Título: Amor a primera deducción
Resumen: Sherlock tiene que huir que su reino, siendo el príncipe, porque su hermano, el rey, quiere casarse con él, en aquel otro reino conoce en las fiestas del palacio a un príncipe muy interesante: John Watson. El príncipe John no cree en el amor a primera vista, pero si en el amor a primera deducción. ¿Deducción? Eso mismo.
Aviso: Este fanfic participa en el Rally "The game is on!" del foro I am sherlocked, para el equipo "El sabueso de Baskerville"
Advertencia: Bueno, ninguna más que amor más que fraternal, no correspondido, por parte de Mycroft a Sherlock
Notas: Le dio las gracias a mí adorada beta somegirluniverse (que se creó una cuenta nueva hace poco por Wattpad) por poder corregirme este fanfic. Los personajes no son míos, la historia si y espero que la disfruten. Esta historia, está basada en el cuento "Piel de asno" pero claro con algunas ideas mías, y una adaptación algo distinta xD
Amor a primera deducción
La confesión de un gordo rey
Era el rey quien lo tenía todo: un reino ordenado y pacífico, un burro cuyo excremento era de oro y, por sobre las demás cosas, una preciosa reina a la que no podía adorar más. Mycroft Holmes, adorado y prestigioso rey, no había dejado ninguna descendencia antes de que su hermosa esposa, la reina Irene Adler, muriera, dejando un vacío en todos los corazones y no tan sólo en el del rey Mycroft, quien se caracterizaba por no demostrar sentimientos. «El hombre de hielo» le decían. Ese día no derramó una lágrima, pero a pesar de eso, todos pudieron notar lo mal que estaba por el reciente fallecimiento de su esposa.
"— ¿Podrías hacerme un último favor?
— El que tú quieras. — dijo él sin pensarlo dos veces.
— Cuando mi momento llegue, quisiera que te cases con una persona que tenga tanta belleza e inteligencia como yo. El tiempo no está a mi favor, Mycroft, necesito que me lo prometas. — Sonrió con tristeza, pues su esposa nunca había sido la persona más humilde de todas.
— Lo prometo."
Esa fue la última conversación que el rey mantuvo con su amada.
Por el momento se encontraba demasiado deprimido para contraer matrimonio nuevamente, además pensó en que no podría cumplir con su promesa, ya que no creía poder encontrar a nadie con tales cualidades que su querida Irene tuvo alguna vez.
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Cuando la depresión se alejó, intentó comenzar la búsqueda de su siguiente reina. Pero no había una mujer tan hermosa y brillante como Adler, lo cual lo mantuvo deprimido hasta que al día siguiente su hermano, el príncipe Sherlock Holmes, visitó el castillo, algo que no era frecuente por su parte, para darle su pésame al rey. Éste, quien siempre con su hermano había tenido una relación algo extraña, empezó a fijarse en él como algo más que su familiar.
Se fijó en su piel, tan pálida como la de su difunta esposa, en su cabello tan oscuro como el ébano, y en esos rulos bien formados sobre su cabeza, un cabello tan parecido como el que alguna vez su amada había conservado en perfectas condiciones y, por supuesto, esos ojos tan grises como un día en el que las nubes se apoderan del cielo. Desde ese preciso momento, le encantó.
¡Pero si era su propio hermano! ¿En qué clase de mente enferma podía considerarse bien lo que Mycroft estaba pensando? Además de que era un hombre y no habría descendencia, estaría mal visto por cada criatura que pisara el reino, pero a él realmente no le importaba.
El pelirrojo volvió a caer rendido ante esos ojos grises, tan parecidos a los de Irene. Y no tan sólo sus similitudes eran físicas, sino que había sido brillante e inteligente, tanto como el mismo Mycroft, y muy astuta, al igual que Sherlock, quien era un genio impredecible y caprichoso, por partes iguales. Era la persona perfecta, finalmente podría cumplir con su promesa.
Pasando unos meses, Sherlock notó el cambio en su hermano. Antes sólo le preocupaba su bienestar y enviaba gente a controlarlo, ahora la visita de esas personas que lo vigilaban era mucho más frecuente, y Mycroft le hacía visitas inesperadas, además de que enviaba flores y algunas cartas que decían que «su mirada era perfecta, como un cielo nublado».
