Darien Chiba había explicado que lo sucedido era una reacción comprensible del mercado ante el trágico accidente que había terminado con las vidas de su hermana y de su padre, el director de la compañía; sin embargo, se había apresurado a señalar que el precio de las acciones se recuperaría rápidamente.
El dicho señor Kumada lo había informado de que Mina Chiba era cliente suyo y que deseaba confirmar su muerte, ya que su firma poseía un testamento redactado por la señora y del cual el propio abogado era el ejecutor.
Lo primero que pensó Darien fue que debía de ser algún intento de fraude motivado por la mención de su nombre en el periódico, lo que ya era de por sí una circunstancia poco habitual. El nombre de los Chiba aparecía alguna vez en la prensa económica, pero raramente en la generalista. Familia de banqueros, pertenecían a esa élite de adinerados que no cortejaban ni la fama ni la publicidad, sino que se concentraban en su fortuna. Guardaban su intimidad de forma tan celosa que el gran público apenas sabía de su existencia. Pero tras hablar por teléfono con el señor Kumada, Darien se había dado cuenta enseguida de que ese hombre iba en serio y de que si no actuaba deprisa el anonimato de la familia corría el riesgo de desaparecer precipitadamente. Darien había quedado en llamarle más tarde. Después de esa conversación, por fin se tomó la molestia de revisar la caja de seguridad de su hermana, algo que tendría que haber hecho hacía tiempo y que la presión del trabajo le había impedido.
Como esperaba, allí encontró las joyas que su madre le había dejado a su hermana. Pero también había una copia de un testamento redactado hacía dos años por el mismo señor Kumada de Londres, firmado y testificado con arreglo a la ley. Un testamento que, además, dejaba sin valor el que el abogado de la familia tenía en Atenas y que Mina había hecho a la edad de dieciocho años siguiendo el consejo de su padre. La información que contenía el nuevo testamento lo enfureció, pero se contuvo y llamó a uno de sus abogados. Devolvió la llamada al señor Kumada y concertaron una cita para el día siguiente Aquella mañana al despuntar el día se montó en su jet privado para volar a Londres. La entrevista no hizo sino confirmar las malas noticias.
Al parecer, nada más recibir la confirmación verbal de Darien sobre la muerte de Mina, y cumpliendo con las instrucciones que tenía, el abogado había redactado una carta para una tal señorita Tsukino. En ella la informaba de que Mina había muerto y de que ella era una de las beneficiarias del testamento. Darien no podía hacer nada por el momento, pero había obtenido la promesa del señor Kumada de que guardaría absoluta discreción al respecto, y se habían despedido con un apretón de manos. El señor Kumada era honrado, pero no tonto: sabía que no había que importunar de forma gratuita a una compañía como Chiba International.
Darien metió el coche de alquiler en la entrada. En condiciones normales, solía viajar en una limusina con chófer, pero en ese caso era preciso mantener el mayor de los secretos hasta poder evaluar la situación. Detuvo el coche y echó un vistazo a la casa. Situada al abrigo de las colinas de Costwold, era una casa construida en piedra.
Se veía una luz encendida en una de las ventanas de la planta baja, lo que apenas podía extrañar teniendo en cuenta la oscuridad del día. Con un poco de suerte, era un indicio de que Serena Tsukino estaba en la casa. Se le había pasado por la cabeza telefonearle, pero luego pensó que era mejor no avisarla de su llegada. El elemento sorpresa era la mejor arma en una batalla, y ésa estaba decidido a ganarla.
Un destello de depredador iluminó sus oscuros ojos. Salió del coche, puso los pies sobre el camino de grava y cerró la puerta de golpe. A menos que ella ya hubiera recibido la carta del señor Kumada, la señora estaría en la casa a punto de recibir una sorpresa de cuidado.
De nuevo ninguna señal. Serena, con el ceño fruncido, volvió a poner el teléfono en la mesa del vestíbulo. Su mejor amiga, Mina Chiba, llevaba un ritmo de vida frenético, pero solía llamarla todas las semanas y la visitaba por lo menos una vez al mes. En realidad, desde que Mina había regresado a Grecia el pasado mes de julio, había dejado pasar de vez en cuando una o dos semanas sin dar señales de vida, pero esa vez habían transcurrido ya más de seis semanas sin una llamada. Lo más preocupante era que, después de cancelar sus tres últimas visitas, Mina había prometido a su hijo, Alexander, que los visitaría con toda seguridad en Año Nuevo, pero una vez más había cambiado de planes en el último minuto. Serena no había tenido noticias de Mina desde entonces.
