PRIMERA PARTE
Érase una vez en un reino sin amor…
1
La princesa triste y la bestia feroz
Y ahí estaba yo, rodeada de nubes y con un frasco rojo sangre en las manos.
Mirarme era como ver a otra mujer, alguien que no era yo. Con una sonrisa que no era la mía y los ojos verdes y apagados llenos de promesas. Era perfecta, allí, sobre la página, yo era perfecta.
Cerré la revista de un golpe seco y puse los ojos en blanco a la vez que sacaba un pitillo de mi bolso. Fumar era mi pecado y mi delicia. Me ayudaba a mantener mi peso mejor que cualquier pastilla del mundo, y si vives de tu imagen, eso valía mucho dinero.
Fumar mata, lo sé, es horrible. Pero es una forma legalizada de muerte, como la comida rápida o el azúcar.
Mi móvil sonó justo después de encender el pitillo. Fruncí el ceño, solté el humo y miré la pantalla: «Keila».
Sonreí y deslicé el dedo para coger la llamada.
—Mira quien se ha dignado a llamar —dije, lanzando una mirada rápida por el local. Era una cafetería muy pequeña, estrecha y casi vacía. El aire estaba cargado y olía a limpia suelos y a café recalentado—. ¿Te has acordado de pronto que tenías una mejor amiga?
—Estás fumando —me respondió.
Negué con la cabeza, aunque no pudiera verme, y volví a fumar una calada.
—No —le mentí.
—Oigo el ruido de la máquina de café, Alex —me reprochó con un tono serio—. Siempre vas allí para fumar.
Miré hacia la barra donde el viejo Nikolai limpiaba un vaso, con la mirada perdida y una expresión enfadada.
—¿Qué tal el fin de semana? —le pregunté—. He estado buscando en Internet ese hotel al que fuisteis. ¿Quieres saber cuánto cuesta la suit?
—No, no quiero… —murmuró.
Me encogí de hombros y golpeé el pitillo contra el cenicero.
—Empieza por mil y acaba en seiscientos.
—Oh, ¡no! —dijo con voz asustada. Podía imaginármela con sus ojos muy abiertos y la mano sobre los labios—. ¿Mil seiscientos por un fin de semana?
Me reí, era adorable.
—No, cielo —le corregí—. Mil seiscientos la noche.
Cogió aire y se quedó en silencio.
—No… no debiste haberme dicho eso, Alex… ahora me siento fatal…
—¿Por qué? —le pregunté—. John gana más de diez mil a la semana. —Negué con la cabeza con la mirada perdida en el cristal grasiento que daba a la calle—. Por Dios, está podrido de pasta. Déjale que se lo gaste en algo que merezca la pena, como en ti.
—Es que… no sólo es la suit…
Puse los ojos en blanco y solté otra bocanada de humo.
—¿Qué te ha regalado esta vez?
—Un collar de oro blanco con un zafiro —susurró, como si no quisiera que lo escuchase.
—¿Tiffany's?
—Sí.
—Adoro Tiffany's…
—Lo sé.
Hubo un corto silencio antes de que soltase lo que estaba pensando.
—Te lo habrás follado bien después de eso.
—¡Alex! —chilló, escandalizada—. No lo digas así. Suena horrible.
Me reí.
—Te eché de menos —le dije.
—Yo también a ti.
—¿Estás libre esta noche? —pregunté mientras me miraba las uñas pintadas de un rojo cereza, mi color preferido—. Podemos ir a casa y ver películas ñoñas y comernos un helado de un kilo juntas.
—No, ya tengo planes.
Fumé otra calada y me preparé para que no se notara lo decepcionada y dolida que estaba. Desde que John había entrado en su vida, Keila estaba cada vez más lejos de mí. Estaba feliz, muy feliz, por ella. Él era un chico estupendo, rico y guapo. De eses que no crees que existen.
—¿A dónde te va a llevar ahora? —pregunté.
—Dirás a dónde nos va a llevar ahora…
Alcé las cejas y miré la taza de café vacía en mi mesa antes de ponerme a darle vueltas al borde con el dedo.
—¿Nos? —pregunté, algo extrañada.
—Sí, nos —repitió—. John ha pedido mesa en Gallianis.
Me paré en seco.
—Ese restaurante es muy exclusivo —le dije.
—Lo sé. ¿No estás emocionada?
—Claro que sí —reconocí. Ese restaurante tenía una lista de espera de meses—. Me pondré algo bonito.
—Cualquier cosa que te pongas te quedará bonito —murmuró con una fingida molestia en la voz—. Te odio por eso.
Sonreí.
—Es verdad…
Ambas nos reímos. Oír su risa cantarina fue encantador. Realmente la había echado mucho de menos.
—Además no estarás sola —añadió—. John ha invitado a un viejo amigo para que venga también.
—No me gustan las citas a ciegas —le recordé.
—No, no es eso —se apresuró a decir ella—. Es sólo un amigo suyo. Ha… ha pasado por una mala racha y… necesita compañía.
—¿Qué le pasó? ¿Ha perdido algunos millones en la banca y está triste de no poder comprarse otro deportivo para su colección?
Kei se rió de nuevo, pero fue más bien una risa educada.
—No, no es esa clase de amigo.