Inmediatamente supo que esa carta no había sido escrita por su hermano, sino que probablemente le había pedido a su consejero real (un tal Mike Stamford) que redactara una carta a su persona. Le pareció muy melosa, y si Sherlock la guardo fue para tratar de buscarle algún sentido a aquello que leía.
No tenía sentido, parecía que su hermano lo estaba cortejando, enviando cartas, flores, y hasta caballos hermosos, «como si fuese una dama» pensó, con enojo.
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Mycroft se había confesado. ¡Su gordo hermano se le había confesado! ¿Era cierto o una completa confusión? No tenía idea, pero si algo sabía era que debía actuar rápidamente, puesto que ya le había pedido casarse con él.
Lestrade, quien era al único que podía llamar amigo (o la única persona que podía soportar su arrogancia y temperamento) se decidió a ayudarlo sólo porque él sintió desde siempre, cierta atracción por el rey.
Su «hado padrino», como a veces le llamaba para molestarlo, le aconsejó que le pidiera a Mycroft cosas que no podría darle, como condición de aceptar casarse con él.
Esas tres cosas eran: un libro que contuviese todos los oscuros secretos de la antigua religión, un órgano humano, preferiblemente un hígado o pulmón para poder analizar, y, finalmente, y un traje de la piel de su asno.
Desde entonces, los días, semanas, y meses, pasaron rápidamente pero los presentes de Mycroft hacia Sherlock, continuaban siendo constantemente recibidos por este último.
El rey, tanto anhelaba casarse con su propio hermano que decidió concederle sus caprichos (como siempre había hecho, como todo buen hermano mayor). Le entregó el libro, un hígado y por último, el traje de la piel de su preciado asno, el cual era horrible pero había hecho sólo para complacer a Sherlock.
El pobre príncipe paso días sin poder dormir, todo porque recibía constantes cartas de Mycroft pidiendo que se presentara para que pudieran casarse, cartas que ni una sola contestaba, ni por accidente. Entonces Gregory le aconsejó, o más bien, le ordenó que se alejara. Sherlock sabía que era por su propio bien, aunque no evitó pensar que Lestrade tendría sus motivos egoístas para hacer lo que hacía. Fue entonces cuando decidió marchar.
No sólo le fastidiaba, la situación le superaba, no le podías decir «no» al rey, ni aunque fuese tu propio hermano.
Huyó al reino más cercano que encontró, donde el rey Herny Watson mandaba y su hijo, el príncipe John Watson, era su heredero a pesar de ser el segundo hijo.
En aquel lugar Sherlock no tenía un título ni el respeto de todos, pero el príncipe consiguió un trabajo como cocinero, gracias a Greg. Al momento de trabajar, usaba como atuendo el horrible traje de piel de asno que había traído consigo, además de otras ropas elegantes, su libro y su mejor amigo, una calavera. Sí, todos conocían al príncipe Holmes con sus gustos excéntricos y sus rarezas, y había muchos a quienes por aquello Sherlock no les agradaba en absoluto.
Se realizaban varias fiestas en el castillo, a las que el asistía no para cocinar, sino como simple invitado. Por lo general se sentaba a leer en una esquina, apartado de todos los demás, su enorme libro con los secretos de la antigua religión que su hermano le había dado. Nadie notó su presencia en la habitación, nadie, salvo cierto apuesto príncipe, con el cabello de un dorado muy hermoso como la arena en una playa, unos ojos azules como el mar y una divertida altura.
Se sentó a su lado y Sherlock simplemente lo ignoró como haría con cualquier otra persona normal, ignorando por completo el hecho de que era el hijo de un rey quien estaba a su lado.
John, como toda chusma curiosa (aunque nada orgulloso de ello) decidió echar un vistazo a su libro sólo mirándolo de reojo la portada y consiguiendo leer la mitad de unas páginas, Sherlock leía muy rápido en realidad.
— Esto es ridículo. — dijo con seriedad. Aunque no parecía hablarle a él, John no desaprovechó su oportunidad.
— ¿Qué es ridículo?
— Esto, — señaló la página que leía. — éste libro. Nadie puede saber a través de la magia lo que piensa una persona ni saber cómo es, porque simplemente ¡eso no es magia!, es el arte de la deducción.
— ¿El arte de la deducción?
Sherlock lo miro exasperado, y quejándose con la mirada, como si tuviera que explicarle algo obvio.
