01: El ladrón de triste condición.
—Esa fue una muy mala decisión— escupió mientras golpeaba sin descanso el saco de boxeo tirado en el suelo frente a él. Estaba desnutrido; era delgado, tenía el rostro hambriento y el cabello oscuro y graso. Sus ojos lloraban odio, no dolor, como un mal observador podría interpretar. No era un cobarde, sino un pobre sin hogar ni dinero, sin comida ni trabajo.
—Ey, es suficiente— dijo el acompañante de su torturador, un hombre alto, rubio y de buen ver que lucía preocupado. ¿Estaba preocupado por él, quizás? Él, que había tratado de robarle la bolsa a la persona equibocada al escuchar el dulce tintineo de las monedas.
—Tsch.
El saco de boxeo quedó en el suelo, inerte, y escupió sangre. Se retorció sobre sí mismo y serró los dientes. Confundía el dolor de los golpes con el hambre terrible que lo azotaba, y era peor. Pero no iba a parecer débil ante ese puñado de aristócratas engreídos. Aunque estuviera tirado en el suelo como un despojo, él creía tener dignidad. Y, poco a poco, trató de levantarse.
—No tienes ni idea de lo que ibas a robar, ¿verdad?— preguntó el tipejo que lo había golpeado. Era arrogante, cómo todos los burgueses que había conocido, y engreído, algo que en realidad no le sorprendía demasiado. Era fuerte pese a ser bajo. Tal vez lo había subestimado.— No, por supuesto que no tienes ni idea, ¿qué va a saber una rata como tú?— concluyó. A continuación decidió hablarle, como si le estuviera haciendo un favor, sobre el dinero que quiso robar. Le contó como un padre lo hace con su hijo, que justo había cometido una travesura. Le dijo que ese dinero serviría para comprar comida para gente de un pueblo lejano. No escuchó el nombre, ni tampoco el sermón aristócrata.
Al final, cuando creyó que el hombre bajo había terminado y que podría marcharse, el rubio y bien parecido se acercó a su compañero y tomó la bolsita tintineante, de dónde extrajo una moneda de plata. Miró con severidad al ladronzuelo y se la puso sin mediar palabra en la palma de su mano derecha.
—No necesito vuestras limosnas— dijo el muchacho, y le tiró la moneda a la cara, con fuerza, hiriéndole. Lo cual era un poco paradójico, porque él necesitaba ese dinero más que cualquier otra cosa en aquel instante. Pero creía tener dignidad.
Y así, el saco de boxeo se marchó, descalzo como estaba, por dónde había venido, dándoles la espalda a esas detestables existencias y olvidando —o esforzándose en hacerlo— el dolor de los golpes del más bajo. Su mente, poco a poco, fue trazando un plan para poder comer algo aquel día, ocupándose de recordar qué comerciantes estaban en guerra con qué otros, y en cómo aprovechar la situación a su favor.
De lejos, como un rumor entre las conversaciones de la muchedumbre de las calles, nada sorprendidas por la escena que había acontecido momentos antes, escuchó las palabras de esas escorias arrogantes:
—No deberías ser tan amable, Erwin. Esa moneda que le has ofrecido a un ladrón le haría falta a esa gente hambrienta del sur.
—No seas tan estricto. ¿Acaso no has visto el rostro hambriento de ese muchacho? Él también pasa mucha hambre, Levi, y nadie hace nada por ayudarle.
...
Eren llegó derrotado a su refugio en los tejados de Shiganshina. Sentía un dolor cada vez más punzante en su estómago, dónde ese enano aristócrata le había golpeado. Había sido humillado de manera lamentable. No solían ocurrirle ese tipo de cosas: era listo. Pero en aquella ocasión se había dejado llevar por las apariencias y las cosas habían terminado mal.
—¿Has conseguido algo?
Bajando por la escalera de incendios de aquel hospital en decadencia, su compañero Armin dio un salto y aterrizó a su lado, en el refugio improvisado con pedazos de hierro y madera a medio podrir.
—Sí, una buena paliza. Lo siento, Armin.
