Reino de Sangre


Capítulo I: El compromiso.


Arrugó entre sus manos el corriente gorro de tela que se quitó cuando tuvo frente a ella a su Rey. Lo había hecho ella misma, y tres más para sus hijas. El recuerdo le nubló la vista y no pudo mirar a su señor a los ojos. Una línea salada iluminó con tristeza su mejilla, y sollozó antes de poder comenzar a hablar.

—Talis, mi hija menor —comenzó, y el dolor le rasgó la garganta—, la fiebre la consumió… Ya no tenemos agua que beber —continuó. Se tapó la boca con su mano derecha, para detener el incipiente llanto—. Tiz, tenía doce años y sin que los supiéramos, le daba sus raciones de comida a los niños huérfanos de la catedral. Tiz murió de hambre, mi señor. Dina, en cambio… hubiera preferido que me ocurriera a mí, pero no a Dina —dijo y rompió en llanto—, los soldados se la llevaron… Encontré su cuerpo días después junto al camino, sin vida. Me arrebataron a mi dulce hija, mi última hija…

Las pronunciadas ojeras del Rey eran más llamativas que su amplio bigote, que ocultaba la mueca de dolor que lo invadía. Hizo un ademán con su mano para que la tortuosa historia de la campesina terminara. Pasó su avejentada mano por las pronunciadas líneas de su frente y tomó aire. Miró a la campesina a los ojos y sintió su dolor arraigándose en su interior.

—No hay suma que pueda compensar tan devastadora pérdida.

—No busco compensación, Excelencia.

El Rey la miró con desdén, mientras ella, con humildad, agachaba la cabeza.

—Le suplico que termine esta guerra.

La amplia sala se envolvió de silencio. El Rey miró directo a los ojos de la campesina y la idea que hacía tiempo parecía tan descabellada, ahora, era la más acertada. Él asintió, y aunque el gesto fue mínimo, la campesina esbozó una sincera sonrisa, y las últimas lágrimas que tenía guardadas, se deslizaron hasta su cuello.

—Gracias —pronunció a duras penas—, gracias, su Excelencia.

Las enormes puertas se cerraron tras de ella, y el Rey se quedó en total silencio, sentado en su trono, pequeño, en comparación a otros.

Diario se veía obligado a escuchar horrorosas historias sobre las consecuencias de la guerra. Niños y madres enfermos, padres asesinados, aldeas enteras masacradas. Los cultivos y el ganado se habían vuelto motivo de crimen y matanza. La gente perdía día a día la fe.

—Nuestros soldados los derrotarán —escuchó a su lado, de la inocente voz de su Reina.

Contempló sus ojos de cielo y su larga cabellera de oro rizado, contempló su largo vestido. El más simple que le había visto vestir en toda la vida.

—Sabes que no, mi Reina. Ha llegado el momento de hacer el sacrificio que tanto hemos evitado. Mientras nuestros soldados pierden la vida, mientras niños pierden a sus padres, mujeres a sus esposos. Mientras la gente se vuelva contra sí misma por hambre o por miedo. No podemos aguardar por un segundo más a que otra solución aparezca frente a nosotros. Como madre sé que has sentido el dolor de esa mujer como tuyo propio… pero lo único que podemos hacer es aceptarlo. Tal vez este es el precio que debemos pagar por una vida de lujo, por ser nobles… No sé cuál sea el motivo, pero no debemos dilatar el dolor de nuestro pueblo.

Tomó con firmeza la mano de su esposa y compartió su angustia. La Reina contempló la idea y rompió en llanto. Su anciano esposo se levantó del trono y la rodeó en un abrazo.

—Esa niña es más fuerte y astuta de lo que nosotros pensamos —le dijo y limpió las lágrimas de sus mejillas.

Las tropas se retiraron con el pasar de los días. El Rey había enviado una paloma al Rey vecino, con una oferta que no pudo rehusar. La respuesta no se hizo esperar, por supuesto positiva.

—¿Cuándo piensas decirle a Bulma? —preguntó la Reina a su esposo, reteniendo angustia en la garganta.

—Sólo un par de días más —pidió él.

El triste tono en la voz de su derrotado Rey la hizo estremecer. Lo rodeó con su pálido y blanco brazo y lo estrujó cariñosamente.

—Por supuesto, mi amor.

Así pasó un mes entero. El anciano rey Briefs había solicitado al menos un año para celebrar lo convenido. Debían darle a la tierra un respiro para el siguiente cultivo y a los granjeros el tiempo oportuno para criar ganado.

