Disclaimer: One Piece y sus personajes son propiedad de Eiichiro Oda
Hola, gracias por entrar n.n
Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que publiqué algo en este fandom que me siento más perdida que Zoro en el país de las maravillas XD Lo único que puedo hacer es presentar este fic, y así lo haré.
En contra (o razones por las cuales la gente se abstendrá de leerlo):
1-Es un Sanji/Nami. La pareja canon es el LuNa, lo sé, pero cuando por fin cae una idea para escribir uno debe aferrarse a ella con determinación.
2-No hay lemmon :( Lo siento, pero optaré por focalizarme en la construcción de una relación de pareja, en la conexión, la afinidad y la confianza, así como en los temores e inseguridades.
3-Posible OoC de Sanji, a menos que desde un principio pacten con la posibilidad de que algo lo deprima y que eso modifique su forma de conducirse. Un fic es una historia y toda historia propone un marco, ya sea universo alterno o no. Aunque preserve el contexto original, el marco y la situación es propia del fic y he tomado varias decisiones al respecto, decisiones que se irán viendo a lo largo de la lectura.
4-Me han criticado por no utilizar rayas de diálogos sino guiones. Pido disculpas por eso, forma parte de mi comodidad al escribir.
A favor (o razones por las que uno o dos lectores, después de leer estas chorradas, querrán darle una oportunidad):
1-Actualización sostenida, porque no publico nada hasta tener el fic prácticamente terminado, y de hecho ya estoy escribiendo el último capítulo.
2-Redacción aceptable (¡así que nadie me diga nada de los guiones, maldita sea!).
3-Finalización de la historia (por los motivos expuestos en el punto uno).
Ya, los dejo en paz. Disculpen por los posibles fallos y gracias por leer :D
I
De repente eres otra persona
Los días transcurrían apacibles en la villa Kokoyashi, tan apacibles que cada vez que recordaba sus viajes a bordo del Sunny le parecía estar repasando fotografías de un sueño que había tenido hace tiempo. Aunque en realidad no habían pasado más de un par de meses desde que volviera al East Blue.
Ni bien supo de su regreso, Nojiko acondicionó en su casa una amplia y luminosa estancia con el mobiliario y los enseres apropiados para una cartógrafa en actividad. Aquella mañana, las plumas estilográficas, los lápices, las reglas y los diversos planos yacían esparcidos descuidadamente por el suelo, pero Nami, recostada en el único sofá del cuarto colocado para su reposo, se sentía demasiado desanimada como para ponerse a ordenar.
En esos dos meses de rutina sedentaria y cotidianidad había logrado avanzar en su mapa del mundo mucho mejor sin duda que si lo hubiera hecho en un periodo similar a bordo del Sunny. Allí siempre se le hacía difícil dedicarle el tiempo adecuado al proyecto, pues además debía cumplir con otras funciones que, en ocasiones, se volvían más relevantes y no podía desentenderse de ellas. No era que se quejara, desde luego, pero notaba la diferencia.
De todas formas echaba de menos a sus amigos. Somnolienta, evocó un día en particular, el día anterior a la separación. Luffy los había convocado para transmitirles una importante decisión y la mayor parte de la tripulación –no todos- se reunieron en torno a él para recibir la inesperada orden de regresar a sus respectivos hogares durante una temporada. Viniendo del propio Luffy, tan afecto al vínculo con sus nakamas, la novedad les resultó de lo más inverosímil.
Sin embargo, dados los últimos acontecimientos, tampoco los sorprendió demasiado. Nami aún podía recordar, divertida, el aturdimiento inicial y la contrapartida de los gestos de comprensión que le siguieron de inmediato, como si en el fondo se lo hubiesen temido. Hasta para ella era evidente que el asunto decantaría en ello.
No les tomó más que unos instantes salir del estupor y entender las verdaderas intenciones del capitán. Quien más quien menos, casi todos los integrantes de la tripulación habían alcanzado sus sueños o estaban en vías de completarlos, por lo que nadie tuvo motivos para oponerse, ni siquiera ella. Pero aún había alguien que no lo había conseguido, y por ese alguien Luffy había tomado aquella decisión.
Al pensar en él Nami se removió. Recordó su adusto silencio, su apartamiento del grupo, su falta de interés en la deliberación posterior. No manifestó ninguna clase de emoción ante la perspectiva de separarse de sus compañeros, sino que más bien se había mantenido impasible, ajeno a todo. ¿Cómo estaría? ¿Los echaría de menos como ella ya había empezado a hacer, o se sentiría mejor a solas? Nami en verdad hubiese querido saberlo.
