Todo era silencio. El único y levemente perceptible sonido provenía de los viejos bombillos del laboratorio. La luz era fuerte, penetrante, incómoda. Mas él estaba ya acostumbrado a ella. La mayor parte de su vida, la había pasado allí. Entre estudios, cuerpos, miembros, sangre, muerte. El aspecto de la habitación era lúgubre, pero al mismo tiempo fascinante, para las mentes más macabras. Como la del profesor. Aquel lugar era su rincón, su espacio, su vida. Era bastante sencilla, pero era su mundo. Constaba principalmente de una mesa de operaciones, que en algún momento fue blanca, pero que ahora era una completa mezcolanza de colores, fluidos desconocidos, pequeños restos de animales y humanos… Era una completa obra de arte, de donde habían surgido sus mayores experimentos… Y los peores. Toda la vida del científico, todo su estudio, todos sus momentos, estaban eternizados en aquella mesa.
Aparte de ella, los típicos instrumentos que necesitaba para sus estudios. Todos y cada uno de los aparatos que, para muchos, podían ser de tortura pero, para él, sólo eran sus pequeños instrumentos. Había repisas llenas de botellas, frascos, recipientes con toda clase de cosas desagradables que se pudiesen imaginar. Lo tenía todo. Lo estudiaba todo.
Y, en ese instante, en su apreciada obra de arte, reposaba el cuerpo casi inerte de un turco. Trofeo. El científico, sentado en una butaca cercana con una pequeña libretilla en sus manos, simplemente anotaba, observaba. En silencio.
El turco estaba conectado a una máquina que medía todas y cada una de sus pulsaciones nerviosas. Hojo estaba probando algo nuevo, bastante inocente para lo que acostumbraba. Una nueva droga, un somnífero, una anestesia, que causaba en la víctima la sensación de estar completamente despierto, mientras su cuerpo estaba paralizado. Sí, no podía moverse en lo más mínimo. Pero lo veía todo, lo oía todo, lo sentía todo. Todas y cada una de las torturas que Hojo decidiese hacer sobre el cuerpo de la víctima, serían sufridas en su totalidad, en silencio. Sin una sola queja. Simplemente muriendo por dentro. Pero esto no dejaba del todo satisfecho al profesor, puesto que uno de sus mayores placeres era escuchar los gritos, gemidos y alaridos llenos de espanto, terror y dolor que las criaturas que reposaban sobre su mesa expulsaban desde lo más hondo de sus pulmones.
Mas sabía que, ahora mismo, el turco estaba sufriendo. Siquiera había empezado a examinarle, y ya los indicadores de cada una de las máquinas a las cuales el chino estaba conectado, lo dejaban claro. Una sonrisa de satisfacción atisbó en sus labios.
Hojo se acercó a la mesa, con un pequeño cuchillo de operaciones. Lo acercó a su corazón, pero sin clavarlo, ya que no deseaba que dejase de latir. Sólo quería saberle sufrir. Tampoco deseaba utilizarlo como uno de sus experimentos. Por experiencias pasadas, había ya decidido que los mejores experimentos surgían de criaturas que aún no habían visto la luz del sol, y se resguardaban en el vientre de su madre. De éste hombre sólo necesitaba información. Y tenía todas las maneras de conseguirla.
La anestesia empezaba a dejar sus efectos sobre el cuerpo del hombre, y éste comenzaba a abrir sus ojos. Hojo sonrió más ampliamente aún, y susurró casi a su oído.
-Tseng. Veo que has despertado. Bienvenido-