Él se sentía avergonzado del pacto que había sellado, y a menudo se preguntaba si había tomado la mejor decisión. Si esa paz que se había despertado en sus tierras sería tan efímera como presentía. O si duraría dinastías enteras.

—Mi pequeño prodigio —soltó en un tono forzado. Intentaba que lo siguiente no fuera a perturbarla—. ¿Qué estás haciendo?

—Leo un libro, papá —le contestó la pequeña de ojos celestes.

Él la observó con detenimiento, como si fuera la última vez que fuera a verla. Su labio se curvó en una triste sonrisa al ver los rizos azulados que se formaban junto a sus orejas. Acarició su mejilla, blanca como porcelana con ligeros rosas en las mejillas. Como un atardecer en invierno.

Tomó el libro entre sus manos y le echó una hojeada. Levantó las cejas, sorprendido por la avanzada lectura.

—¿De dónde has sacado esto? —le preguntó con complicidad y Bulma se sonrió con picardía.

—Lo robé de la biblioteca del Maestre…

—Niña traviesa… —dijo y se sentó junto a ella, le revolvió el cabello y la trajo hacia su pecho. Tomó aire y continuó— Quisiera resguardarte en este castillo por siempre, que nunca debas conocer los horrores de la guerra, ni el hambre, ni la soledad —continuó, conteniéndola en su abrazo—. Hace un tiempo la guerra terminó, Bulma. La guerra terminó gracias a ti… Ahora el ejército se ha retirado de nuestras aldeas, la gente vive tranquila una vez más… Por fin a terminado —sentenció con amargura—. El Rey tiene un hijo, y como es natural tú debes casarte con un noble. Él y yo hemos decidido que cuando lleguen a edad, se casarán.

—¿Me casaré con un muchacho que no conozco? —le preguntó ella.

—Sí, hija —contestó y tragó saliva—. Ese será ahora tu deber…

—¿Cómo es él?

—Es un año o dos mayor que tú. Es joven, pero es un guerrero… Dentro de un año, cuando nos recuperemos ligeramente de esta guerra, celebraremos vuestro compromiso. Tu institutriz se encargará de enseñarte todo lo que debes saber, ahora que eres una jovencita comprometida. Todos los nobles de cada reino vendrán a verte desposar…

—¿Es un guerrero cabeza hueca?

El Rey soltó una risa, escondida debajo de su amplio bigote.

—Hija, junto a ti cualquier hombre es un cabeza hueca. Incluso tu viejo padre… Trata de no avergonzarlos tanto, hazles creer que son ellos los inteligentes.

Bulma se sonrió. Su padre le revolvió el cabello una vez más, y con mucho cariño le dio un beso en la frente.

El año prometido se les escurrió como agua entre las manos. La tierra comenzaba a perfilar prosperidad. El compromiso de la Princesa había significado la libertad del pueblo.

Bulma solía salir a pasear por las calles del pueblo junto al castillo, acompañada de uno de los escoltas de su padre, Sir Ten.

Él, alto para su edad, y habilidoso con la espada, se había ganado el codiciado puesto de guardia real, marcando en la historia un precedente. El más joven de todos.

Con orgullo caminaba detrás de la bella dama de tan sólo nueve años, escurridiza como un roedor y elegante como una gacela. A veces iracunda, con frecuencia egocéntrica.

La observó, cargando su yermo bajo el brazo, mientras ella corría al establo alzando su delicado vestido para no ensuciarlo.

—¡Yamcha! —gritó con fuerza—, ¡ven rápido!

Apareció a pocos metros, con una espada de madera entre las manos. Se detuvo junto a la Princesa y recuperó el aire. Levantó la mirada y le sonrió. Sir Ten, a lo lejos, notó el incipiente rubor en las mejillas del niño y se sonrió.

—Princesa —dijo él una vez que recuperó el aliento.

—Que me digas Bulma —lo regañó ella.

—Lo siento, Princesa.

—Mi papá me pidió que te dijera, debes preparar los establos para la llegada de los corceles. ¡Vendrán de todos los reinos! Y que, si haces un buen trabajo, puede que te permita ser el escudero de Sir Ten Shin Han.

Los oscuros ojos del joven se abrieron como platos y se giró tímido al caballero que escoltaba a la Princesa. Con una mirada cómplice, asintió.

—Haré mi mejor esfuerzo, Princesa —afirmó aún ruborizado.

—Quisiera que pudieras asistir al banquete, será la primera vez que vea a mi prometido —comentó haciendo una mueca con los labios. Yamcha se desanimó repentinamente y bajó la mirada.