Supe que había algo que no me quería decir. Lo supe por el tono de su voz, lo supe porque conocía a Keila mejor que nadie.
—¿Qué tipo de amigo es, entonces?
—Es… especial.
La palabra «especial» alcanzaba un sinfín de significados si la decía ella. La mayoría no siempre agradables.
—¿Se ha quedado ciego?
—No.
—¿Se ha divorciado?
—No.
—¿Es parapléjico?
—Alex, por favor, no es eso.
—Entonces acaba de salir del armario.
—A veces me sigue sorprendiendo que seas mi mejor amiga.
Me reí.
—Vamos, cielo, suéltalo ya —le pedí—. La curiosidad me está matando.
Kei cogió aire.
—Tiene… tuvo problemas con las drogas y… acaba de salir de rehabilitación.
—Ah, ya. Así que es un protegido de la organización de caridad de John.
—No, bueno, sí, pero es un viejo amigo suyo también.
Puse una expresión aburrida y fruncí los labios.
—¿Hay alguna razón por la que siempre que me invita a ir con vosotros sea por cosas como esta? —le pregunté—. Empiezo a creer que me odia.
—No. No seas idiota, Alex. John te adora.
—A mi no me compra cosas de Tiffany's.
—Espero que no —dijo ella.
Sonreí y volví a dejar caer la ceniza del pitillo.
—¿Cuándo, entonces?
—Esta noche, a las nueve en Gallianis —respondió.
—Allí estaré —le prometí.
—Tengo tantas cosas que decirte…
—Yo también.
Era una mentira, pero ahora que ella tenía un novio rico y guapo podía permitirme fingir que mi vida era más interesante.
—Bien —chilló de la emoción—. Nos vemos a la noche.
—Hasta la noche.
—Te adoro —dijo antes de colgar.
—Yo también, cielo —le dije al sonido agudo de la línea.
Dejé caer el móvil dentro del bolso, fumé una última calada y me levanté apagando el cigarro contra el cenicero.
—Me voy, mi amor —le dije a Nikolai, pasando por delante de él—. Ponlo en mi cuenta.
Él ni siquiera apartó la mirada del vaso y gruñó algo en ruso. Si sonriera de vez en cuando, no, si sonriera, seguro que tendría más clientes. Pero a mí me daba igual. Llevaba yendo a esa cafetería sucia más de diez años y adoraba a Niko. Era tosco, bruto y apenas hablaba; pero cuando lo hacía merecía la pena escucharle. Era mucho más barato que un psiquiatra y, además, te servía alcohol.
Le di un beso en la mejilla barbuda y me fui.
Aquella noche tenía una cita con la pareja perfecta y un drogadicto. Sería una velada más entretenida que quedarse dormida en un sofá con una copa de vino en la mano y la televisión encendida.
No me gustaba aquello, y no quería ir; pero me lo había pedido John, y a John no podía negarle nada.
—Será genial —seguía diciendo su nueva novia, Keila, una morena guapa de esa forma infantil y dulce que no dejaba de sonreír y hablar sin parar—. Cuando se lo dije a Alex casi se muere de la ilusión por venir.
—A ella le encantan los sitios caros —añadió él.
Ambos me miraban y sonreían. Habían llegado a esa etapa en la que se terminaban las frases el uno al otro y no paraban de tocarse en ningún momento.
—Ya —murmuré, mirando a través de la ventanilla de la limusina. La ciudad estaba a oscuras y las luces pasaban como estrellas fugaces sobre el asfalto.
—Seguro que aparece con un vestido precioso, ella siempre lleva vestidos increíbles —siguió parloteando—. Le he echado tanto de menos…
—Lo sé, cariño —respondió John mientras apretaba un poco más su mano.
—Se va a quedar de piedra cuando la invitemos al Valle este fin de semana, siempre ha querido venir con nosotros. Va a ser estupendo. Además si…
Su voz se convirtió en un murmullo lejano y monótono. Llevaba toda la tarde hablando de su increíble y genial amiga Alexandra, hora tras hora, sin parar. A John parecía no importarle, se quedaba mirando a su chica como embobado, con los ojos brillantes y una sonrisa estúpida en el rostro.
No me habían dejado solo ni un instante desde que había llegado a su piso-mansión en el ático del edificio más exclusivo y limpio que había visto en mi vida. A estas horas ya hubiera matado por un minuto sin escuchar aquella voz aguda y empalagosa.
Echaba de menos colocarme.
Todo esto habría sido más fácil con un par de rayas de coca.
—Ken —escuché que me llamaban.
Me giré de nuevo hacia ellos.
—¿Qué?
—¿Estás bien? —me preguntó él—. Te he visto un poco… trastocado.
»Trastocado« era la forma de John de decirme que parecía algo ido. Él siempre era muy educado y muy precavido a la hora de hablar de mis… problemas.
—Estoy cansado —murmuré.
—Quizá no fue una buena idea quedar justo hoy —dijo su chica con una expresión apenada—. Quizá sea demasiado pronto. Acabas de salir de… allí.
Me quedé mirándola en silencio.
—Sí —fue todo lo que pude decirle.
Una canción estridente interrumpió el silencio que había dejado. La novia de John cogió su móvil del bolso y una gran sonrisa afloró en su rostro a la vez que se iluminaban los ojos.