—No tienes de qué disculparte— dijo él, tratando de calmarlo.— Seguramente Mikasa sí habrá conseguido algo de comer. Mira— a continuación sacó una bolsita pequeña de debajo de su chaleco raído, y sonrió con ese aire angelical que tanto le caracterizaba.— he podido conseguir vendas y pomadas del hospital. Podré tratarte las heridas de la paliza.
Eren sonrió.
—No deberíamos depender tanto de ella. Va a perder su trabajo si sus superiores se enteran.
—Está bien, Christa es muy lista. Vamos— pidió, señalando la camiseta de su compañero. Eren se la quitó y dejó entrever sus ligeros músculos, forjados a través de huidas y subidas por los tejados, así como los moratones que las botas de ese maldito enano le habían dejado.
Armin untó la pomada con cuidado. Entretanto, Eren se entretuvo observando los tejados de Shiganshina y recordando la paliza tan tremenda que ese desgraciado le había dado. Normalmente los tipos cómo él se confomaban con un par de golpes cuando podían ver que se trataba de un muchacho harapiento y hambriento. Pero ese gilipollas lo habría matado si el rubio no lo hubiera detenido. Lamentablemente para su orgullo, le debía una.
—¿Quién te ha dado paliza semejante, pringado?— dijo una voz, apareciendo por detrás de la chimenea de piedra que tenían enfrente. Ymir sonreía con malícia, como si supiera de antemano la desgracia de Eren.
—Un enano con suerte.
—¿Enano con suerte? ¡Mis cojones! Apuesto mi virginidad a que ni siquiera te fijaste en las insignias de sus uniformes.
—¿Y tú como sabes que llevaban uniforme?— intervino Armin, mientras pasaba las vendas por el tórax de su amigo. Éste permaneció en silencio, mirando con seriedad a la recién llegada.
—Por supuesto, yo ví la paliza que le dieron. Tienes suerte de seguir con vida, ¿lo sabías?
—No hace falta que me lo digas. Si hubiera estado en buenas condiciones, las cosas hubieran sido distintas.
Ymir estalló en limpias carcajadas, encorvándose de la risa. Eren se levantó, furioso, y las vendas que Armin estaba colocando con mucho tiento fueron rodando hacia el suelo. Tiró de la pierna derecha de su amigo y provocó su caída, dolorosa, contra el tejado. Entonces volvió a recolocar las vendas, y Eren, que sabía a la perfección lo idiota que había sido su reacción, no dijo nada. Ymir se calmó.
—¿Tienes siquiera una idea de quiénes eran? ¿No?— A continuación esbozó una sonrisa maliciosa.— Eran Erwin Smith y Levi Rivaille, de la milicia. Dos de los soldado más fuertes que existen. Dicen que Levi vale por más de cien soldados. ¿Sigues creyendo que le hubieras dado tú a él la paliza de su vida?
—Tal vez...
Ymir contuvo una nueva carcajada, y se sentó de piernas cruzadas en el tejado. El pequeño refugio improvisado era una mierda, todos lo sabían, pero había sido construido con prisas y con lo que encontraron. Consistía en un pequeño cuadrado del tamaño de una cama de matrimonio, con paredes de madera a medio podrir y el tejado de plástico duro, sujeto con unas piedras para que no saliera volando a la primera ráfaga de viento. Había vigas de metal, no demasiado voluminosas, que sujetaban las paredes con la chimenea, que hacía de columna resistente.
En silencio, Armin terminó de atar las vendas. Segundos después, llegó Mikasa con dos bolsas de tela desgastada con comida en su interior.
—¿Qué te ha pasado?— le preguntó a Eren, en cuanto vio las vendas.
—Levi Rivaille le ha dado la paliza de su vida— contestó Ymir, tomando una deliciosa manzana de la bolsa que Mikasa había dejado en el suelo, a su lado.— Dice que si hubiera estado en buenas condiciones habría podido darle a él una paliza también. ¡Ja!
—Y tú apostaste tu virginidad por ello— contraatacó Eren.— Creo que ya pensabas que habías perdido, ¿no?
Ymir se levantó repentinamente y le dió un puñetazo bien dado en la mejilla izquierda. Todos contuvieron su silencio.