—¿Cuándo se casará?

—Mi padre no me ha dicho —soltó sin demostrar interés—, si te quedas en la cocina me encargaré de que te lleves una buena porción.

Él joven huérfano asintió, recuperando el ánimo levemente. La princesa se giró a su escolta y la condujo de vuelta al castillo.

Esa mañana habían revisado sus medidas una vez más, para la confección de su vestido de compromiso. La Reina se había encargado personalmente de que no faltara ni una vela en el castillo para la llegada de toda la realeza a su hogar. El Rey había mandado hasta la última paloma a los rincones más recónditos de la Tierra, con invitaciones al compromiso de su segunda hija.

La mayor se había desposado hacía algunos años con el príncipe Upa, y habían llegado la noche anterior después de un viaje de cuatro semanas.

—El vestido de Tights era más grande —le dijo Bulma a su institutriz—, y su corona también.

—El vestido de su hermana era más grande porque era su vestido de bodas. Y éste es su vestido de compromiso, señorita. Y su corona era más grande porque ella sería la Reina de las tierras de Karin Usted seguirá siendo una princesa mientras su padre sea el Rey.

Bulma hizo caso omiso de las palabras la mujer. Miró sus grandes arrugas y el austero vestido que cubría su robusto cuerpo. Se acomodó la falda y la mujer que confeccionaba su vestido hizo unas puntadas más.

Esa noche la Reina le pidió a Bulma que se comportara. Sabía muy bien la clase de comentario de los que su hija era capaz, y aunque fue extraño para la joven ver en la mirada de su madre tanta preocupación, le prometió que se comportaría como era pretendido de ella.

Una y otra vez había preguntado cómo sería el príncipe con el que se casaría. Si sería un apuesto y gallardo caballero, empuñando una imponente espada, de esas que de tan legendarias que llevan nombres audaces, hechas de aceros ancestrales. O si sería un niño asustado vestido de una armadura sin porte. Si sería tímido, si sería como ella. Pero por alguna razón todos eran extremadamente selectivos a la hora de describirlo.

"Es callado", le repitieron, "es particular".

Por momento pensaba que había algo que ella no sabía, pero no imaginaba qué era.

La guerra había empezado varios años atrás, luego de la boda de Tights, luego de que se fuera con su esposo a vivir lejos del castillo y de las tierras de Briefs. Sabía, por supuesto, que el Rey vecino había masacrado a su gente, los había dejado sin comida, agua y medicamentos. Pero también creía que su hijo no podía ser tan cruel como aquel hombre. Bulma Briefs estaba segura de que hallaría en su príncipe algún rasgo de bondad.


Habían viajado por semanas. Y como estaba fastidiado de estar encerrado junto a su hermano menor en un carruaje, como si fuese una mujer, recorrió el resto del camino junto a su padre, montado en Tormenta, su caballo. El volátil caballo negro de Vegeta parecía sólo reconocerlo a él, tanto que era incluso difícil para los mozos de cuadra controlarlo. A él en cambio eso le parecía ameno, y a menudo se reía al verlos asustados, intentando controlarlo para meterlo al establo, o incluso cepillar su cabello. Tormenta, le quedaba bien.

A lo lejos vio el imponente castillo de la familia Briefs, rodeado de una ciudad amplia. Parecía tener al menos unos diez pisos de alto, sin contar con las mazmorras que parecían ser incluso más altas. Los altos tejados, empinados, de color azul oscuro, contrastaban con las piedras blancas que lo levantaban. Cada detalle hacía parecer al castillo en el que vivía Vegeta, una cueva de bárbaros. No es que a él le importara. Al príncipe no le interesaba en absoluto la apariencia tosca de su castillo, le parecía que de una forma reflejaba la fortaleza de su gente, y no una simple apariencia. Sin embargo, no pudo evitar maravillarse por un instante con las delicadas molduras y las formas casi celestiales de las ventanas.

A medida que su padre y escoltas recorrían las calles que rodeaban la periferia del castillo, la gente sonreía y libraba el camino para el paso de la familia Saiyajin. Frente a ellos iba su padre, guiándolos, cabalgando a Penumbra, su fiel corcel, ya entrado en años.

El Rey les dio la bienvenida ni bien llegaron a la puerta principal, luego de que los mozos de cuadra se encargaran de los corceles y carruajes. Era la primera vez que Vegeta lo veía y ciertamente se decepcionó con su pequeña y encorvada persona. El Rey Vegeta, en cambio, lo saludó con especial cortesía y luego de formales intercambios de felicitación, le pidió a una joven de cabello oscuro que los escoltara a sus aposentos. Vegeta se sonreía mientras caminaba por el pasillo junto a su familia, pensando en el tormento que les estaría causando Tormenta a los pobres mozos de cuadra, que probablemente jamás habrían tratado con un animal tan fiero como aquel.

