Prólogo
Verano de 1827
El gran navío procedente de las islas británicas se dispone a atracar en el puerto de una pequeña colonia en el sur de la Península Ibérica. Dentro del barco, las pocas personas que van en calidad de viajero, recogen sus cosas del camarote común en el que han pasado los últimos tres días. Entre ellos se encuentra el joven Arthur Kirkland.
Si Arthur tuviera que describirse a sí mismo sería como un perfecto caballero inglés-Rubio, de ojos verdes, cejas pobladas y piel tan blanca que muchas doncellas envidiaban. Pero, sobretodo, criado desde pequeño en el seno de una familia con bastante dinero. Era todo palabras, gestos y modales perfectos. Desde que tenía uso de razón había intentado complacer a su familia, en especial a su padre, con todo lo que hacía, tarea bastante difícil siendo el hijo menor. Fue debido a esto, y no por verdadera vocación, por lo que el joven Kirkland estudió medicina, carrera que ninguno de sus otros hermanos se había planteado siquiera intentar debido a la responsabilidad que conlleva el tener la vida de un moribundo en tus manos.
Y así es como el joven inglés llegó al puerto de Gibraltar. Siguiendo una de las costumbres de la época, su padre, nada más terminar la carrera, sin dejarle siquiera ejercer su nueva profesión por un día, le había dado dinero (mucho), diciéndole que fuera a recorrer mundo durante el tiempo que quisiera y necesitara, para volver conociendo un poco de la cultura de cada lugar.
Arthur, al contrario que su hermano Scott, no había tenido ningún problema en elegir cuál sería su primer destino: España. Siempre había querido ir a un país donde el sol brillaba todos los días. Además, uno de sus profesores era español así que el idioma no sería un gran problema.
Aún desde la cubierta del barco, miraba asombrado el bullicio del pequeño puerto. Y no era de extrañar, ya que parecía que todos los habitantes se habían concentrado esa mañana allí para comprar en lo que parecía ser un mercado.
Cuando por fin el barco consiguió atracar, Arthur fue uno de los primeros en bajar, aún maravillado por todo lo que veía, que era muy diferente a lo que estaba acostumbrado. Allí nadie hacía nada de lo que le había enseñado su madre con tanto esmero. Las mujeres no llevaban lindos tocados en el pelo ni abanicos coloridos- En vez de eso llevaban cestas de mimbre tan grandes que tenían que cogerlas con ambas manos y tan llenas de distintos alimentos que debían pesar lo mismo o más que ellas. Aún así ningún hombre hacía nada por ayudarlas, no las tomaban de la mano ni les abrían el camino entre la gente, cosas que él hacía casi sin pensar.
Entre todo el tumulto le fue complicado encontrar lo que buscaba: Alguien que vendiera caballos grandes y fuertes como para soportar un camino por todo el sur español. El chico que le recomendó la flamante yegua blanca que acabó comprando era rubio y de ojos azules y no debería tener más de 12 o 13 años. Sin embargo parecía entender bastante sobre los caballos que vendía. Con una mezcla de palabras inglesas y españolas le explicó que era la mejor que podría encontrar en Gibraltar (básicamente porque nadie más tenía caballos allí), que era mansa y que podría soportar perfectamente el viaje.
Con la bolsa de monedas algo más vacía pero con las bridas de la yegua en la mano derecha fue como Arthur cruzó la frontera entre la colonia inglesa y su verdadero objetivo: España, más concretamente Málaga, desde donde había decidido empezar su viaje por cuestiones prácticas, ya que esta era una de las provincias cuya frontera con Gibraltar no estaba lejos.
La luna no hacía acto de presencia, convirtiendo así la noche en la preferida de Antonio desde que tenía uso de razón.
