Me colgué leyendo varios policiales últimamente, mangas *¡cof!Fake¡cof!* incluyendo fics así que yo también me subí al tren de este tan precioso género. No se qué nacerá de esta historia…la verdad Canadá con un traje de policía es algo que me vuelve loca...
Es otro fic WTF de mi autoría, solo que más fantasioso y serio que los que publiqué antes. Excuse me, yo fumo de la buena 8D
Advertencias:
-Ubicación temporal: año 2053
-Ligero cambio de apellidos a algunas naciones.
-Probable muerte de alguno. O tal vez no.
-Pareja muy implícita. Espero sepan identificarla.
Long way to
I
Matthew Buckles no era el mejor oficial de la ciudad de Montreal. Pero era uno de los pocos que quedaban, y más aún cuando el invierno era crudo y todos preferían sacar licencia en las semanas donde la nieve ya se convertía en algo fatal. Así, los vuelos hacia los lugares cálidos se llenaban de policías que huían de los 15º bajo cero. Y el único que quedaba en esa solitaria oficina de la calle Boston 1578 era el joven de apenas veinte años, intentando lidiar con la media docena de archivos que sus amables compañeros le habían dejado para ordenar y reclasificar.
Corría el año 2053 para el canadiense. Nunca hubiese creído que todo iba a terminar de ese modo. Él había soñado toda su vida en vivir como el representante de un país que asistía a las reuniones, ayudaba a su jefe a la administración y economía nacional y que de vez en cuando podía ocuparse de su existencia, pasando eternos ratos con sus amigos o su hermano. Pero desde aquel fatal invierno del 2027, cuando la caída económica hizo que su gente comenzara a protestar, cuando el caos llenó las calles de cada una de las ciudades, y cuando a falta de un culpable su jefe de turno no tuvo mejor idea que echarle la falla a él, tuvo que declarar su deceso como delegado nacional y convertirse en un tipo común y corriente, como el resto de las personas. Y empezar su vida en la ciudad como un ser humano cualquiera, por empezar, con un documento nuevo. Matthew Buckles, ese nombre tan raro que le dieron un día antes de patearlo y lanzarlo a vivir en un mundo que conocía demasiado bien y que a la vez le daba miedo. Tenía diecinueve años, y lo único que sabía bien era todo lo referido a relaciones internacionales, política y economía básica. Sin embargo, tenía en el registro nacional una prohibición con respecto a ocupar cargos que tuvieran que ver con su rol anterior. Y fue así como entró al Departamento de Policía canadiense.
Las relaciones con Estados Unidos eran nulas. Alfred tenía suerte, la economía no lo pudo destruir del todo y aún seguía en pie, intentando luchar contra esa ola de desgracias que se llevaba a todas las naciones por delante. Hacía años que su hermano lo daba por desaparecido. Al igual que Francia e Inglaterra. Se le había ordenado desaparecer del ámbito internacional y así lo había hecho. Para el resto del mundo, Canadá seguía siendo el mismo país de siempre. Pero Matthew Williams no existía. Se lo había tragado la tierra.
Como si eso les fuera a afectar mucho…
El único contacto con su anterior vida había consistido en un par de cartas que se había estado intercambiando con aquellos que habían corrido su misma suerte: España, Grecia, Italia, Bélgica y otros muchos. Dado que el Internet era el arma más letal a la hora de rastrearlos, habían optado por utilizar los viejos buzones y sobres de papel. Y aún así, los perdió. O los descubrieron. O al igual que le hicieron a él, los obligaron a desaparecer. La última carta tenía escrito el nombre del vendedor de automóviles Antonio Vázquez, lo único que quedaba de aquel Fernández Carriedo que había sido por varios siglos uno de los pilares de Europa. Y en ella sólo podía dar rienda suelta a sus lágrimas y a su deseo de que todo volviera a ser como antes, de que esa pesadilla se acabara.