Las habitaciones que les sirvieron no eran de las más lujosas que había visto. Examinó la tela común de las camas y las mesas simples cubiertas por manteles tejidos. No reflejaba en absoluto lo que había visto en el exterior. Se giró a la ventana y tras correr la cortina encontró un frondoso jardín.

—Los Briefs son especialistas en cultivos —dijo Tarble a sus espaldas.

—Eso no los ayudó a ganar la guerra —soltó sin miramientos.

—El Rey Briefs no es un guerrero como tú, Vegeta —dijo su padre y ambos se voltearon—. Jamás permitas que tu enemigo pise tus tierras —expresó en un tono turbio y ronco—. Algún día ocuparás mi lugar y tú, Tarble, deberás asesorar a tu hermano. Eres inteligente, ambos lo son. Pero tú —continuó mirando a Vegeta fijamente a los ojos—, tú eres impulsivo. He visto cómo te ciegas en combate, aún te falta mucho que aprender.

Tarble esbozó una ligera sonrisa, que trató de disimular al ver el enfado en el rostro de su hermano mayor.

Aún faltaban un par de días más para celebrar el acontecimiento que reunía a los reinos, y a medida que pasaban las horas más carruajes llegaron de cada esquina del mundo. Los corredores del castillo se habían vuelto cada día más ruidosos y Vegeta no toleraba con mucha gracia compartir el comedor junto con otros quinientos soldados y nobles. Tarble se encargaba cada día comentarle los nombres de cada uno de los invitados, sabía de dónde provenían y cuáles eran sus características más destacables. Sabía el nombre de muchos de sus corceles, de sus espadas e insignias.

Su padre, por otro lado, le señalaba con disimulo las princesas y mujeres nobles que serían un buen prospecto para su casa, aunque su hijo no le viera el caso.

"Pronto serás un hombre, y mis responsabilidades serán tuyas. Mi reino será tuyo, y nuestro futuro también. Debes estar preparado", le había dicho en la cena. Pero hizo un esfuerzo espantoso por pasarlo por alto. Le agradaba el honor de ser el heredero la familia real, le extasiaba ser un prodigio al empuñar una espada y en las peleas cuerpo a cuerpo. Pero había algo que le desagradaba en demasía sobre las responsabilidades de su padre, sobre la política y la diplomacia. Él no había nacido con ese don. Tarble en cambio sí, tenía una memoria única y un uso de la lengua muy amplio para alguien de su edad. Había aprendido por gusto unos seis idiomas, dos de ellos muertos. Había viajado junto con el Rey en visitas diplomáticas y aprendido mucho sobre cada reino, era un eterno y entusiasta estudiante.

El rey Vegeta sabía muy bien cuáles eran los defectos de sus hijos. Él pensaba muy a menudo que unidos serían la alianza perfecta, el cerebro y la fuerza, incrementados a niveles sin precedentes. Que su unión haría a su casa inquebrantable. Pero Vegeta era necio y malhumorado, mientras que Tarble era amable y cálido.

"Cuida a tu hermano", les dijo a ambos, "ya que Vegeta no conoce sus límites", encomendó a Tarble; "porque Tarble es muy débil", ordenó a Vegeta.


Observó con detalle su menuda y pálida presencia en el espejo. Su madre colocó, sobre su largo cabello azulado, una diadema de oro adornada con pequeñas flores color lila. Tomó la falda y la alzó unos centímetros. Observó sus zapatos. Entonces la sonrisa que cargaba se desdibujó, cuando vio la mirada afligida de la Reina. Algo andaba mal. Volvió a verse en el espejo, pero no encontró lo que la perturbaba.

—En un momento será el banquete —les dijo una joven moza de la cocina y miró con envidia el vestido de la Princesa—. Se ve usted hermosa —le dijo haciendo una torpe reverencia.

Bulma agradeció el halago, asintiendo con la cabeza.

—Usted también se ve muy bien, señorita Marron.

La joven era particularmente parecida a su princesa, un poco más alta, de cabello ligeramente más oscuro, ojos más grandes. Muchos decían que era incluso más bonita, entre los pasillos, donde creían que nadie escucharía. Otros decían que lo que tenía de bella, lo tenía también de atolondrada.