—Es ella —anunció, pulsando sobre la pantalla—. ¡Hola, Alex! —le gritó al aparato tras poner el manos libres.
—Hola, cielo —dijo una voz pausada y agradable, casi envolvente. Como era su mejor amiga me había imaginado que tendría una voz igual de aguda que ella—. ¿Ya habéis llegado?
—No, aún estamos de camino.
—Genial, porque hay un tráfico de mierda y creo que el taxista no sabe ni por donde va.
La novia de John se rió de aquella forma que me sonaba tan molesta.
—Espero que él no te oyera —le dijo.
—Voy a su lado, espero que sí me oyera.
—¿Vas a tardar? —le preguntó.
—Un poco, podéis ir pidiendo.
—No, te esperaremos.
—¿Al final va también el drogata ese?
Hubo un pesado silencio y la novia de John me miró horrorizada antes de ponerse roja de vergüenza.
—Yo… —tartamudeó—. Te… tengo el manos libres, Alex.
Hubo otro breve silencio.
—Bueno —dijo su amiga desde el móvil, sin parecer arrepentida—, seguro que no es la primera vez que le llaman así.
Algo parecido a una sonrisa me surcó el rostro. No, no era la primera vez.
—No… no lo sé —respondió la novia de John tras tragar saliva—. Te esperaremos allí… no tardes.
Y colgó. Levantó sus enormes ojos azules hacia mí y se colocó un mechón de pelo tras la oreja.
—Es… algo directa algunas veces —trató de disculparse.
—Sí, ya se lo dije yo, cielo —la apoyó John mientras le acariciaba la espalda con ternura—. No pasa nada.
John ya me había hablado de ella, y me había contado algunas cosas bastante interesantes.
Gracias a aquello la conversación tocó un punto final y estuvimos en silencio hasta llegar al restaurante. Creía no haber visto algo tan pijo y de élite como el ático de John hasta que llegamos al Gallianis. Aquel lugar apestaba a dinero.
El metre, al que parecía que le habían metido un palo por el culo, nos guió hasta una de las mesas más exclusivas. Al lado de un enorme ventanal con plantas colgantes y enredaderas. Había incluso una catarata artificial que refrescaba el lugar.
John se sentó a mi lado y su novia se sentó en frente. Aún tenía las mejillas rosadas y parecía avergonzada por lo que había pasado.
—¿Te gusta el salmón, Kenneth? —me preguntó en un estúpido intento de retomar la conversación.
—No —le dije mientras jugueteaba con el aro plateado que me colgaba de la oreja izquierda.
John me golpeó con la rodilla bajo la mesa, así que traté de sonreír y repetí:
—No, no me gusta el salmón. No me gusta el pescado en general.
—Puede que este te guste, el chef es excelente según tengo oído —dijo ella.
—Claro.
Empezaba a hartarme de sus continuas ganas de hacerme sentir parte de aquello. Su sonrisa falsa y sus ojos plagados de compasión me daban arcadas.
—Parece que no ha tardado tanto como creíamos —dijo John señalando con la cabeza hacia la entrada.
Su novia se giró al instante y sonrió de nuevo. Yo cogí aire y me mentalicé para soportar a otra versión inmadura y compasiva de aquella mujer. Con suerte podría poner una escusa y largarme de allí antes de tiempo.
Mis ojos buscaron algún tipo de chica morena y baja, algo parecido a Keila, con algún vestido de noche y una melena recogida. Pero en la entrada no había nada así. La única mujer que encontré allí no era, ni de lejos, lo que me había imaginado.
La joven pasó su mirada por el restaurante, ignorando por completo al metre, y, cuando nos encontró al fondo, comenzó a caminar hacia nosotros. Rubia, melena muy larga y alborotada de una forma increíblemente sexy, cuerpo de curvas imposibles y piernas largas. Sus ojos verdes se veían incluso a la distancia, brillando con destellos como si fueran esmeraldas prendidas en mitad de su rostro perfecto.
Caminaba igual que si fuera la reina del mundo, balanceando las caderas mientras su pelo vibraba sobre sus hombros descubiertos a cada paso que daba con aquellos tacones de aguja. Tenía ese halo que hacia que todos los hombres tuvieran que mirarla, pero a ella no parecía importarle lo más mínimo.
Era todo lo que te imaginabas al pensar en una súper estrella; demasiado atractiva e inalcanzable para los simples mortales.
Y lo primero que dijo al acercarse fue:
—El taxista era gilipollas.
Le di un beso en la mejilla a Kei y le dejé una marca de mi pintalabios rojo en la mejilla sonrosada. Me senté a su lado y le di un buen vistazo al local. Era incluso más elegante de lo que me había imaginado. Mesas con manteles impolutos, un pianista tocando al fondo y un montón de enredaderas colgando sobre los ventanales. La música del piano se mezclaba con el arrullo de la cascada creando un ambiente delicioso y cálido.
Era un lugar perfecto.
—Buenas noches, Alexandra —me saludó John.
Me giré hacia él.
—Buenas noches, John —le dije—. Gracias por invitarme, ha sido todo un detalle por tu parte.
Él estaba tan guapo como siempre. Camisa de seda azul a juego con sus ojos y corbata negra.