—Aposté a que no te fijaste en quiénes eran, gilipollas.
Volvió a sentarse y comenzó a comerse su manzana. Cuando engulló el primer mordisco, sonrió y le lanzó otra a Eren, como símbolo de reconciliación. Él la aceptó.
—Pronto llegará el frío— comentó.— ¿Os quedareis aquí, o preferís buscar un lugar mejor?
Mikasa se sentó junto a Eren.
—Yo iré a dónde Eren vaya.
—Yo supongo que también— dijo Armin. Ymir les dirigió una mirada burlona.
—Y tú, Eren, ¿qué harás? Dos vidas dependen de ti por estúpidas.
—Quedarse cerca del hospital es lo más seguro hasta que no encontremos nada mejor para pasar el invierno. Además, la chimenea da calor.
Ymir se encogió de hombros y se levantó. Terminó pronto con su manzana y cogió otra de la bolsa. Sólo había manzanas. Pero eran suficientes para dos días, si se estiraban mucho. Un silencio extraño se hizo en el refugio podrido. Ymir iba a decir algo importante.
—Hay un rumor circulando— comenzó.— No sé si es del todo cierto, pero mejor será que os lo diga: quieren obligar a los ciudadanos pobres de lo principales núcleos externos a unirse a la milicia. El objetivo no es otro que enviarles a explorar los terrenos en guerra.
—Todos aquí odian a los soldados— dijo Armin.— Nadie va a aceptarlo.
—He dicho que quieren obligarlos. Olvídate de las preferencias de los ciudadanos; si los envian a los terrenos en guerra está claro que los envían a morir. No quedaría muy bonito exterminarnos así, sin más.
—Pero si los soldados ya tienen previsto ir...
—Nada, Armin; nada. No hay gente que quiera unirse a la milicia sabiendo lo que les espera en esas tierras lejanas. Porque eso se sabe, Armin: desde hace años los que van no regresan. Por eso no hay soldados rasos, y han encontrado la oportunidad en los pobres y los mendigos. ¿Te crees acaso que van a preguntarte? ¡Ja! ¡No lo van a hacer! Nos van a enviar a tierras lejanas con toda la cara para que muramos y puedan limpiar la zona.
—Eso no tiene sentido alguno— dijo Eren.— No creo que el rey nos vea como una molestia para su gobierno.
—Es por eso por lo que te considero un estúpido.
Ymir no dio tiempo a Eren para responder a ese insulto. Simplemente se giró y se dispuso a irse. Sin embargo, y casi como si se sintiera humillada al decirlo, les hizo una oferta.
—En las noches más frías de este invierno, puedo conseguiros un refugio en la bodega del burdel.
Dio un salto y se fue.
...
Levi tenía el entrecejo fruncido. Erwin estaba serio.
—No podemos hacer algo como esto— dijo.
El gobernante sonrió. Luego bostezó y cambió de posición en su cómoda silla. Levi empezaba a hartarse de seguir las órdenes de ese vago y perezoso, pero no le quedaba otra. Había creído, cuando era un niño, hacía ya mucho, que los de la milicia eran gente respetable, y por eso se unió a ellos. Bueno, por eso y porque era la única manera de sobrevivir en Trost.
—Yo no os he preguntado si podéis o no. Simplemente tenéis que encontrarla y traerla de vuelta.
Levi repiqueteó sus dedos contra la madera lujosa de la mesa.
—¿Qué pruebas tenéis de que vaya a traicionaros?— preguntó Erwin, con un respeto inaudito.
—No necesito prueba alguna. Ya lo ha hecho; se encuentra escondida desde hace meses entre la podredumbre de Shiganshina. No puedo llevar a cabo mi plan si esa rata de cloaca sigue merodeando por los conductos de la alcantarilla. ¿Entendéis la metáfora, no es cierto? Erwin, tú eres un tipo listo. Y Levi es de los más fuertes. Debéis hacerlo.
—¿Para qué necesita al soldado más listo y al más fuerte para encontrar a una simple traidora?— preguntó Levi con agudeza.
El rey cambió su expresión en su respectivo asiento y habló por primera vez:
—Vuestras vidas dependen de ello.