Marron dio las gracias, aunque no se sentía muy a gusto en su simple vestido de color lila. Bulma no prestó demasiada atención y salió junto con su madre a unirse a los festejos.

Finalmente, después de tanto tiempo conocería al príncipe con el que se casaría. El entusiasmo entonces, comenzó a hacer presencia en todo su cuerpo. Ya las risas y los festejos no eran más que un susurro, después de tanto tiempo preguntándose cómo sería él, el momento había llegado.

Entró al comedor donde todos aguardaban su entrada, y caminó conteniendo la respiración hasta su lugar en la mesa. Entonces lo vio, sentado junto a ambos reyes.

Tenía la mirada perdida en algún sitio de la habitación, pero ella no pudo descifrar cuál. Luego de un instante la miró sin interés alguno. Como si no supiera quién era. Como si no le importara.

"No tiene gestos", pensó Bulma y una extraña sensación la inundó. Entonces vio la sonrisa retorcida de Paragus, el Rey Vecino, que alzaba un jarrón en su mano derecha, colmado en cerveza negra, y junto a él, su padre, que sonrió como si fuera a romper en llanto.

La Reina y la Princesa tomaron asiento junto al Rey Briefs, y la habitación estalló en júbilo.


—Ella es la princesa, se casará con Broly, el primogénito de Paragus —le dijo Tarble en el oído a Vegeta, que miraba la escena con atención.

Él no lo sabía, pero la misma sensación extraña que había invadido a Bulma al momento de ver a Broly, lo había inquietado a él.

—No parece que estuviera aquí… —musitó Vegeta—, ¿qué sabes de él?

Tarble se revolvió sobre su silla, bajó la mirada y se rascó la nuca.

—Pues… nada bueno. He sabido que no es un personaje "normal". Dicen que es extraño, que casi no habla, no tiene reacciones, ni miedo, ni remordimiento… Sé que es extremadamente hábil, incluso más que tú.

Un sonido salió hoscamente de la garganta de Vegeta, indignado por el comentario.

—Parece un sujeto extraño —respondió.

—Lo es, y su padre es un imbécil —agregó el rey Vegeta, mientras se servía un plato más a los diez que ya se había servido—. Paragus es un desgraciado, que no ha sabido administrar sus tierras ni un día de su vida, la ventaja de él es que tenía un ejército más grande que el del viejo Briefs. Destruyó sus cultivos, abusó de su ganado, y su tierra se volvió estéril. No le quedó más opción que ir tras la de alguien más. Briefs fue un blanco fácil. Ahora, ¿puedes predecir el futuro de esto? —le cuestionó al mayor señalando la mesa principal.

—¿El futuro? —se preguntó Vegeta y miró con atención—. Broly heredará estas tierras y la guerra se dará por terminada.

—Sí, y es el fin de la casa Briefs —agregó Tarble.

—Exacto —señaló el Rey—. Briefs no tiene hijos varones que prolonguen su reinado. Por lo tanto, quien se case con su hija heredará todo. Hubo un momento en el que creí que te terminarías comprometiendo con esa niña, no nacieron con mucha diferencia, tienen casi la misma edad, pero la guerra comenzó y esta nación empobreció. Y ella dejó de ser un buen partido para ti.

Vegeta la miró de reojo. Realmente era una jovencita llamativa. Su larga cabellera celeste le recorría por completo la espalda, y parecía ser del mismo color de sus ojos. Era muy delgada y blanca, como una muñeca de porcelana. Y vestía un largo atuendo ajustado al torso, con una amplia falda color hueso.

—No parece muy contenta —dijo Tarble y Vegeta opinó lo mismo.

Tenía aspecto incómodo y preocupado, miraba de reojo a su prometido y regresaba la mirada con resignación a su plato.

Vegeta medio sonrió ante el horroroso destino que seguramente le aguardaba si ese compromiso se cumplía. Si Paragus había administrado tan pobremente sus propias tierras, no tardaría en desperdiciar las de los Briefs. Esa pobre niña allí sentada no tendría ni voz ni voto, ante aquella situación. Por supuesto que su ausente esposo haría todo lo que su padre le ordenara, como una simple marioneta colgada de hilos.

Y ella parecía igual que todas las princesas que ya había conocido, igual que todas las niñas que forzosamente su padre le había presentado, con la esperanza de que eligiera por sí mismo. Todas jóvenes educadas en el arte de buscar un marido digno. Y él era más digno que ningún otro. Entonces no hallaba razón válida para desposar a alguna a la edad que su padre pretendía. No estaba seguro si soportaría a cualquiera de esas damas por más de dos días, mucho menos una vida entera. El Rey le había dicho que no hacía falta tolerarlas más de la cuenta, que si quería otra mujer bien podría tenerla, pero primero debía asegurarle un heredero a su casa. Y que esa era su más importante tarea.