Camuflándose entre las sombras llegó hasta la puerta de una posada que, como ya sabía de antemano, tenía la puerta cerrada sin llave de forma que solo necesitaba empujarla para poder entrar. Dentro todo estaba en penumbras, aunque se podía percibir la forma de un plato solitario en una de las grandes mesas. Antonio no pudo evitar pensar que ese plato podía describir perfectamente su vida en ese momento: Camuflado entre las sombras y completamente solo. Aunque que este fuera un claro recordatorio de su forma de vivir no impidió que prácticamente devorara los trozos de carne que nadaban en una salsa que no pudo reconocer, cosa que tampoco le preocupó lo más mínimo.
Una de las primeras cosas que aprendió Antonio fue que nada es incomestible y menos cuando llevas más de un día y medio sin probar bocado. Mientras terminaba de engullir pensó en que antes de huir al día siguiente, como siempre que hacía, tendría que darle las gracias a Emma. Ella era la dueña de la posada y su prima, la única con la que tenía la suficiente confianza para que supiera algo de su vida.
Antonio era, a ojos de cualquiera, un joven apuesto. Desde pequeño había sabido cómo conquistar a las chicas. Ya fuera con gestos inocentes que hacían que las mujeres de los puestos de fruta le regalaran un tomate al verle pasar, como con palabras y miradas a las jóvenes de las que necesitaba algo más que una simple fruta. Su piel morena curtida por el sol y una melena rebelde y castaña resaltaban sus ojos verdes que, por muy dura que hubiera sido su vida, siempre parecían brillar como si no le abandonara la felicidad, casi de una forma infantil.
Y, aunque su vida había sido muy difícil desde el mismo momento en el que nació, nunca se desprendió de una sonrisa amistosa que le había brindado muchas más ventajas de las que podría imaginar.
Su nacimiento supuso el final de la felicidad de la familia Carriedo ya que su madre murió trayéndole a él al mundo entre horribles gritos de dolor que la matrona no pudo aliviar. Su padre, un hombre honrado que trabajaba de carpintero, a duras penas podía conseguir el dinero suficiente para alimentar a sus dos hijos. Por esto casó a su primogénita, una joven Isabel de 13 años, con un aristócrata austriaco que se encaprichó con ella al pasar un día en el pueblo y que se la llevó lejos del hogar.
Antonio, nunca perdonó esto a su padre. Debido a eso nada más fue lo suficiente mayor para poder sobrevivir por su cuenta abandonó su casa, uniéndose a un grupo de bandidos con los que había establecido contacto tras varias noches de vagar a solas por el bosque.
No duró mucho con estos bandoleros que solo pensaban en conseguir dinero de la gente honrada y en usar la violencia todas las veces que pudieran, ya fuera en hombres, ancianos, mujeres o niños. Aunque quería ser libre no era la forma de vida que buscaba. A las dos semanas decidió seguir su propio camino en solitario con el solo contacto esporádico e indirecto con Emma.
A la mañana siguiente, tras haber descansado en un colchón que Emma dejaba en una de las esquinas del comedor y habiendo dejado un clavel en la puerta de su prima salió de la posada.
Tras pasar varias horas siguiendo al que parecía un comerciante de telas con su hermana pequeña, quienes, por el carromato y las ropas, parecía que podían permitirse perder algo de dinero a manos de un bandolero, se decidió a atracarles. Pero sin suponer que el rubio tenía una pequeña pistola escondida. Aunque por los nervios no acertó en el pecho el proyectil se le hincó al ibérico en el brazo izquierdo.
Sin dinero y con una bala atravesando su brazo, que no dejaba de sangrar, Antonio se dio por vencido de conseguir dinero. Se dispuso a descansar y reponer fuerzas hasta que le dejara de sangrar el brazo. Debido al dolor del mismo no pudo dormirse así que, cuando ya comenzaba a atardecer, pudo ver al que se convirtió en su siguiente objetivo.
Un chico rubio y más blanco que la leche que peleaba con una yegua blanca y que, si te concentrabas, hasta parecía oler a dinero. Si no hubiera parecido desde el primer momento un objetivo tan fácil, Antonio ni se habría molestado en levantar la vista. Sin embargo, aún con el brazo herido, el bandolero subió a su caballo y se dispuso a atracar al chico, quien no se percató de su presencia hasta que fue demasiado tarde.