Unos golpecitos en la puerta la sustrajeron de esas cavilaciones. Era Nojiko que traía una charola con viandas.
-Vaya cartógrafa responsable que estás hecha –ironizó al verla tumbada. Luego echó un vistazo alrededor, indecisa acerca de dónde depositar el almuerzo-. ¿No piensas ordenar un poco?
-Cuando me despabile –balbuceó Nami con la boca pegada a un cojín.
-Deberías empezar a hacerlo ahora –la reprendió Nojiko, que después de dejar la bandeja en cualquier parte se puso a recoger algunos de los esbozos desperdigados por el suelo-, estás tan distraída que ni siquiera has advertido el alboroto que viene del muelle.
-¿Qué alboroto?
-El que suele hacer tu capitán cada vez que llega a una isla.
Nami se irguió como un resorte.
-¿Luffy? ¿Estás diciendo que vino el Sunny?
-Eso mismo.
-¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué? –empezó a preguntar Nami, atolondrada, tratando de sacudirse la modorra mientras buscaba entre los planos caídos sus zapatos.
Nojiko sonrió, compadeciéndola un poco. Habían pasado ya varios años desde que se uniera a los Mugiwara, pero parecía que todavía se negaba a crecer en ciertos aspectos, sobre todo en esos que la mirada social juzgaba dignos de reproche en una mujer de su edad. Sin embargo, Nojiko abrigaba la esperanza de que para una mirada diferente pudieran resultar encantadores.
-Aquí hay uno –le dijo, lanzándole el zapato cuyo tacón había asomado por debajo del sofá.
-Qué haría yo sin ti –le agradeció Nami, que pronto encontró el otro, se calzó con premura y salió disparada de la habitación.
-o-
En el sencillo atracadero, la imponente arboladura del Thousand Sunny se recortaba contra el cielo y destacaba entre las demás embarcaciones, iluminándolo y alborotándolo todo con su sola presencia. Si con su vista no se convencía, con la batahola que solía generarse a su alrededor sería más que suficiente para que el observador poco avezado caiga en la cuenta de que los Mugiwara habían llegado a la isla.
Como era habitual, muchos isleños se acercaron a saludar al Rey de los Piratas, no tanto por curiosidad sino por recordar aún con agradecimiento su intervención contra Arlong, por lo que el barullo y las manifestaciones de alegre bienvenida iban en aumento. A Nami le costó bastante avanzar entre la gente y hacerse ver por su capitán, quien se tomó todo el tiempo del mundo para retribuir el reconocimiento.
Luffy no cambiaba. De pie sobre el mascarón de proa, saludaba con el brazo en alto y la sonrisa plena sin asombrarse nunca del afecto popular, aceptándolo como si fuese lo más natural del mundo para un pirata. Los Mugiwara se habían convertido en toda una celebridad, en figuras de leyenda para quienes se animaban a admirarlos y en enemigos declarados para los que pretendían superarlos. Para la Marina, en cambio, eran y seguirían siendo siempre un grupo de bandidos a los que debían perseguir.
-¡Luffy! –gritó Nami, saludando con el brazo en alto también.
-¡Nami! –le correspondió él, entusiasmado, al reconocerla.
Tuvo que pasar un buen rato antes de que la joven pudiese abordar, pues el continuo desfile de saludos y muestras de cariño para cada uno de los tripulantes demoraron el reencuentro. Luffy descendió del barco a su estilo y retribuyó cada gesto de amistad con inquebrantable regocijo, mientras Nami lo observaba con paciencia y emoción. Sólo en ese momento comprendió cuánto los había añorado y cuántas ganas tenía de volver a navegar con ellos.
Una vez a bordo saludó con incontenible alegría al resto de sus compañeros –no a todos, había algunas ausencias-, quienes ya habían sido recogidos por el Sunny durante las semanas previas. Brook, Robin, Franky, Nami abrazó a cada uno y los interrogó con asombro, pues no había recibido ningún mensaje que la pusiera sobre aviso de la reunión. De todas formas se sentía tan feliz con la sorpresa de su llegada que finalmente poco le importó lo inopinado del encuentro.