Vegeta no veía la necesidad de engendrar un heredero a tan corta edad, no pensaba morir en ninguna batalla, ni recibir el trono antes de tiempo, a su padre aún le quedaban muchos años de reinado. Él no parecía envejecer como los demás.

Llegado el momento asumiría su responsabilidad, pero no existían motivos suficientes para hacerlo dentro de los siguientes años. Su padre sólo exageraba.


Al otro día comenzarían a partir las familias nobles. Yamcha, su amigo y mozo de cuadra, le había mencionado los problemas que le había causado un corcel en particular y que esperaba que esos inconvenientes no influyeran en la decisión del Rey, sobre si sería el escudero de Sir Ten o no. Habían conversado poco, la Reina le había dicho que no era propio de una princesa tener conversaciones a solas con otros muchachos, menos ahora que era una joven prometida.

Luego de la festiva cena, Bulma se retiró a su habitación y tomó un baño tibio. Cepilló su largo cabello azulado y, antes de colocarse la ropa de dormir, decidió visitar la biblioteca de su maestre y leer a escondidas.

Su prometido no parecía en absoluto algo que ella habría podido imaginarse. Había resultado un ser ausente, de una forma casi tétrica. No parecía en absoluto emocionado por lo que festejaban, ni por ella, ni por nada. Tal vez la idea de ser desposado a la fuerza no le resultaba tan aberrante como a ella. Quizá Broly creía que era no más que un simple acuerdo y no le hallaba mayor interés. Lo cierto es que su presencia era perturbadora.

Luego de saquear la biblioteca, se giró al jardín con una pequeña vela. Antes de llegar percibió una luz tenue, proveniente de una habitación con la puerta entrecerrada y escuchó la voz de su viejo padre. Y a juzgar por su tono, no parecía muy a gusto con la conversación que sostenía. Su incomodidad despertó la curiosidad de la princesa, que a hurtadillas se arrimó a la puerta. De su padre sólo vio la espalda, pero del otro lado, de pie, estaba Paragus, con el rostro ensombrecido, sosteniendo con fuerza la empuñadura de su espada, que permanecía enfundada.

—Es demasiado tiempo —soltó el rey Paragus con molestia—. Pides demasiado.

—Por favor, Excelencia… le pido que sea comprensivo. Nuestro reino ya no es lo que era y mi mayor deseo es el de restaurarlo a su gloria —dijo en un tono conciliador y extendió las manos—. Le ruego que sea clemente con nuestra gente.

—Su hija se casará con mi heredero, debería estar extasiado.

—¡Y lo estoy! Todos lo estamos, es sólo que… si nos da el tiempo que le pido, le entregaremos la mejor nación que pueda gobernar. La más próspera, y cultivaremos en nuestra gente la lealtad hacia usted y por supuesto al futuro rey Broly.

Paragus se detuvo y pensó con detenimiento las palabras del otro. Se acarició la barbilla y soltó una sonrisa malévola que hizo estremecer al viejo rey Briefs.

—Si ella no es pura llegado el momento, será un problema.

—Será virgen —aseguró su padre.

Bulma supo inmediatamente de qué se trataba esa conversación. Seguramente su padre estaba negociando la edad en la que se consumaría su matrimonio y no parecía ser llegada su primera sangre, como suponía.

—Diez años no son mucho tiempo —agregó y Paragus lo miró con recelo.

—El reino más próspero y fiel que haya existido. No lo olvides, porque yo no lo olvidaré —finalizó y se giró a la puerta.

Al verlo acercarse tan peligrosamente, la princesa corrió a esconderse a la vuelta del pasillo y asomó levemente a verlo retirarse. Su padre en cambio no pareció moverse de allí. Ella tomó su libro con fuerza. Era inevitable su matrimonio, pero su padre le había conseguido varios años más de libertad. Se estremeció, el tono de Paragus sonaba casi siempre como una amenaza implícita. Si lo que él pretendía era un reino próspero, ella se esforzaría porque así lo fuera y que, llegado el momento, no fuera esa una razón válida para crear un conflicto nuevamente entre sus reinos.