Feliciano y Lovino ya ni siquiera eran hermanos. Bueno…sí lo eran, siempre lo serían, pero fueron forzados a dejar de serlo. Y ahora uno trabajaba como un malhumorado chofer, y otro como asistente de maestro cocinero en un bar perdido en los barrios bajos de Roma. Y la linda chica belga era la encargada de administrar las finanzas de un local de ropa. Ni siquiera pudo cumplir su sueño de convertirse en modelo de tapa de revista. Con lo bonita que era. La orden para todos ellos era "mezclarse entre la gente común y no figurar demasiado" y así había muerto la fantasía de Bélgica.
Matt cruzó las piernas sobre la mesa de madera de su oficina y comenzó a ordenar los sumarios del año anterior. Cada vez menos robos, eso era grandioso. Menos asaltos, menos crímenes. Parecía que la gente estaba ocupada en otra cosa.
Lo malo era que cuando el teléfono sonaba, no era por alguna cosa minúscula. Sabía que tenía que armarse con media docena de pistolas y kilos de cartuchos, porque de seguro se trataba de algo sumamente grave. Y cerrar con llave el edificio, porque de los quince policías de Montreal, él era el único disponible durante la segunda mitad del mes. Y salir con el carro blindado por las negras calles de la ciudad, esperando que alguien saltase sobre el auto y lo llenara de plomo. No era la primera vez que le sucedía. Y ya casi era un milagro que, de todas, saliera ileso.
Mientras iba por la carpeta de la letra G, se puso a rememorar viejos tiempos. Era algo que se le había hecho costumbre. A pesar que siempre terminaba llorando sobre su escritorio.
Extrañaba a Cuba. Extrañaba esas tardes de helado y miel de maple que compartían, esa amistad ingenua pero incondicional. El centroamericano aún existía, y eso le alegraba, a pesar que el morocho también lo había dado por desaparecido. Todavía estaba en pie de guerra con Alfred. Siempre le había molestado eso. Se reprochaba mentalmente cada vez que se acordaba, se odiaba por no haber sabido ser un buen intermediario entre ambos y terminar con todo aquello. Solo le quedaba el consuelo que ambos todavía estaban ahí, resistiendo. Y que si algún día volvía a ser todo como antes, los iba a encontrar de nuevo.
Se acomodó el gorro azul con la insignia de la bandera nacional y se recostó contra el respaldar de la silla, mirando hacia el ventilador lleno de polvo que pendía del techo, tan inservible como él.
Holanda. Otro que se había creído eso de que "Matthew Williams ya no existe más". No iba a decir que lo extrañaba porque el tiempo que habían compartido juntos había sido muy poco. Los había unido un lazo de afecto y amistad basada en la gratitud de ambos por los favores recibidos. Y de vez en cuando, una chispa de simpatía que se diluía cuando, al igual que todos, se olvidaba de su existencia. Había intentado tanto ayudarle a que dejase de fumar esa basura…hasta el día que dejó de pensar que era basura. Culpa de ese bastardo…ahora tenía en el cajón una bolsita de esas. No era adicto, pero fumar de vez en cuando le traía a la memoria el rostro del holandés. Y sonreía, mirando la nada, sonreía como un idiota.
Hacía rato que había dejado de escuchar por la radio acerca del rubio. Holanda, el país desvastado por la corrupción y por el libertinaje, era ya casi como el antro de los mafiosos. Seguramente el neerlandés estaría en un rincón de su oficina, tomándose la cabeza con las manos, desesperado. Buscando en sus bolsillos más de esa droga que tanto le calmaba, pero que ya sabía que de tanto abusar de ella había perdido esos efectos relajantes. Cuanta impotencia le causaba el hecho de no poder entrar a su despacho, dando ese clásico portazo para sacarlo del trance de la hierba y haciéndose paso entre el mar de papeles y actas para darle un abrazo y calmarlo. Según Holanda, él y Bélgica eran los únicos que podían hacerle sonreír cuando estaba deprimido. Ahora que ninguno de los dos estaba…no quería ni imaginarse como se sentiría. Terriblemente solo. Y seguramente no faltaría mucho para que su jefe entrara por la puerta y le ofreciese ese asqueroso discursillo preliminar, echándole la culpa de todo y obligándolo a borrarse del mapa. A convertirse en uno más, en un Matthew Buckles, en un Antonio Vázquez, en un Lovino Di Marco o un Feliciano Lucio.