Luego se congregaron en la cocina intercambiando pequeñas novedades y las bromas habituales. Nami se sentía tan dichosa y satisfecha de estar allí entre ellos que los dos meses transcurridos le parecieron un parpadeo. Minutos después, superado el primer momento de algarabía y brindis, examinó con extrañeza la austeridad de los platos dispuestos sobre la mesa, la prueba fehaciente de la ausencia del cocinero.
-¿Por qué no está Sanji? –preguntó.
Entonces el entusiasmo se cortó. Algunos agacharon la mirada, pesarosos, mientras que otros la desviaban. Luffy tenía un mohín en el rostro, una mezcla de preocupación y disgusto que orientó los pensamientos de Nami en la dirección debida: Sanji permanecía en el North Blue seguramente con el mismo estado de ánimo de la última vez.
-No ha logrado reponerse –concluyó ella sin que nadie dijera nada-. El muy idiota.
-Es por eso que debíamos reunirnos de nuevo –dijo Luffy-, mi plan no funcionó.
-¿Quieres que vayamos todos juntos a buscarlo?
-No, todos no, ya lo hemos intentado y Sanji se negó.
Sus compañeros la pusieron al tanto de la situación. El Sunny ya había pasado por la isla donde Sanji residía, pero el cocinero, sin importar quién o qué le dijeran ni la amabilidad, brutalidad o artimaña de los procedimientos empleados, no se dejó convencer de volver con ellos. Además, lo habían encontrado en un estado bastante lamentable.
-El muy idiota –repitió Nami.
-Pensé que dándonos un tiempo de descanso serviría para que se repusiera, pero parece que no fue suficiente –rezongó Luffy mientras se hurgaba la nariz con malhumor. Luego, mirándola directo a los ojos, añadió-: Necesito a Sanji, Nami.
La navegante le sostuvo la mirada con la misma resolución.
-Por supuesto que lo necesitamos –aseveró.
-El barco no es lo mismo sin él.
-No, claro que no es lo mismo.
-Ni la comida.
-Lo he notado.
-Por eso quiero que me lo traigas.
-Por eso yo te lo trae… ¿Qué? –chilló ella.
-¡Quiero que me traigas a Sanji, Nami!
La navegante se quedó estupefacta. Semejante pedido le sonó tan infantil como inaudito, y tan inesperado como irracional. Lo miró pasmada, sin saber cómo reaccionar. Porque lo conocía bien sabía que el tipo no estaba bromeando y que le estaba endilgando el fardo sin asco ni culpa.
-¿Se puede saber qué condenado bicho te picó, pequeño descarado? –lo increpó indignada.
-¡Quiero que me traigas a Sanji! –porfió él chillando tan fuerte como ella.
-¡Y yo quiero que me traigas todo el oro del mundo!
-¡Quiero a Sanji!
-¡Yo también quiero a Sanji, maldita sea! ¿Acaso no lo queremos todos? ¿Por qué tengo que ser yo la única que te lo traiga?
-¡Porque eres mujer y a él le gustan!
Nami cerró los puños para contener su creciente irritación.
-¿Y crees que ése es motivo suficiente, estúpido?
-Por supuesto que sí, ya lo conoces, ¡así que tráemelo!
La chica no lo podía creer. El sutil intercambio de pareceres se prolongó al menos una hora más, el plan de Luffy consistía básicamente en que Nami se mudara con Sanji el tiempo que hiciese falta para ayudarlo a superar el mal rato y para convencerlo de reintegrarse a la tripulación, mientras que la postura de Nami se resumía en ir todos juntos porque "por qué demonios tendría que ir ella sola a convivir con un pirata deprimido." Luego señaló que "no era su única compañera", que "era Chopper el más indicado para curarlo" y que, en definitiva, "Luffy sacaba a relucir mejor que nadie los principios de la amistad", por lo que no veía dónde radicaba la diferencia.
Desde luego, Luffy no se quedó atrás a la hora de contraatacar con sus razones. Cuestiones tales como la fuerza de las piernas de Sanji, lo raro que se sentía navegar sin él, cuánto añoraba verlo por allí derramando sangre por la nariz canturreando ¡Mellorine!, fueron invocadas a voz en cuello para su consideración, y por último, aunque no menos importante, el indiscutible, incuestionable e irrebatible argumento de que tenía tanta hambre que sería capaz de comerse una docena de reyes marinos crudos. Para la completa indignación de Nami, los demás lo secundaron.