Con determinación caminó hasta el jardín y recorrió el prado de gerberas rosadas, hasta llegar a un gazebo de piedra, situado junto a un amplio lago que separaba la mitad del castillo del resto de la ciudad. Se sentó en uno de los bancos y acomodó a su lado la vela que cargaba consigo, abrió el libro y buscó la página en la que se había quedado, cuando escuchó unos pasos acercarse. Entonces se giró a la vela, apagó su llama de un rápido soplido y se ocultó detrás de una de las vigas de mármol del gazebo. Escuchó cómo los pasos se detenían y con cuidado espió. Era uno de sus invitados, un joven muchacho vestido de armadura negra y capa roja, con un símbolo dibujado en carmesí sobre su pecho. Andaba de brazos cruzados, con expresión de molestia. Bulma suspiró, al menos no era ni su padre ni su institutriz. Por suerte no era Paragus.

—Sal —dijo con seriedad aquel muchacho—, aún puedo ver el humo saliendo de esa vela.

La princesa se infló de coraje y, con el rostro enrojecido, dio un paso adelante. Su figura quedó cincelada de blanco por el brillo de la luna. El agua a sus espaldas acentuó el azulado cabello y el rubor de sus mejillas pasó desapercibido.

Vegeta no esperaba que se tratara de ella, se quedó estático por un instante y la miró sin soltar palabra. Luego vio el libro que cargaba entre sus manos sin poder leer la tapa.

—Qué maleducado, ¿cómo le hablas así a tu princesa?

El muchacho apretó los dientes, su rostro se prendió fuego e hizo un paso hacia atrás.

—¡¿Mi prince…?! —repitió avergonzado y antes de continuar hizo su mejor esfuerzo por recobrar la compostura. Dio un paso adelante una vez más y se volvió a cruzar de brazos—. Soy el príncipe de Vegetasei —respondió con orgullo.

Bulma miró la insignia en su pecho con curiosidad y reconoció el emblema de su casa. Lo miró una vez más y recordó haberlo visto sentado en una mesa no muy alejada, junto a su padre y su hermano menor, el príncipe Tarble.

Él la miraba con recelo y, repentinamente, su expresión de molestia cambió y le sonrió ampliamente. Vegeta no encontró más opción que girarse al jardín de color rosa que rodeaba el gazebo.

—Temía que fueras otra persona —le dijo y se acercó a él. Tomó la fina tela de su vestido e hizo una cortés reverencia mientras el príncipe la observaba de soslayo. Otra vez su expresión había cambiado, parecía molesta otra vez—. Es descortés no hacer una reverencia ante un noble, Príncipe de Vegetasei —comentó en un tono contenido.

Rápidamente le ofreció una reverencia, abochornado por la reprimenda de la joven mujer.

—¿No debería estar en el castillo? Una mujer no debe estar sola tan pasada la noche —aseveró Vegeta mirando cielo casi azabache.

—El castillo y los alrededores están tan atiborrados de gente que me es imposible encontrar un momento para leer en silencio —le contestó tomando asiento y miró con desgana la vela apagada junto a ella—, ahora no me queda más que regresar, no tengo nada para prenderla una vez más.

El príncipe soltó una pequeña risa llena de suficiencia.

—Es de esperarse que no sepas prender un fuego.

Bulma se sonrió, aunque apretando los dientes. Comenzaba a detestar el tono irónico del príncipe Vegeta, y más detestaba que diera por hecho que no podía encender esa vela por sí misma.

—Puedo aprender —le respondió rápidamente y lo vio arquear una ceja. Parecía a punto de reírse una vez más, pero se giró al borde del lago y caminó sin decirle nada. Por supuesto Bulma fue tras él y lo observó, mientras seleccionaba un par de piedras y trozos de madera. Se arrodilló frente a la pequeña pila de madera seca que había juntado y Bulma se acercó. Se sentó a su lado y apoyó las manos y el mentón sobre sus rodillas.

Vegeta golpeó las rocas contra sí mismas un par de veces, luego tomó una varilla de madera y la hizo girar sobre el resto, usando las palmas de sus manos. Bulma lo observó, cada segundo que pasaba parecía más enojado con esas simples rocas y eso le resultaba muy gracioso.

—Si no puedes, está bien —le dijo con soltura apoyando las palmas de sus manos sobre el suelo, mirando al cielo.

—¡Cállate! —contestó con impaciencia y ella soltó una risa que cubrió sin disimulo con su mano derecha.