— Es obvio que eres el príncipe de este reino, el hijo menor y aún así vas al trono, podría asegurar que se debe a que tu hermano mayor es desobediente y una deshonra, mientras que tú tratas de amoldarte a lo que tus padres quieran y así ser el «hijo perfecto», seguramente porque sientes que tienes una obligación para con el pueblo que pronto estará bajo tu responsabilidad — hizo una pausa, y continuó hablando. — Mientras que tu hermano siempre va a hacer quien sabe qué cosas, tú estás atendiendo las tareas de las que tu hermano debería encargarse. A veces te agobia pero ya es muy tarde para echarse atrás, eres su orgullo y te mataría romperle el corazón a tu madre. Esa persona de ahí — Sherlock señaló a una dama rubia, a lo que John sólo pudo susurrar que era de mala educación —, es tu prometida. Lo que buscas es huir de ella, se nota que está atosigándote, por más que sientas cierta atracción.
— Pero... — John estaba demasiado confundido, y demoró unos minutos en procesar la información recibida. — ¿Cómo hiciste eso?
— Deducción. Simple y llana deducción. Por tus pequeñas y apenas visibles arrugas en el rostro que pude notar, averigüé que pasas mucho tiempo preocupado por realizar adecuadamente tus labores de heredero del reino, ya sabía que eres el menor, no sabes como hay chusma aquí. — esto le sacó una pequeña sonrisa a John. — Deduzco, entonces, que te ocupas de ello porque tu hermano rechazó el trono o tus padres lo decidieron así, por insubordinación y falta de disciplina. También es fácil notar que estas harto de estos eventos y de tus tareas, por como saludas a los invitados con una sonrisa demasiado forzada y falsa.
— ¿Soy muy obvio?
— Aquí la mayoría son idiotas, no lo notarán — contestó Sherlock encogiéndose de hombros. John dejó que continuase con su relato tan interesante —. Pude notar que esa señorita…
— Mary. — aclaró el rubio.
— ..Mary, es tu prometida porque los he visto interactuar y a ti buscando formas para escapar. Pero suponiendo que no te había visto con ella, era fácil suponer que tenían alguna relación. Primero por los anillos iguales que están en sus dedos, más que anillos, sus alianzas, además de que todo su perfume está impregnado en tu piel.
— Eso fue... — Sherlock se esperó un golpe, un insulto o hasta que lo apresaran por haberse dirigido así al heredero al trono. — ¡Fue increíble, maravilloso, fantástico! Hasta podría creerte brujo.
— Ya había dicho, la magia no existe.
— De todos modos, eso de usar el arte de la deducción me parece brillante, tú eres brillante, ¡eres un genio!
John consideró que había ganado mucho viendo que las mejillas de Sherlock estaban rosas por los halagos y atenciones que él le brindaba, halagos que le encantaban.
— No muchos reaccionan igual.
— ¿Cómo reaccionan?
— Me dan golpes o algo parecido. No soportan que supere su intelecto.
— No entiendo por qué, yo te admiro, no he visto a nadie con ese poder. — dijo, mirándolo a los ojos y se sonrojó nuevamente.
— Eres... menos idiota que los idiotas.
— Creo que gracias — sonrió.
— Es — lo pensó y sonrió, haciendo todavía más afilados sus pómulos. — es un cumplido.
— El inteligente chico de las deducciones me hizo un cumplido, maravilloso. — dijo riéndose divertido, John.
— Entonces, ¿en qué me equivoqué?
John pareció meditarlo.
— Dijiste todo bien, con la excepción de que es mi indisciplinada hermana, no hermano.
— ¡Siempre hay algo! — exclamó Sherlock indignado.
— Pero dijiste bien todo lo demás, fue... brillante.
—¡John! — lo llamó alguien a distancia, y al darse cuenta de que era Mary hizo una mueca.
— Tengo que irme. Responsabilidades.
— El príncipe debe cumplir con sus obligaciones.
— A veces me gustaría renunciar.
Por primera vez se sinceró con alguien, y fue con un completo desconocido.
— Lo sé, John.
John finalmente sonrió y se despidió, para volver a los brazos de la rubia mujer. Sherlock lo miró de lejos, y pasó un buen rato hasta que dirigió su vista hacia el libro que yacía abandonado sobre sus piernas y decidió continuar leyéndolo.