La navegante se salía de las casillas. ¿Cómo justificaban esas absurdas razones el que fuese ella la elegida para la misión? Sus amigos eran demasiado. Por fin comprendía la sorpresiva llegada del barco, podía percibir claramente la manera como se complotaban. De añorarlos pasó a resentirse, pues sabía que llevaba las de perder. Luffy podía ser simple e infantil, pero su voluntad era indoblegable.
-¿Y cómo crees que podré convencerlo yo sola? ¿Acaso piensas que soy la diosa salvadora de las almas perdidas?
-Pienso que te las apañarás.
-¿Es todo lo que tienes para decir?
-¡Tráeme a Sanji!
-¡No lo haré!
-¡Tráeme a Sanji!
-¿Es que nunca escuchas? Yo no puedo traerte a Sanji, Luffy, ¡no puedo!
-Claro que puedes. Puedes y lo harás.
Esta vez Luffy fue terminante. Después de tan ruidosa y pueril discusión, el súbito silencio que le siguió fue todavía más contundente. Aun así, recordando los motivos por los cuales se hallaban en esa situación, no pudieron evitar sumergirse en la melancolía. El pensamiento se les fue por el mismo derrotero, pero cada cual experimentó la pena como pudo y luego la superó a su modo. El capitán, como de costumbre, fue el primero en reaccionar.
-Sé que puedes hacerlo, Nami –aseveró con firmeza.
La joven fijó la vista en el vacío, ceñuda. Sí, llevaba las de perder. Las órdenes de un capitán eran absolutas, había dicho Zoro alguna vez, y aunque nunca las enunciase de ese modo y con esa intención, cuando Luffy le pedía algo a alguien era porque estaba convencido de que esa persona lo haría, no por cumplir, sino porque podía hacerlo.
Los demás aguardaban su respuesta, expectantes. Luffy seguía encarándola con resolución, la fe depositada nuevamente en uno de sus nakamas. Ella ni siquiera era su primero de a bordo, apenas era la navegante y quien administraba la economía de la embarcación, roles importantes sin duda, pero que no incluían el mando sobre los demás… excepto cuando dilapidaban el dinero y se comportaban como idiotas, claro, pero siempre era Luffy quien se encargaba de afianzar la moral del grupo y de señalarles la dirección. Nami, al igual que el resto, simplemente lo seguía.
Pero de repente se lo confiaba a ella. Allí todos sabían que el problema de Sanji nada tenía que ver con faldas o decepciones amorosas, que ahora las mujeres eran el menor de sus problemas, que sería difícil vulnerar las murallas que había construido a su alrededor. No obstante, por alguna misteriosa razón, su capitán creía que ella podría hacerlo.
Nami volvió a pensarlo. Después, entre malhumorada y resignada, exhaló un profundo suspiro de aceptación.
-De todas formas hacía tiempo que me preguntaba cómo se encontraría. Iré, iré al rescate de ese cocinero idiota.
La gran sonrisa de satisfacción que se dibujó en el rostro de Luffy terminó de darle la seguridad, el aliento y el optimismo que necesitaba.
-o-
Así, al día siguiente de su arribo, el Sunny volvió a zarpar. Aunque lo hubiesen querido no podían quedarse más tiempo, pues el Rey de los Piratas debía permanecer activo si quería conservar esa posición tan codiciada. Además, les urgía completar el grupo con el integrante que faltaba.
Nami había tenido razón, cualquiera de ellos podría haber sido lo suficientemente bueno para el encargo de persuadir al nakama descarriado, pero Luffy intuía que a esas alturas de sus peripecias debía optar por alguien que fuese realmente especial para el cocinero, y ese alguien era Nami. Pero lo que Luffy vislumbraba de forma instintiva era muy diferente de lo que ella pensaba.
Para la joven partir con rumbo al North Blue en busca de su compañero constituía nada más que una misión. Una muy particular, sin duda, una que requeriría de sus cualidades humanas más que de sus dotes femeninas, y una de importancia porque se trataba de un amigo. Aun así, mientras empacaba, se preguntó por qué se habían empecinado tanto con la idea de que fuese ella, y no le quedó más remedio que confiar una vez más en la intuición de su capitán.