Se mordió el labio inferior en un gesto de preocupación. No estaba bien que les hiciese eso. Alexander había pasado la mañana entera en la escuela de preescolar. Tras ir a recogerlo, le había preparado la comida, y ahora el niño estaba echándose la siesta de todas las tardes. Sabía que se despertaría en una hora o tal vez menos, y quería contactar con Mina antes de que eso ocurriese, pero sólo tenía el número del móvil de Mina.
Con una mueca, Serena recogió de la mesa del vestíbulo el correo que aún no había tenido tiempo de abrir. Quizás Mina había escrito, pero era una esperanza llana. Su amiga nunca le había enviado una carta; a lo sumo, alguna tarjeta de felicitación por Navidad o con motivo de un cumpleaños. El teléfono y el correo electrónico eran su forma favorita de comunicación.
Sonó el timbre, dejó las cartas y, con un suspiro, se preguntó quién podría ser a esas horas de la tarde.
—Está bien, está bien, ya voy —refunfuñó al oír que llamaban al timbre una y otra vez. Quien quiera que fuese, era evidente que no poseía el don de la paciencia, pensó mientras bajaba al vestíbulo para abrir la puerta.
«Darien Chiba», se dijo al verlo. Serena se puso tensa. Su mano apretaba con fuerza el picaporte de la puerta, incapaz de creer lo que le decían sus ojos. Por un instante se preguntó si había olvidado ponerse las lentillas y lo que veía era producto de su imaginación.
—Hola, Serena —aunque ella era algo miope su oído funcionaba a la perfección.
—Buenas tardes, señor Chiba —respondió educadamente, tratándolo de usted.
Su mirada perpleja se centró por un segundo en el aspecto físico del visitante. Medía más de un metro ochenta, e iba vestido con un impecable traje oscuro, camisa blanca y corbata de seda. No había cambiado mucho pese a los años transcurridos desde su último encuentro. Era tan fuerte, moreno y adusto como lo recordaba.
Tenía los ojos oscuros, los pómulos angulosos, una nariz grande y recta y una boca ancha. Por sus rasgos, se diría que era más duro que guapo. Pero era físicamente atractivo en un sentido primitivo y masculino. Lamentablemente para Serena, todavía tenía sobre ella el mismo efecto perturbador que cuando se conocieron, provocándole una repentina agitación en el estómago que achacó sin pensárselo dos veces a los nervios. No era posible que aún le tuviera miedo. Ya no tenía diecisiete años, sino veintiséis.
—¡Qué sorpresa! ¿Qué está haciendo aquí? —preguntó por fin, mirándolo con recelo.
Lo había conocido hacía nueve años, en unas vacaciones con Mina en la casa de veraneo que la familia de su amiga tenía en Grecia. Se había llevado la impresión de que se trataba de un hombre arrogante y cínico, pero también poderosamente masculino.
Un día Serena estaba caminando por la playa cuando alguien a lo lejos, con una voz profunda, le preguntó a voces quién era. No tuvo dificultades para entenderlo en griego. Mirando el mar, había visto a un hombre de pie en la orilla. Sabía que era una playa privada, pero como invitada de Mina tenía todo el derecho a estar allí. A su vez, había respondido a voces, y en su inocencia se encaminó hacia el hombre, haciendo un esfuerzo por distinguirlo mejor. Al verlo con más claridad, le dijo su nombre con una sonrisa y le tendió la mano. Luego, con la mano aún suspendida en el aire, se detuvo y se quedó mirándolo fijamente.
Era un hombre alto y fuerte, con una toalla blanca enrollada en torno a una esbelta cintura. La musculatura de su magnífico y bronceado cuerpo estaba tan claramente definida que el propio Miguel Ángel no lo podría haber esculpido mejor.
Sus miradas se encontraron, y ella se quedó sin respiración. Algo oscuro y peligroso arremolinado en las negras profundidades de sus ojos le había acelerado el pulso. Sus instintos más primitivos le decían que saliese corriendo, pero estaba paralizada por la presencia física de aquel hombre. Cuando finalmente éste habló, le hizo un comentario tan mordaz y cruel que su eco nunca había dejado de resonar en la cabeza de Serena.
—Me siento adulado, y obviamente tú estás disponible, pero yo soy un hombre casado. La próxima vez deberías preguntar antes de comerte a alguien con los ojos —y dicho esto, se fue caminando.
Nunca antes, ni después, Serena se había sentido tan avergonzada.
—Pensaba que estaba claro —el sonido de su voz la devolvió bruscamente al presente—. He venido a verte. Tenemos que hablar —él sonrió, pero ella notó que la sonrisa no tenía reflejo en la expresión de sus ojos.