—Déjame presentarte a Kenneth —me dijo mientras se giraba un poco hacia su compañero.
Si creía que no me había fijado en él aún, estaba muy equivocado.
Me giré hacia su amigo drogata y miré fijamente sus ojos grises, demasiado profundos y brillantes. Pelo desordenado, de un tono pardo con destellos del color de la miel, al igual que su barba de varios días. Tenía una fina cicatriz que le surcaba desde la mitad de la sien derecha y le dividía el final de su ceja, y un pequeño aro plateado le atravesaba el lóbulo de la oreja izquierda. Alto, hombros anchos y unos brazos que hacían que la tela gris de su camisa prestada estuviera en continua tensión sobre sus músculos.
Además tenía esa presencia salvaje y sexual tan masculina. Como si te dijera con la mirada: «Podría follarte aquí mismo y lo sabes»
—Buenas noches, Kenneth —le dije.
—Buenas noches, Alexandra —respondió con una voz grave y aterciopelada.
No os voy a mentir; eso me puso bastante.
Pero aparté la mirada con expresión impasible y volví a fijarme en el restaurante. Conocía muy bien a Kenneth, no a él, pero sí a miles como él. Chicos malos que se paseaban como si el mundo y la vida sólo fuera un juego, tomando drogas, robando, follando a todas las chicas que caían atrapadas en su halo de indiferencia y su atractivo masculino. Sexo salvaje de una sola noche y después simplemente fingían que no existías. Unos cabrones sin corazón.
Y yo ya había dejado atrás la etapa de mi vida que incluía a ese tipo de hombres.
—¿Ya habéis pedido? —pregunté al aire.
—No, te estábamos esperando —me dijo Kei—. Me han dicho que el salmón es muy bueno aquí.
—Cielo, puedes pedir lo que quieras para mi —le dije con una sonrisa—. Me he pasado cuatro horas en el gimnasio y me merezco una cena de gala.
Kei se rió de aquella forma que a mí tanto me gustaba, mirándome con sus ojos grandes y de un azul pálido. Estaba brillante aquella noche, el vestido azul marino que llevaba le resaltaba el pecho y le estrechaba la cintura.
—¿Y ese collar? —le pregunté, señalando con la cabeza el zafiro engarzado en oro blanco que le colgaba del cuello.
Ella se sonrojó y bajó la mirada.
—No me hagas esto —me susurró.
—Fue un regalo —dijo John—, por nuestro aniversario.
—¿Un año ya? —se me escapó de entre los labios.
—Sí, como pasa el tiempo, ¿verdad? —dijo Kei. Miró a John y alargó la mano para ponerla sobre la de él—. Ha pasado el tiempo volando.
Hubo un incomodo momento de pareja del tipo: «Nos miramos fijamente y pensamos en lo mucho que nos queremos». Así que miré hacia otro lado intentando no poner los ojos en blanco. Yo no sería capaz de hacer esas cosas con un hombre.
—Hablando del tiempo —le dije al recordar algo—. ¿A qué no sabéis a quién me he encontrado esta semana?
Kei me miró intrigada.
—¿A quién?
Esperé unos segundos para crear tensión y al fin dije:
—A Leia Hammer.
Kei cogió aire y se tapó los labios.
—¿Dónde?
—En el supermercado.
—¿Y cómo está?
—Gorda —dije saboreando la palabra con una sonrisa cruel—. Muy… muy gorda.
—No —negó ella—, no puede ser.
—Y con tres críos chillando y cagándose… y todas esas cosas irritantes que hacen los niños.
—¿Se casó?
—No lo sé —dije frunciendo el ceño—. ¿Qué más da? El caso es que me ha hecho muy feliz verla así. —Cogí aire y suspiré—. Me alegró el día.
—Eso es cruel, Alex —me dijo Kei con una expresión molesta.
—Sí, dile eso a tu yo de hace diez años.
—¿Quién es Leia? —preguntó John con una sonrisa amable, tratando de ser parte de nuestra conversación.
—Leia es una chica que formaba parte del grupo que nos hacía la vida imposible en el instituto —le respondió Kei al instante, como si no pudiera soportar la idea de tener algún secreto para John.
—¿Qué? —dijo sin creérselo—. ¿Por qué iba a hacer eso?
—Nosotras… nosotras no éramos muy populares —siguió explicando ella con la mirada baja y un tono triste—. Fueron unos años difíciles.
—No puede ser. —John parecía no ser capaz de asimilar aquello—. ¿Por qué ibais a no ser populares? ¿Tú tampoco, Alexandra?
Me giré hacia él y me tomé un momento antes de decir:
—No, yo tampoco.
Él se rió.
—Pensaba que habías sido animadora… o algo así. Ya sabes, tienes toda la pinta.
No dije nada. No quería decirle nada, porque lo que fuera a salir de mi boca no sería nada agradable.
Kei me golpeó con el pie bajo la mesa.
Sonreí y dije:
—No, John, no fui animadora, ni nada así…
—Éramos bastante raras en el instituto, la verdad —añadió Kei, siempre dispuesta a convertir un momento desagradable en algo mejor—. Yo llevaba unas gafas enormes y era una empollona sin amigos. Alex era… era Alex.
Yo no dije nada. No estaba orgullosa de mi pasado. Prefería olvidarme de él.