Se despidió de su hermana con sencillez. Ignoraba cuánto tiempo estaría ausente esta vez, por lo que coincidieron en un saludo cotidiano tal y como si fuesen a verse a la mañana siguiente. Nada de lágrimas ni deseos de éxito, pues ya habían encontrado lo que buscaban, tan sólo un escueto "buena suerte" para el viaje y el anhelo interior de que la otra siga con bien hasta que llegue el momento de reencontrarse.
Y partieron. El Sunny, majestuoso y vivaz, avanzó sobre el mar en calma con viento a favor, por lo que el derrotero transcurrió sin mayores percances. Excepto, claro, por alguna que otra insinuación tradicional.
-Nami-san, ¿serías tan amable de mostrarme tus bragas antes de comprometerte con Sanji?
La chica, que bebía un refresco, casi se atragantó. No por el conocido pedido de su esquelético nakama, por supuesto, sino por la frase que le siguió.
-¡Quién dijo que me comprometería con Sanji! –chilló.
-Pues a todas luces eso es lo que parece –comentó el músico.
-Pues a todas luces eres un idiota, Brook. Y que ni se les ocurra chismorrear sobre eso.
Algunos días después se abrió ante ellos el viejo y conocido North Blue y entonces olvidaron las bromas para regocijarse con la sola idea de recuperar a su esquivo compañero. Pronto avistaron la isla donde residía y en un abrir y cerrar de ojos anclaron en el único muelle que se alargaba sobre el mar.
Nami descendió y atrás suyo fueron prolijamente apilados los grandes baúles cargados con sus enseres de cartografía y sus atestadas maletas con ropa. El equipaje de una mujer en ocasiones desconoce el final. Sin embargo lo más importante, la mitad de la Vivre Card que les permitiría reunirse una vez que finalice su tarea, se hallaba consigo.
Echó un ligero vistazo a la isla. Poca gente, pocas casas, poco ruido. Nami empezó a arrepentirse de haberse dejado convencer.
Luffy tuvo que estirar los brazos para mover algunos de los bártulos y tenerla a la vista.
-Oye, Nami, ¡no vuelvas a menos que Sanji regrese contigo!
Nami lo miró con irritación.
-¿Te parece que esa es forma de despedirte, zoquete?
-¡Y recuerda que nunca debes alejarte de él! Sanji es demasiado sensible, ¡así que sé buena y no hagas nada que lo entristezca aún más!
-¿Cómo tienes el descaro? –lo amonestó ella con los puños apretados, sonrojándose a su pesar.
-Si no puedes tú no puede nadie, Nami, ¡haz lo que te digo!
Algunos isleños que estaban pescando, ajenos a la identidad de los visitantes, se voltearon para verlos con curiosidad.
-Maldita sea –masculló Nami, avergonzada. Su capitán no tenía remedio, ni decoro-. Ya entendí, demonios, ¡ya entendí! ¡Ahora vete de una buena vez! –optó por decirle sin responder más a sus fraternales consejos.
El resto de los Mugiwara la alentó también desde la cubierta para aumentar su bochorno. Como se nota que no son ustedes los que deben quedarse, pensó. Después la saludaron con la mano y, mientras les correspondía, Nami sintió que su voluntad flaqueaba de nuevo. Hubiese querido subir al barco e ir adonde ellos fuesen, pero ya era tarde para renunciar. Y no sería quien era si lo hacía. Además, le guste o no, Sanji estaba de por medio.
Hasta que el Sunny no fue más que una pequeña embarcación en el horizonte, la joven no se movió. Después, resignada a su destino, procedió a taconear en dirección a la isla, donde encontró algunos hombres dispuestos a ayudarle con el equipaje a cambio de unas monedas. Por suerte para ellos, Nami se sentía demasiado fastidiada para ponerse a regatear.
Así, bajo el exiguo sol del atardecer, la joven avanzó por la calle principal del único y reducido asentamiento urbano seguida de sus improvisados y esforzados lacayos, despertando la curiosidad de los escasos residentes. La isla era tan pequeña y se encontraba tan aislada que eran raras las personas que decidían quedarse a vivir allí, aunque aún eran más raras las que decidían visitarla. La visión de aquella voluptuosa mujer y su sobrecargado séquito les pareció la cosa más inusual que hubiesen visto en los últimos meses.
Nami los ignoró, ya bastante tenía con su misión. Según las indicaciones que le habían dado, la casa donde Sanji se había instalado se encontraba al final de aquella calle y era la más alejada de la villa, por lo que sólo se concentró en encontrarla lo antes posible. No pudiste haber elegido un mejor lugar para recluirte, Sanji-kun, o para esconderte. Maldita sea.