Serena no quería hablar con él. Después de aquel primer encuentro, durante el resto de su estancia en Grecia, había intentado evitarlo. En realidad, había sido bastante difícil para las dos jóvenes pasar inadvertidas. En las raras ocasiones en las que Serena no había tenido más remedio que coincidir con él, le había hablado de forma educada pero distante. Cuando Esmeralda, la hermosa mujer de Darien, llegó poco antes de que finalizaran las vacaciones de Serena en la isla, ésta no pudo dejar de preguntarse qué era lo que aquella despreocupada mujer estadounidense habría visto en un hombre tan frío y displicente. Para Serena, el desagradable comentario que le había hecho Darien, junto con el trato correcto pero distante del viejo señor Chiba, hacia ella y hacia su propia hija, no hacía otra cosa sino confirmar lo que Mina le había confesado en la escuela.
Según Mina, el supuesto motivo por el que vivía interna en un colegio de Inglaterra en vez de estar en su casa en Grecia era que su padre y su hermano habían acordado que debía mejorar su inglés. Pero la realidad era que ambos habían decidido que le convendría la disciplina de un internado femenino. Por lo visto, la habían sorprendido fumando y coqueteando con el hijo de un pescador. No era para tanto, según Mina, quien personalmente creía que tenía más que ver con el hecho de que su madre se había suicidado cuando ella tenía veinte meses a causa de una depresión posterior a su nacimiento. Su padre la había culpado por la muerte de su esposa, y prefería perderla de vista.
En palabras de Mina, su padre y su hermano eran unos arrogantes cerdos machistas; banqueros ricos y ultraconservadores dedicados por completo al negocio familiar de amasar dinero que elegían a las mujeres siguiendo ese mismo criterio económico. A diferencia de su madre y de su cuñada, Mina no había tenido intención de casarse en beneficio de la empresa familiar. Había decidido permanecer soltera hasta cumplir, al menos, los veinticinco. A esa edad, su padre ya no podría impedir que heredase las acciones del banco que su madre le había legado en fideicomiso. Serena la había ayudado a lo largo de los años a conseguirlo.
Con el recuerdo de la pobre opinión que Mina tenía de su hermano, Serena miró fijamente al hombre alto y de anchas espaldas que tenía enfrente. La lluvia torrencial había, empapado su pelo negro, pero aún desprendía el mismo poderoso halo de agresiva virilidad que tanto la había asustado cuando se conocieron.
—¿Me vas a permitir entrar, o sueles dejar a las visitas empapadas y congeladas en el umbral? —bromeó.
—Lo siento, no, yo… —tartamudeó—. Entre.
Ella retrocedió un poco y él, antes de pasar al vestíbulo, se limpió los pies en el felpudo. Serena, haciendo un esfuerzo por mantener la calma, cerró la puerta y se volvió hacia Darien.
—No se me ocurre de qué tenemos que hablar usted y yo, señor Chiba.
¿Por qué estaba Chiba allí? ¿Había revelado Mina a su familia finalmente la verdad? Pero de ser así, ¿por qué no había llamado y se lo había dicho a Serena? De pronto, el no haber tenido noticias de Mina durante tanto tiempo la asustó. Había estado preocupada por Alexander, pero ahora estaba más preocupada por su amiga.
—De Alexander.
—¡Ya lo sabe! —Serena exclamó mientras lo miraba atónita con sus ojos celestes—. Así que Mina se lo contó por fin —dijo apesadumbrada.
Siempre había sabido que cuando llegase el momento Mina revelaría a su familia que Alexander era hijo suyo y que asumiría la custodia del niño, pero no esperaba que sucediera al menos hasta dentro de otros tres meses. Tampoco esperaba que la perspectiva de convertirse en una especie de tía honorífica, en una visitante en la vida de Alexander, pudiese resultarle tan dolorosa.
—No, Mina no —repuso Darien con sequedad—. Un abogado.
—Un abogado…
Serena estaba totalmente desorientada y la mención del abogado le hizo tener un presentimiento. Para ganar tiempo y poder recomponer sus ideas, atravesó el vestíbulo y abrió la puerta que daba al amplio y agradable salón.
—Estará más cómodo aquí —dijo indicando a Darien uno de los dos sofás que flanqueaban la chimenea, donde ardía el fuego—. Por favor, siéntese —le pidió con educación, mientras entrelazaba las manos en un gesto nervioso—. Le traeré un café, debe de haberse quedado frío. Hace un día horrible.
Se dio cuenta de que una gota de agua se deslizaba desde su espeso cabello negro hasta su pómulo.