—Ah… —murmuró John—. ¿Y cómo os llegasteis a conocer?
—Bueno, fue complicado…
—Anna Bell nos encerró a ambas en el vestuario masculino durante un par de horas hasta que nos encontró el entrenador del equipo—le expliqué yo, porque sabía que Kei le daría mil vueltas al asunto antes de decirlo.
—Oh, vaya —murmuró John con una expresión sorprendida—. Eso es horrible, ¿cómo no me lo habías contado antes, cariño?
—La verdad es que fue muy divertido —respondí yo—. Al día siguiente le quemamos el coche a Anna.
—¡Yo no, fuiste tú! —se apresuró a corregirme ella.
—¿Aquí nadie sirve en las mesas? —pregunté mirando alrededor—. Me muero por una copa.
Como si la hubieran escuchado, uno de los camareros se acercó a la mesa y nos preguntó:
—Bienvenidos al Gallianis, esta noche la especialidad del chef es ensalada de canónigos con remolacha celta y de segundo ternera a la plancha con una salsa de finas hierbas a la menta. De postre tenemos flan de nata con sirope de arce.
—Todo suena delicioso —dijo la novia de John, mirándonos a todos con una sonrisa.
—Será perfecto, gracias —respondió John—. ¿Qué vino le sentaría bien? ¿Blanco, quizá?
—Tenemos un vino de reserva de…
—Traiga dos botellas de eso —le cortó Alexandra con una ademán de la mano.
—Como desee, señorita —asintió el camarero antes de alejarse.
—¿Dos no serán demasiadas? —preguntó John.
Alexandra le miró con sus ojos verdes bordeados con una sombra oscura que los hacía todavía más intensos y provocadores. Casi no parecía real.
—Creo que podremos con ellas —dijo.
John se aclaró la garganta antes de replicar:
—Pero Ken no puede beber.
De pronto aquellos ojos me estaban fijos en mí, igual que si me viera por primera vez. Levanté la vista con expresión aburrida y le sostuve la mirada en silencio. La conocía muy bien, no a ella, pero sí a miles como ella. Reinas del baile, chicas que habían vivido siempre en lo más alto, rodeada de hombres a los que despreciar, sintiéndose invencibles en sus tronos de belleza inalcanzables, teniendo todo lo que quieren y ganando siempre en el perverso juego de la vida. Unas zorras sin alma.
Y mi tiempo de soportar a princesas pijas ya había quedado muy atrás.
—¿Tampoco puedes beber? —me preguntó.
Negué con la cabeza.
Cuando las mujeres sabían que tenía problemas hacían siempre lo mismo. Me miraban con compasión, porque yo era demasiado guapo como para sentir rechazo por mí, y después trataban de ayudarme creyendo que eso las acercaría más a mi corazón. Que podrían… llenarme con su amor y hacer de mí un hombre diferente.
Quizá si me hubieran visto desmayado sobre mi propio vómito y cagado por mí se les quitaba las ganas de llevarme a su cama.
Pero ella no dijo nada. Siguió mirándome con indiferencia, como había mirado al camarero y como había mirado a John.
—Vale —dijo al fin, girándose hacia John y su novia—. Entonces una para vosotros y otra para mí.
—¿Una botella para ti sola? —preguntó Keila mientras fruncía el ceño—. No me gusta que bebas tanto.
—Sólo es una botella —respondió ella, haciendo un ademán para restarle importancia.
—Ya sabes a lo que me refiero —murmuró la novia de John en un tono grave. Eses que esconden más cosas de las que realmente dices.
—Es una noche especial —respondió ella—. Dime, John, he leído en la prensa ese escándalo de Milla Pinno. ¿No es cliente de tu bufete?
—Esa es información privada, no puedo…
La voz de John se perdió entre el murmullo de la cascada y la música del piano. Era algo que me solía pasar muy a menudo. Perdía el interés en todo y acababa ignorando lo que fuera que me estuvieran diciendo. Me miré las manos y jugué un poco con la servilleta del restaurante, incluso tenía bordado a un lado con hilo dorado: «Gallianis»
Un movimiento frente a mí me llamó la atención. Alexandra se estaba pasando la punta de los dedos por el cuello de forma distraída mientras miraba a John y asentía de vez en cuando. El recorrido de sus dedos llegó hasta su escote y terminó justo sobre su pecho. No había sido un movimiento premeditado y ella ni siquiera se había dado cuenta.
Me mojé los labios y noté un cosquilleo en la entrepierna. Tenía un pequeño lunar sobre su pecho izquierdo, como una pepita de chocolate en mitad del mar cremoso de su piel. Todo en ella parecía casual y a la vez creado a propósito para hacerme pensar en sexo. Sexo salvaje, sudoroso y descontrolado.
Entonces alguien puso un plato de una extraña ensalada morada delante de mí. Me aparté algo sorprendido y me di cuenta de que el camarero ya había llegado. Pero yo no quería cenar aquello, yo quería crema y chocolate.
—Que pinta más buena —dijo la novia de John con aquel tono agudo que me atravesaba la cabeza. Sabía porqué estaban juntos. John siempre había sido un calzonazos de esos que parecían necesitar a una mujer melosa y agobiante a la querer.