Algo más de media hora de camino le llevó hallar el lugar, y cuando llegó ya había oscurecido. Se detuvo a cierta distancia para observar mejor el edificio, una construcción de dos plantas con las paredes descascaradas, ventanas desde cuyo interior no emanaba ninguna luz y un descuidado y extenso jardín. Nami meneó la cabeza, arrepintiéndose de nuevo antes de empezar. Le bastó con ese desolado panorama para presentir lo complicado de la situación.
Pero todavía le quedaba por ver lo mejor. Cuando se repuso de la primera e ingrata impresión, les indicó a los hombres un lugar junto a la puerta delantera donde dejar el equipaje. La casa no contaba siquiera con una galería exterior, por lo que todo quedó a la intemperie. Nami mascullaba maldiciones mientras les pagaba y pensaba en un modo de hacer notar su presencia.
Empezó por llamar a la puerta. Podría haber llamado dando voces, pero el pudor de que algún morador pasara por allí y la viera en esa tesitura la contuvo. Nami sólo golpeó, al principio con discreción, luego con premura y al final con verdadero ahínco, pero nadie daba señales de vida ni de darse por enterado de su visita, aunque ella podía jurar que el tipo estaba adentro. Maldición Sanji-kun, ¿no podrías salir a recibirme? Esta me la pagarás.
Haciendo acopio de paciencia, resoplando, golpeó una vez más. Nada. Después, más decidida, probó con el pestillo de la puerta por si se encontraba destrabado, sin éxito. Luego, irritada, dio un rodeo para averiguar si había otro modo de entrar, hasta que halló una puerta en la parte de atrás. Con menos escrúpulos que antes, se lanzó sobre ella.
La puerta estaba sin llave, por lo que ante el ímpetu de su arremetida se abrió con violencia y ella ingresó de súbito en la oscuridad hasta chocar la cabeza con lo que supuso sería la lámpara del techo. Al principio permaneció estática tratando de sobreponerse y de acostumbrarse a la falta de luz, además de frotarse la zona dañada, y luego decidió adentrarse en aquella zona desconocida para buscar al imbécil que desde tan temprano la ponía en apuros. Ya verás cuando te atrape, cocinero de pacotilla.
Una vez que se habituó a la penumbra de la casa, distinguió algunos rastros de luz provenientes de unas velas que ardían esparcidas por el piso. Nami hizo un mohín. Atravesó una estancia, luego otra y luego otra sin poder distinguir qué cosa era qué cosa, pero demasiado malhumorada como para examinarlas mejor. Al diablo con la decoración interior, sólo quería encontrar a Sanji para echarle las manos al cuello.
-¡Sanji-kun! –llamó, porque ya iba siendo hora de que el truhán apareciera.
Repitió el llamado algunas veces más sin recibir respuesta alguna, hasta que por fin distinguió que había llegado a la sala. Allí había un poco más de luz y giró lentamente sobre sí misma para abarcar mejor el panorama. De pronto captaron su atención unas imprecisas formas ondulantes y unos murmullos ahogados seguidos de animación, como si hubiera varias personas revolviéndose en el suelo.
Nami se quedó boquiabierta. En un rincón, efectivamente, unas figuras humanas recostadas y pegadas unas a otras se removían dormitando y, con el movimiento, algunas botellas vacías se alejaron rodando. Eran mujeres semidesnudas. Estaba oscuro, las velas apenas ayudaban pero ella estaba ciento por ciento segura de lo que veía, ¡eran mujeres semidesnudas! No lo podía creer.
Y entre esas sinuosas y enmarañadas formas femeninas, sobresalía una figura quejosa, difusa y somnolienta cuyos descuidados mechones rubios aparecían pegoteados contra la piel del rostro. La navegante se quedó de piedra.
-¡Sanji-kun! –chilló con espanto al verlo en esas fachas. Afortunadamente, al menos él estaba vestido, aunque había que ver de qué modo.
El interpelado apenas se removió. Luego, confuso, levantó el ceñudo y soñoliento rostro hacia ella, la miró, murmuró algo ininteligible, cerró los ojos y se dejó caer otra vez sobre la espalda desnuda donde reposaba. Nami, furiosa, se cruzó de brazos y midió el tiempo golpeteando con su zapato. Entonces el otro, que había llegado a percibir algo familiar, volvió a levantar el rostro para mirarla entre las brumas de la borrachera.