—Y necesita una toalla —ella sabía que estaba divagando, y rápidamente se dio la vuelta y salió a toda prisa fuera de la habitación. Le flaqueaban las piernas y su mente estaba demasiado acelerada. Tomó el bolso de la mesa del vestíbulo y entró en la cocina.
Darien Chiba notó su nerviosismo; de hecho, se había dado cuenta de todos los detalles desde el mismo momento en que ella abrió la puerta, desde los vaqueros que abrazaban su cintura hasta el suéter azul que perfilaba sus firmes pechos. Ahora tenía el pelo mucho más largo; era lo único que la hacía parecer mayor que cuando se conocieron. En aquella ocasión ella había sido encantadora y, como fruta madura, estaba lista para ser probada, algo que él estuvo muy cerca de hacer.
Darien había llegado de noche a la casa que la familia tenía en la isla, y a la mañana siguiente, temprano, había estado nadando desnudo en el mar. Al salir del agua la había visto caminar hacia él. Su pelo rizado enmarcaba un rostro pálido con unos ojos enormes, una nariz pequeña y recta y una boca de labios carnosos. Ella llevaba un vestido blanco de algodón, de manga larga, que le llegaba hasta los tobillos. En principio, debería haber sido un vestido recatado y, sin embargo, con el sol detrás, era casi transparente. Debajo del vestido llevaba unas pequeñas bragas blancas.
Darien se movió incómodo en el asiento al recordar aquellos pechos redondos y altos, la fina cintura, el femenino contoneo de sus caderas y las piernas torneadas mientras se aproximaba, con aquella mirada deliberadamente fija sobre él. Se había preguntado quién era esa mujer y qué estaba haciendo allí.
Sin un atisbo de vergüenza por la desnudez del griego, ella había dicho que le gustaban las primeras horas de la mañana antes de que el sol calentara demasiado, pero él ya estaba caliente sólo de mirarla. La joven continuaba acercándose y él se envolvió con una toalla.
—Soy Serena, la amiga de Mina del colegio —le había tendido la mano a menos de un metro de distancia.
Aquellos ojos de largas pestañas con que le había mirado eran de un suave color celeste, y parecían esconder algún tipo de promesa. Sorprendido, se sintió tentado de tomar lo que tan descaradamente ella le estaba ofreciendo, hasta que se dio cuenta de que tendría tan sólo unos quince años, la misma edad de su hermana. La rechazó con unas palabras burlonas, asqueado más de su propia reacción que la de la joven.
Cuando Serena abrió la puerta, y lo miró con esos enormes ojos celestes, él había vuelto a sentir aquel mismo deseo. Y era curioso, pensó, porque no era para nada su tipo de mujer. Prefería las morenas altas y esbeltas, como su amante actual, Neherenia, una sofisticada francesa. No la había visto desde hacía dos meses, lo que probablemente explicaba su inesperada reacción sexual hacia Serena Tsukino. Esta era todo lo contrario de Neherenia; una rubia clara de piel pálida que no debía de medir mucho más de un metro cincuenta. Además, por si lo anterior no fuera suficiente, el inocente aspecto de la señorita Tsukino tenía pinta de encubrir a la mujer más ladina y ávida de dinero con que se había topado jamás, y eso que había conocido a unas cuantas.
Pensando en ello, concluyó con arrogancia que esa mujer no estaba a su altura, y cerró por unos instantes los ojos. Estaba cansado, y para un hombre que vivía dedicado por completo a su trabajo aquello era una especie de confesión, pero las últimas semanas habían sido un infierno.
Todo había comenzado cuando, hacía un mes, había descolgado el teléfono en la oficina del Banco Internacional Chiba de Atenas. Su padre y su hermana habían sufrido un accidente; recordaba aquel día hasta en sus más mínimos detalles.
Con una expresión terriblemente malhumorada, había recorrido todo el hospital hasta las puertas del quirófano. Nadie del personal del hospital con quien se había cruzado se había atrevido a dirigirle la palabra, pero todos sabían que era Darien Chiba, el banquero internacional con oficinas en Atenas, Nueva York, Sidney y París, tan adinerado como un jeque árabe, y a punto de serlo aún más después de los trágicos sucesos del día.
Se había parado fuera de las dobles puertas del quirófano, preguntándose cuánto tiempo llevaban ahí dentro. Echó un vistazo a su reloj y ahogó un gemido: apenas habían transcurrido cuarenta minutos. Ni siquiera había pasado una hora desde que habían introducido en camilla el cuerpo destrozado de su hermana Mina a través de las puertas metálicas del quirófano. Y sólo tres horas desde la llamada de teléfono que había recibido en el banco informándolo del accidente de coche que había matado a su padre en el acto y herido gravemente a su hermana. La misma llamada que le comunicó que Mina había sido evacuada en una ambulancia aérea desde la isla de la familia hasta el mejor hospital de Atenas.