Nunca lo había entendido, ¿por qué iba a querer alguien atarse así?
—¿Es normal que tenga este color tan horrible? —oí murmurar a Alexandra frente a mí. Miraba su plato con una expresión asqueada—. Parecen sesos o algún tipo de víscera con lechuga.
El camarero, que aún no se había ido, se aclaró la garganta con expresión molesta y respondió:
—Sí, señorita, el color es normal. Ahora vendrá el sommelier con el vino.
Ella cogió aire y levantó los ojos. Me había pillado mirándola, pero no me importaba lo más mínimo. Caí de nuevo en aquella jungla salvaje que eran sus ojos, ladeé un poco la cabeza y me quedé en silencio aguardando a que me soltara algún insulto o se indignase.
Pero Alexandra sonrió y sus labios rojos y brillantes de alargaron levemente. Su mano se deslizó de nuevo por su cuello hasta su escote y acarició lentamente el estrecho canalillo entre sus pechos sin dejar de mirarme fijamente; sin rastro de compasión, sólo juego y peligro.
Fue como magia, fue una fuerza superior al hombre. Mis ojos siguieron el recorrido de sus dedos y se quedaron anegados en la leve parte que quedaba al descubierto entre sus tetas. Una sensación caliente nació bajo mi pecho y se extendió por todo mi cuerpo llenando mi piel de un picor excitante y sobrecogedor.
Me incliné hacia mi plato para ocultar mi entrepierna. El pantalón de traje que John me había prestado era muy fino y no podía ocultar, ni de lejos, el bulto evidente de mi pequeño gran orgullo masculino.
—Que suerte que no haya pescado esta noche, ¿eh, Ken? —me preguntó la novia de John.
Levanté la vista hacia ella, pero tardé unos segundos en que sus palabras cobraran sentido en mi cabeza.
—Supongo —murmuré.
—¿No te gusta el pescado, Kenneth? —preguntó aquella voz tibia y sensual frente a mí—. ¿Eres más de carne…?
Su tono era juguetón y escondía una atrevida suposición sobre mi sexualidad que, al parecer, nadie más entendió.
—No me lo esperaba —siguió diciendo ella, jugueteando con un mechón de su melena—. Parece que te gustan mucho los melones.
Una media sonrisa me brotó en los labios y ladeé la cabeza antes de contestar.
—Adoro los melones, pero no tanto como el conejo.
—Debes echarlo de menos.
—Lo como siempre que puedo.
—Estoy segura…
—¿Y tú?
Ella se rió.
—Yo hace mucho que no como conejo.
El pecho me vibró con una risa grave y profunda que no quería mostrar a los demás. El ardor de mi entrepierna crecía y mi imaginación ya había comenzado a desnudar a aquella mujer desde hacía un buen rato.
—¿No hace calor aquí? —preguntó entonces Alexandra, mirando a John y a su novia.
—No, no demasiado —respondió Keila mientras pinchaba con su tenedor un trozo de remolacha.
—¿Tú tienes calor, Kenneth? —me preguntó a mí mientras ladeaba un poco la cabeza—. Te veo un poco acalorado. Quizá sea mejor que vayas al baño a refrescarte.
—¿Te encuentras bien, Ken? —me preguntó John, repentinamente preocupado por mí—. ¿Quieres que te acompañe?
Alexandra sonreía regodeándose en su propia victoria. Sabía que si me levantaba mi erección quedaría al descubierto.
Pero yo también sabía jugar.
Kenneth sonrío un poco, sin llegar a enseñar los dientes, y negó con la cabeza.
—Estoy bien —dijo con aquella voz profunda y pausada.
—¿Seguro? —insistí. Sabía que estaba cachondo, lo veía en el brillo de sus ojos grises, que se habían vuelto del color de las nubes de tormenta. Era algo que aprendías a reconocer con el tiempo.
Él me miró y bajó los ojos a mi pecho antes de volver a subirlos hasta mi rostro.
—Seguro —murmuró en apenas un susurro—. Pero creo que el primer plato me va a dejar insatisfecho, siempre parecen mejores de lo que son.
Hablaba de mis tetas.
Me tomé unos segundos y me toqué el paladar con la lengua antes de responder:
—O puede que no tengas el buen gusto suficiente para saborearlas bien.
—Pues a mí la remolacha me parece muy buena —nos interrumpió Kei, totalmente ajena a lo que estaba pasando allí—. ¿Y a ti, cielo?
—Sí, tiene un sabor intenso, debe ser por la salsa —asintió John a la vez que se llevaba otro bocado a la boca.
—Habrá que probarlas —dijo Kenneth. Sin apartar los ojos de mí cogió un trozo de remolacha con la mano y se metió lentamente en la boca. Se pasó la lengua y terminó mordiéndose una esquina del labio inferior.
Tragué saliva y noté un cálido ardor subiéndome por el cuello en oleadas incandescentes.
No sabía que estaba pasando allí, pero aquel juego me estaba gustando.
Cogí mi tenedor y probé la ensalada. Estaba dulce y te llenaba la boca del jugo fresco y amargo de los canónigos.
—Pues la mía no está tan buena —dije de forma casual—. Déjame probar.
Alargué la mano y cogí un poco de ensalada del plato de Kenneth. Me incliné lo suficiente para que pudiera ver dentro del canalillo de mi escote y me llevé el tenedor a la boca antes de sacarlo lentamente.