A Sanji se le partía la cabeza de dolor, sentía la boca reseca, el estómago revuelto y lo carcomían unas ganas terribles de fumar. Aun así logró entrever, comprender y registrar por fin la figura de su querida Nami de pie frente a él, sólo que al principio creyó que se trataba de una jugarreta de su imaginación. Pero los cinco sentidos de un pirata no se oxidan fácilmente, ni con alcohol ni con prostitutas, ni siquiera con una depresión devoradora.
Cuando volvió a alzar la vista lo comprobó. Era Nami, Nami en persona, la bella y enfurecida Nami. Demonios, Nami-san, ¿qué haces aquí?
¿Por qué tenía que aparecer allí justo en ese momento? ¿A qué clase de retorcida divinidad le debía el milagro? Y su culposa contrariedad nada tenía que ver con ser pillado sobre un colchón de mujeres desnudas.
Esto tiene que ser una broma… y huele al condenado de Luffy.
Haciendo un gran esfuerzo, Sanji se sacudió los pensamientos, los sentimientos y el sopor. Luchó contra los molestos remanentes de la ebriedad, con la oscuridad que lo rodeaba y contra sí mismo para levantarse de ese inconveniente revoltijo humano.
Avanzó unos pasos hasta colocarse, tambaleante, frente a ella. Luego, al percatarse, acomodó con torpeza las desajustadas prendas de su atuendo y extendió los brazos a los lados para celebrar su aparición.
-¡Nami-swan! –exclamó según su estilo.
Nami no lograba salir del estupor.
-Sa… Sa… -balbuceó, atónita con el prospecto de hombre que tenía enfrente.
No siempre usaba traje, pero siempre había sido prolijo, limpio y elegante. Lo que vio ahora fue a un joven de cabello crecido y revuelto con el rostro ensombrecido por una barba de días y vestido con una camisa blanca gastada desabrochada a medias colocada dentro del pantalón. Éste, ajustado, negro y sucio, remarcaba su figura y se extendía hasta la mitad de las pantorrillas, donde asomaban unas altas botas negras de cuero. Y, para rematar, una serie de pequeñas argollas de oro se destacaban en sus orejas.
Sólo le faltaban la pata de palo y el perico en el hombro para convertirse en un cliché. Nami retrocedió unos pasos por si al personaje se le antojaba abrazarla, volvió a mirarlo de arriba abajo y luego reincidió en pensar muy seriamente en renunciar a su misión.
-Te ves… te ves…
-¿Más atractivo que nunca? -Sanji sonrió vagamente mientras luchaba por encender el cigarrillo que se había llevado a la boca-. ¿Por fin te enamorarás de mí, Nami-san?
Como toda respuesta, Nami lo miró con una curiosa mezcla de horror y encono. A favor: acababa de darse por enterada del verdadero estado del tipo después de dos meses de preocupación e incertidumbre. En contra: definitivamente ése no era el Sanji que conocía.
En ese momento, se le cruzó por la cabeza la imagen del mañoso de su capitán. Él ya se había encontrado con ese panorama y el muy ladino la había elegido para remediarlo. Y aunque Luffy haya demostrado con eso cuánta confianza le tenía, se le había escapado un pequeño detalle: era ella la que carecía de confianza para manejar semejante situación.
Sanji la observaba sonriente e inseguro sobre sus pies. Nami apretó los labios, fastidiada y a la vez condolida por el aspecto de su compañero. Maldito Luffy, maldito Sanji y maldito…
Pero nada lograría con maldecir. Por alguna clase de razón ella había quedado enredada en esa nefasta cadena de piratas insensatos y ya no podría desentenderse, nunca, mucho menos después de toparse con semejante cuadro de desidia. Uno era su capitán y había confiado en ella; el otro era uno de sus mejores amigos, siempre la había cuidado y ahora la necesitaba más que nadie; en cuanto al otro…
El otro ya no estaba ni estaría con ellos. El otro era uno que se les quedó en el camino, porque ni siquiera unos piratas tan temerarios como los Mugiwara eran inmortales. El otro era el que dolía, el que cada uno evocaba a su manera, el que los hacía sonreír a pesar de todo y el que los impelía a seguir adelante.
Y también era la causa de que Sanji se hallase al borde del abismo.