Le costó mucho creer lo que había sucedido. Habían pasado las Navidades y Año Nuevo todos juntos en la isla, pero él se había marchado temprano la tarde siguiente para pasar un par de semanas en Nueva York. Dando por supuesto que su padre y Mina habían regresado a la casa de la ciudad hacía un par de días y esperando reunirse con su padre en el banco, había volado a Atenas esa mañana temprano.
¿Cómo diablos había ocurrido? Se lo había preguntado un millón de veces, y también al personal del hospital, a la policía e incluso al ministro. De todo lo que se había enterado era que Mina se dirigía al puerto con su padre cuando aparentemente perdió el control del coche y terminó en un barranco. En cuanto al equipo de cirujanos de élite que Darien había exigido y obtenido, se habían mostrado reacios a dar una opinión sobre las posibilidades que Mina tenía de salvarse. Lo único que decían era que se encontraba en estado crítico pero que harían todo lo que estuviera en sus manos. Darien había cruzado el hospital para hundirse en un asiento orientado en dirección al quirófano. Había reclinado la cabeza contra la pared y cerrado los ojos en un intento de bloquear la realidad de la situación.
Su padre estaba muerto y él sabía que lloraría su muerte, pero su hermana estaba luchando por salir adelante tras esas puertas cerradas, y él nunca se había sentido más impotente en su vida.
Una sensación de déj vu lo envolvía. Dos personas distintas, un momento diferente y, rezaba por ello, otro resultado. Cuatro años antes, en junio, estaba en Nueva York sentado en un hospital privado muy parecido a ése, esperando mientras operaban a Esmeralda, su esposa, después de otro accidente de tráfico. El pasajero en aquella ocasión había sido el monitor de gimnasia de su mujer, que había muerto en el acto.
Esbozó una sonrisa amarga y cínica. Más tarde el cirujano le dijo apesadumbrado que su mujer había muerto en la mesa de operaciones, pero que había dado a luz a la criatura que llevaba dentro. Era un niño. Por un instaste sintió un estallido de esperanza hasta que el doctor, que había evitado mirarlo a los ojos, añadió:
—Aunque el niño está bien desarrollado, ha resultado gravemente herido y sus posibilidades de sobrevivir son escasas —unas horas más tarde el niño también murió.
Darien abrió los ojos y, rogando en silencio que ese accidente tuviera un final más feliz, se levantó para hablar con el cirujano.
—La operación ha sido un éxito y su hermana está ahora en cuidados intensivos —Darien exhaló un poderoso suspiro de alivio, pero no duró mucho al escuchar cómo continuaba el médico—: Pero hay complicaciones graves. Ha perdido mucha sangre y sus riñones están fallando. Desgraciadamente, las secuelas que el consumo de drogas ha dejado en su organismo no la están ayudando. Pero estamos haciendo todo lo que podemos. Puede pasar un momento y verla; la enfermera le mostrará el camino.
Cuando dos horas después su hermana murió, aún le estaba dando vueltas al asunto de las drogas.
Con los ojos abiertos, Darien observó el acogedor salón de estilo inglés. De haber pensado que lo de las drogas era lo peor que podía haber hecho su hermana durante su corta vida, el día anterior se habría demostrado que estaba en un error.
La culta e inteligente mujercita que había creído era su hermana, había crecido hasta llegar a protagonizar una doble vida durante años con la ayuda de Serena Tsukino. Una mujer con la que su hermana, según le dijo ella misma y como recordaba con toda claridad, había perdido contacto cuando ésta se había ido a Londres a estudiar a la universidad.
Incluso para un hombre tan cínico como él, en particular en lo concerniente al bello sexo, las mentiras y las dotes de actuación que Mina había desplegado durante los últimos años le dejaban estupefacto. Había querido a su hermana, y aunque tal vez no se lo demostró cómo debía, se sentía dolido por el engaño. Para un hombre que nunca se había permitido mostrar sus emociones y que no dudaba en despreciar a cualquiera que lo hiciese, no era nada fácil reconocerlo, y sabía exactamente a quién culpar. Su hermana ya no estaba, pero la señorita Tsukino tenía mucho de lo que responder, y él personalmente se encargaría de que así fuese.
Bueno espero que les guste esta historia tanto como a mi... saluditos y nos vemos en el siguiente capítulo...
Sayo y besitos con sabor chocolate...
OwO!!
PD. intentaré subir capítulo día de por medio..
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