—Que decepción —murmuré—. Está demasiado blanda.
—Te aseguro que está muy dura —me respondió con una media sonrisa que me incendió el pecho.
—¿Dura? —preguntó John mirando a Kenneth—. ¿Tu ensalada está dura?
Él se giró un momento.
—¿La tuya no? —le preguntó.
Sonreí de una forma inevitable y bajé la mirada al plato para que nadie lo notase.
—Vaya, no lo entiendo —dijo Kei con un tono algo confundido—. La mía está perfecta.
Me reí y todos me miraron. Por suerte llegó el sommelier con las botellas y no tuve que explicar porqué me había reído sin ningún motivo aparente.
—Este es un vino blanco de la casa. Una cosecha excelente de los viñedos del sur —nos dijo—. Tiene un regusto amargo y también algo afrutado. Es el mejor para acompañar con la carne de esta noche.
—Genial, muchas gracias —dijo John.
El sommelier asintió y dejó las botellas a un lado de la mesa. Yo fui la primera en coger una, pero Kenneth alargó la mano y agarró la segunda.
—Permíteme —se ofreció—. ¿Hasta dónde quieres que te llene?
Lo había dicho con un tono sensual y prometedor que me hizo pensar en sexo. Sexo duro y violento. Así que me tomé unos segundos para contestar y crucé las piernas.
—Hasta el fondo —respondí.
Él comenzó a llenar mi copa y el vino produjo un gorgoteo.
—No creo que puedas aguantarlo.
—Seguro que sí.
—Esta es muy fuerte.
—Todos dicen lo mismo y después no llegan ni a la mitad.
—Todas dicen lo mismo y después desborda.
Llenó mi copa a medias y miró a Kei y a John.
—¿Vosotros queréis también que os llene? —les preguntó.
—Sí, por favor —dijo Kei con una sonrisa mientras acercaba su copa a Kenneth—. Pero a mí sólo un poco, el vino se me sube muy rápido a la cabeza.
Él volvió a poner aquella media sonrisa y vertió un poco en su copa.
—Gracias, Ken, eres todo un caballero.
—Es lo menos que puedo hacer por haberme invitado.
—Hablando de invitar —dijo de pronto John—. Tenemos que decirte algo, Alex.
Me giré hacia él sin saber de qué estaba hablando. Me había quedado pensando en como sería tener los brazos de Kenneth alrededor de la cintura.
—¿Sobre qué? —le pregunté.
John alargó la mano y la puso sobre la de Kei con una sonrisa cómplice.
—Este fin de semana vamos a ir al Valle y queríamos preguntarte si te gustaría venir con nosotros.
Me quedé helada y miré a Kei. Ella sonreía y tenía los ojos brillantes de la emoción.
—¿Al Valle? —pregunté—. ¿Al balneario el Valle?
—Sí —dijeron ambos a la vez.
—Sí, claro —no tardé en responder—. Me muero por un buen masaje y un baño de barro.
Kei lo celebró con un aplauso y dijo:
—¡Será genial! ¡Los cuatro lo pasaremos tan bien allí…!
¿Los cuatro?
Me giré hacia Kenneth, que sabía que no había dejado de mirarme en todo aquel tiempo.
—¿Tú también vas?
Él asintió casi sin mover la cabeza.
—¿A ti también te gusta eso?
—Mucho —respondió.
—Sí —murmuré antes de llevarme la copa a los labios y beber un poco de vino. Estaba frío y me hizo sentirme mucho mejor—. Es agradable que alguien que sepa te lo haga, porque hay muchos que no lo hacen bien y después tienes que hacértelo tu misma.
Sus ojos se volvieron más oscuros, de un gris metálico, a medida que los entrecerraba.
—Ah, ya —asintió Kei a mi lado—. Odio ir a un masajista que no sabe lo que hace, te entiendo perfectamente.
—Bueno, siempre tienes a John para hacértelo —aventuré antes de beber otro trago de vino.
Kei frunció los labios de una forma encantadora.
—John no es muy bueno en eso.
—Sí, eso me parecía —murmuré—. ¿Tú cómo lo haces, Kenneth?
Él se llevó otro pedazo de remolacha a la boca.
—Duro —respondió—, y sin parar.
Levanté la mirada hacia él, viendo su media sonrisa a través de las pestañas.
—Debe ser agotador, seguro que terminas enseguida.
—Tengo mucha práctica. —Se limpió la comisura derecha de los labios con el pulgar antes chuparse la punta y relamerse—. Mucha… mucha práctica —añadió.
Me froté los pies para que ese temblor que me estaba atravesando la parte baja del estómago parase. Aquel hombre estaba consiguiendo ponerme a cien con sólo un par de miradas y una voz creada para hacerme arder por dentro.
—Uf —bufó Kei—, a mi los masajes muy duros no me gustan. Después me siento dolorida.
Volví a reírme en silencio. Tenía que hacer algo porque estaba empezando a perder el juego.
El camarero apareció y nos preguntó:
—¿Quieren ya el segundo plato?
—Sí —respondí yo—, que empiece la segunda ronda.