Lo miró exacerbado, golpeando esas piedras con firmeza como si su vida consistiera en ello. Y le pareció algo tierno, lo miró con atención y se sonrió una vez más, aunque con un dejo diferente. Al cabo de unos minutos, un chispazo salió de entre las piedras y un brillo rojo se posó sobre la madera. Sin perder el tiempo alimentó el fuego con un soplido hasta que lo logró y su rostro reflejó la misma suficiencia con la que lo había visto la primera vez. Se giró entonces a la princesa y la sonrisa que le esperaba lo hizo sonrojar. Se dio vuelta al fuego y tragó saliva.

—Así es como se hace entonces —dijo ella y él casi pudo percibir una pizca de burla.

—Por supuesto los guerreros saiyajin debemos estar preparados para este tipo de cosas —comentó cerrando los ojos y los abrió de repente cuando escuchó un pequeño golpe.

Bulma había tomado un par de piedras y se arrodillaba junto a otro pequeño montículo de piedras. Él soltó un bufido, le parecía imposible que esa débil criatura de brazos delgados y piel impoluta pudiera prender un fuego por sí misma. Las jóvenes nobles sólo servían para darle hijos a los hombres de alta cuna. La sonrisa burlona que traía dibujada se borró cuando vio que en tan sólo unos segundos ella había logrado encender un fuego. Con el rostro encantado se giró a él, compartiendo su logro. Vegeta bufó una vez más y, luego de girar el rostro, arrastró con el pie la cantidad suficiente de arena para enterrar ese pequeño fuego. Bulma se felicitó, y antes de apagar el fuego, tomó su vela y encendió su llama una vez más.

El príncipe miró el castillo, Tarble debía estarse orinando del miedo de que su padre despierte y no lo encuentre en la habitación. Pero lo tenía casi sin cuidado lo que le pudieran decir. La princesa se acercó con su vela y tomó el libro una vez más. Esta vez, Vegeta fue capaz de leer la inscripción y se extrañó.

—¿Magia negra? —le preguntó y lo tomó sin pedir permiso.

—¡Atrevido! —lo llamó antes de arrebatarle el libro con recelo—. No es magia, es otra cosa… Sólo quiero entender cómo funciona.

—Se supone que no debes leer esas cosas.

—Y tú no debes inmiscuirte en asuntos que no te conciernen. Si leyeras un poco te darías cuenta de que sólo son reacciones que aún no entendemos por completo. La gente común se asusta y le llama magia, pero no es tal cosa… Supongo que cuando me case ya no podré leer este tipo de cosas, así que aprovecharé el tiempo que me quede.

—Lo dices como si fueras a morir —el tono férreo de Vegeta le llamó la atención—. Y si no quieres, no te cases con él.

—Se supone que deberías entenderlo, un día también deberás contraer matrimonio y nosotros, los nobles, no siempre tenemos la opción de elegir.

—No, sólo no tienes la fuerza para negarte.

El príncipe se despidió de ella y se retiró por el mismo camino pintado de rosa por el que había llegado. Bulma se quedó allí, con su libro y su vela, pensando con detenimiento en las palabras de aquel muchacho. Había escuchado que era muy rebelde a los deseos de su padre, pero que a la vez era un prodigio en el campo de batalla.

Ella se sonrió, tenía un tinte rosa pintado en las mejillas. El príncipe Vegeta era una persona muy particular, engreído y suficiente. Pero al mismo tiempo perseverante.

A la mañana siguiente se despidió de él y de su padre, el Rey Vegeta, como así también del resto de las familias que pasaban por su castillo. Yamcha había recibido el honor de convertirse en el escudero de Ten Shin Han, y su padre le había conseguido diez años antes de contraer matrimonio. Repentinamente tenía un renovado deseo de vivir.

Un par de meses después, al llegar de llegar de una cacería, Vegeta se retiraba la armadura para darse un baño, cuando Tarble entró por la puerta de sus aposentos. Una paloma había llegado para él, y para su sorpresa venía de parte de la princesa Bulma Briefs.

Le resultó gracioso que aquella paloma le recordara a la princesa. Sus plumas blancas le trajeron a la memoria la porcelana de sus brazos, y aunque pequeña, había sorteado un viaje de semanas.

"Logré prender el fuego de la cocina gracias a ti. A mi institutriz no le agradó, pero me tiene sin cuidado. Tal vez la próxima vez que te vea pueda enseñarle un truco o dos, si estás dispuesto. Son sólo reacciones, príncipe, no se preocupe."

Un cuervo llegó al reino, semanas después.

"No me preocupan cosas tan mundanas. He perfeccionado mi técnica para encender fuego, por supuesto. Veremos quién sorprende a quién en la próxima ocasión."


Continuará.


N/A: Espero que no me quieran colgar por empezar otro fic.