Por cierto, hacía diez meses que había perdido contacto con ellos. Esperaba que no hubiese ocurrido nada malo.
Miró el cajón. Debajo de esa carpeta tamaño oficio que contenía documentos varios (y que en realidad ocultaba las quince cartas que se había podido mandar con los otros) estaba esa bolsita maldita. Esa que le hacía llorar de odio y bronca, esa que le rememoraba tantas cosas…
Extendió el brazo y levantó la carpeta. Allí estaba, junto a los papelitos con la bandera holandesa que servían para armarlos. Era un viejo regalo. Era parte de una gran caja con una variedad de productos similares, desde pipas hasta chicles. Y la cara de horror seguido del ataque de risa era algo que recordaba con nostalgia. Por supuesto, allá estaba legalizada. En ese momento, en Canadá eso se llamaba narcotráfico.
Todo eso fue a la basura cuando dejó de ser Williams. Y lo único que pudo guardarse fueron los papelitos para armar y el tulipán disecado que venía con la carta adjunta. Carta que nunca había leído porque cuando estaba por hacerlo había entrado el vocero del presidente anunciándole que se presentara de inmediato en el departamento de Ottawa. Y nunca más volvió a su tranquilo hogar de Vancouver. Fue enviado con su nueva identidad a Montreal, esa misma noche. Y su casa fue borrada del mapa.
Fue una suerte que los guardara en el bolsillo antes de salir. Y también fue afortunado saber que en su billetera le había quedado esa foto de cuando era pequeño, junto a Francis, Arthur y Al.
Encendió el televisor y se dispuso a armar con calma un par de ellos. Estaba solo, nadie podía negarle el derecho de evadirse un rato de la realidad. Por la pantalla…lo de siempre. Entrevistas a sociólogos y economistas que analizaban la situación mundial. Shows estúpidos de entretenimiento, películas repetidas y noticias caóticas. Nada nuevo, o mejor dicho, lo único nuevo era que cada vez el mundo se hundía más.
Pasó desde el canal uno hasta el treinta, y se detuvo allí porque vio el serio rostro de Alemania dando una conferencia de prensa junto al austríaco. Se lo veía más demacrado desde que el supuestamente inquebrantable Vash se había ido al tacho. Podía imaginarse al suizo como barrendero en un callejón de Berna, y con algún apellido ridículo que su mandatario había osado ponerle. Mejor eso, a pensar que ahora era un borracho perdido que todas las noches desahogaba sus penas al no saber el paradero de Liechtenstein. Esperaba que hubiera superado el hecho de no volverla a ver más.
Al parecer estaban intentando crear otra de las tantas uniones para paliar la escasez de fondos. Otra alianza que no serviría de nada. En el último medio siglo se habían realizado un centenar, todas sin resultados positivos.
Estaba aburrido. Cambió de canal, fue pasando varios mientras le daba otra pitada al cigarro. Se detuvo de nuevo en el canal de las noticias, donde anunciaban un derrumbe en una concesionaria de Madrid que había sucedido el día anterior. Dejó el porro a un costado y levantó el volumen, preocupado. Había cientos de esos comercios en esa ciudad. Pero esperaba que no fuera justo donde el ex-España trabajaba.
Horrible. Al parecer, una bomba de estruendo de una huelga había dado en los cables de luz, uno de éstos se había desprendido y había caído sobre un camión que transportaba gasolina, que estaba estacionado justo al lado del local de Volkswagen (una de las pocas que habían sobrevivido).
Se acercó a la pantalla, temblando. No podía ser.
Antonio Vázquez era uno de los nombres que anunciaban, junto a media docena más de las víctimas que habían quedado enterradas bajo los escombros. Y como para confirmar que se trataba de él, y no de otro de nombre idéntico, publicaban las fotos de los que se suponían ahora eran cadáveres. Ahí estaba, con esa sonrisa inquebrantable a pesar de las ojeras, con la gorra de empleado del mes y esos simpáticos ojos verdes inconfundibles.