Había conseguido atraparla en sus propias trampas. Sus preguntas ocultas se abalanzaban sobre mí en busca de un punto flaco que no encontrarían. Ella creía que era una gran jugadora, pero se equivocaba. Sabía que estaba empezando a excitarse por la forma en que se estremecía cada vez que respondía a sus preguntas. Como sus piernas se movían y sus ojos se hacían más oscuros, del color de las manzanas de verano.
Los platos de ensalada se fueron y llegó la carne. Ternera con una salsa blanca con toques de hierbas.
La conversación se había convertido en un monólogo entre John y su chica, que planeaban ya el viaje a ese balneario de la montaña al que yo, hasta hacía unos minutos, no había querido ir.
Hasta que ella había aceptado venir también.
Estaba todavía distraído cortando el primer pedazo de carne cuando un jadeo atravesó el aire y me paró en seco. La charla entre John y su novia también se detuvo.
—Oh, dios… —siguió diciendo Alexandra con un tono de voz grave y sensual que consiguió que mi sangre se volviera espesa y ardiente—. Esto está buenísimo… es como si me llenase la boca.
La miré relamerse los labios todavía rojos con la lengua dejando un rastro brillante de saliva sobre ellos. Mi entrepierna reaccionó como si Alexandra hubiera pulsado algún botón secreto. Noté la tela del pantalón más tensa que nunca y un ardor latente pegado a mi muslo.
—¿Qué tiene esta salsa? —dijo antes de mojar el dedo en el plato y llevárselo a la boca.
Me miró un instante antes de deslizarlo por la lengua.
Tragué saliva y respiré para tranquilizarme. Empezaba a hacer mucho calor allí.
—No lo recuerdo —murmuró John a mi lado. Él también había notado que el tono de su voz había sido demasiado grave y provocador—. Pero me alegro que te guste tanto.
Ella abrió los ojos.
—Me encanta —aseguró—. Está jugosa y tan tierna que se te deshace en la boca. No como esa que encuentras por ahí. Es decepcionante cuando te venden una pieza de carne y al final te das cuenta de que no es más que ternera común.
Sin duda hablaba de mí y de mi pequeño gran orgullo.
—Bueno, es un restaurante con cinco estrellas y muy buenas críticas. No esperaba menos —dijo John.
—Quizá deberías pedir referencias antes de probar toda la carne que te pase por delante —contraataqué.
—Es difícil —me respondió ella—. La gente habla mucho y tiende a exagerar demasiado.
Iba a decir algo, pero entonces sonó una música lenta y bastante triste desde alguna parte cercana. Alexandra alargó la mano hacia un lado bajo la mesa y dijo:
—Tengo que cogerlo, disculpadme.
Se levantó del asiento y caminó directa al baño sin una mirada, dejándonos solos a los tres. La seguí mientras se alejaba y una mueca de pena y molestia me surcó el rostro.
—¿Qué te parece Alex, Kenneth? —me preguntó la novia de John—. ¿Es encantadora, verdad?
Me volví hacia ella y me encogí de hombros.
—Sí —murmuré.
Me puse a dar vueltas al tenedor sin demasiado entusiasmo. La presión de mi entrepierna fue desapareciendo rápidamente.
—Le has dicho el triple de palabras a ella que a nosotros en todo el día —dijo John con una sonrisa.
—Alex siempre causa ese efecto en la gente —me aseguró Keila—. Es imposible no prestarle atención cuando habla. Cielo —le dijo John—, ¿viste lo feliz que se puso cuando le dijimos lo del Valle?
En ese momento volví a desconectar. Keila era el tipo de chica que podría ignorar toda la vida. No me caía mal, pero había cosas que no era capaz de soportar; y una de ellas era su charla incesante.
Fui comiendo la ternera poco a poco aunque no tuviera mucha hambre.
—Vaya, siento haber tardado tanto —se disculpó Alexandra al volver.
Levanté la mirada y sonreí preparado para soltar algo ingenioso sobre lo que había estado haciendo allí, pero antes de que pudiera añadió:
—Tengo que irme, es algo importante. A una de las chicas de Luigi le ha pasado algo y me ha pedido que vaya yo. Es una portada para Prada.
Varias emociones pasaron por el rostro de Keila. Primero sorpresa, segunda pena y tercera alegría triste.
—Me alegro por ti, Alex —dijo al fin—. Pero, ¿de verdad tienes que irte ahora?
—Tengo que hacer la maleta a toda prisa y coger el primer vuelo hacia la gran ciudad —explicó besando a la novia de John en la mejilla y terminándose la copa de vino de un trago—. Lo siento, ha sido una cena magnífica. Gracias a los dos.
Entonces se giró hacia mí. Sus ojos habían perdido todo el brillo y el juego se había terminado.
—Encantada de conocerte, Kenneth.
La sonrisa se me difuminó del rostro y asentí apenas sin mover la cabeza.
Antes de darnos cuenta ya estaba caminando a prisa hacia la entrada. Moviendo el trasero de esa forma hipnótica y volviendo a convertirse en la reina del mundo.
Y me sentí mal.
Me sentí utilizado por la chica del baile. La chica que quería tontear con el chico malo hasta que decidía que había tenido suficiente y volvía con el capitán del equipo. Me sentí como si tuviera quince años otra vez.
Alexandra no era diferente a todas las demás.