Matt ni siquiera tuvo tiempo de secarse la lágrima que le estaba cayendo del ojo derecho. El teléfono que hacía dos meses que no sonaba lanzó ese terrorífico timbre y le hizo saltar de la silla. Se cayó al suelo, algo atontado por la noticia y por la alarma que le resonaba en sus tímpanos. Se levantó en el acto y conectó el auricular y el rastreador de llamadas.
-Po-policía…
-¿Con quién hablo?
Era la voz de una mujer. Rogó para sus adentros que se tratase de un robo, aunque en el fondo sabía que el teléfono no sonaba por trivialidades como esas.
-Oficial Will…digo Buckles. ¿Cuál es la emergencia?
El silencio detrás de la línea le daba escalofríos. Miró la pantalla del identificador, la llamada era de esa misma ciudad. Repitió la pregunta.
-¿Cuál es la emerg…?
-Gracias a dios atendiste tú. Matthew…ayúdame. Me están buscando. Me van a encontrar. Y tú sabes bien lo que nos dijeron acerca de violar las reglas del contrato…
¿Qué contrato…? ¿Quién era esa…? ¿Y cómo sabía su nombre? Era una voz extraña, diríase que la había escuchado antes. Y a la vez sonaba tan distorsionada y disfónica…
-E-espere…espere señorita…no sé de qué habla, pero dígame donde está. Iré ya mismo.
-Estoy en el subsuelo de un hospital que está cerca de un parque…por favor apúrate… ¡no tengo a quién más recurrir! Por favor Matt…te lo suplico.
-Tranquilícese, sé donde es. Aguarde escondida y hágase notar cuando me…
-¡No…!Ahí vienen…están entrando…mierda…tengo que cortar.
-Dígame rápido su nombre o su aspecto, para ubicarla. Confíe en mi señori…
-Soy Bélgica, idiota, ¿o ya te borraron a ti también la memoria? Ven rápido.
La comunicación se cortó al instante. Sacó las llaves del cajón y cogió el bolso con su media docena de pistolas. Tomó un chaleco antibalas del vestidor y tomó las escaleras a toda prisa, bajando los escalones de dos en dos. Llegó hasta el garage y se subió al blindado color negro, no sin antes cerrar con candado el portón de ingreso. Arrancó a toda velocidad, con una expresión de desconcierto pintado en el rostro.
¿Bélgica?
¿No debería estar ella en…su país? ¿Qué demonios hacía en Montreal? Y encima… ¿siendo perseguida? ¿Por quienes?
Pasó el semáforo en rojo. El contrato. Lo había olvidado por completo. Esa porquería que le habían hecho firmar tenía una cláusula en la que se les obligaba a permanecer en el país hasta próximo aviso. Y se les había aclarado que de violar alguna de las reglas expuestas en ese papel se les buscaría y encarcelaría a cadena perpetua, bajo el rótulo de alta traición, ya que se trataba de algo de carácter privado y de vital importancia para la nación. Y en caso de oponer resistencia…
La muerte. Nunca le había dado tanto miedo esa palabra, porque siempre había creído que nunca le tocaría a él.
Pisó más el acelerador y mientras soltaba el volante, se dispuso a cargar las balas en las pistolas. No era la primera vez que lo hacía, no había nadie quien le ganara cuando se trataba de conducir. Lo que sí, era la primera vez que salía a una misión solo.
Miró por el espejo retrovisor. Hacía rato que lo estaba siguiendo una moto. Pero no le dio la suficiente importancia. Estaba pensando en la chica rubia.
Rogó que cuando llegara no fuera demasiado tarde para la belga.
OMG que carajo he hecho!
Escribir algo sin saber cómo continuarlo es muy típico mío. xD
No sé si alguien leerá esto, espero que sí. Me salió de golpe mientras escribía otro fic que ando debiendo. Y en tres horas quedó esto, así, de un tirón.
OTL OTL OTL OTL…NO SE QUÉ MÁS DECIR.
