Capítulo 1
Viva Las Vegas
No hay muchos problemas que sean importantes cuando estás muerto, con frecuencia porque el hecho de estar muerto es el problema más importante que tienes.
En condiciones menos luctuosas, el juez del Tribunal Supremo Trevor Wright hubiera encontrado muy irritante que alguien se tomara la libertad de comerse las ostras que había pagado a precio de oro pero, dadas las circunstancias, aquel suponía el menor de sus problemas.
Era porque estaba muerto. A diferencia de su cena.
―Me parece una crueldad terrible ―consideró Courfeyrac.
―¿Apuñalar a alguien con un picahielos? ―preguntó Combeferre.
―Ah, sí, eso también ―dijo Courfeyrac engullendo otra ostra recalcitrante―. Iría bien un poco de champán.
―No ―dijo Combeferre, categórico.
―¿No, qué?
―No vamos a llamar al servicio de habitaciones.
―Nosotros somos el servicio de habitaciones ―le recordó Courfeyrac, arreglándose la pajarita con actitud profesional―. Mira que no traer champán. Yo no me daría propina.
Inspeccionó el contenido del resto de las fuentes del carrito, perdió interés y se dedicó a pasear por la habitación con aire aburrido. Era una suite impresionante; pasar allí una noche debía costar lo mismo que un año de su alquiler. A través del ventanal que ocupaba toda una pared resplandecía el extravagante skyline de Las Vegas.
―Combeferre... ―llamó a su amigo, que estaba junto a la cama en la que yacía tieso Su Señoría. De su esternón sobresalía medio picahielos―. Sabes que está muerto, ¿verdad?
―Aha.
―¿Y por qué, em..., le tomas el pulso?
Combeferre lo ignoró. Se mostraba muy profesional cuando se trataba de emergencias médicas.
―Está muerto ―insistió Courfeyrac―. Difunto, fallecido, inerte, exánime, ¡ha expirado! Vamos, que no está vivo. Porque está muerto.
―De acuerdo ―se rindió Combeferre―. Deberíamos salir de aquí. ¿Qué estás haciendo?
Courfeyrac se había puesto a sacar el relleno de las almohadas y lo estaba amontonando junto a las cortinas.
―Cubrir nuestro rastro ―dijo mientras cogía las cerillas de cortesía.
―¿Qué rastro? Nosotros no lo hemos matado.
―Pero hemos estado aquí ―dijo Courfeyrac con preocupación―. ¿Es que no ves la televisión? La policía de Las Vegas puede identificarte por una pelusa de la ropa; tienen bases de datos de todo lo que te imagines, ¡hasta de los pelos de la nariz!
―Deja esas cerillas.
―Pero es que...
¡Achis!
Los ojos de ambos giraron muy lentamente hacia el armario.
―¿Ferre? ―llamó Courfeyrac con cautela―. Llámame loco pero creo que... creo... que ese armario acaba de estornudar.
Combeferre ya tenía la mano bajo la solapa de su chaqueta. Courfeyrac sacó su arma y, tras cruzar una mirada, se aproximaron al armario cubriendo cada uno un lado.
―Muy bien ―anunció Combeferre en un tono que sugería todo lo contrario―, quien quiera que seas, sal con las manos en alto y sin hacer ningún movimiento extraño.
El armario no respondió, cosa tranquilizadora para los niños de cinco años, y decepcionante para cualquier cazador de poltergeist, pero nada conveniente para ellos dos. Y, por desgracia, la regla de oro de disparar primero y preguntar después no iba con su forma de pensar. Por lo que ellos sabían, podría tratarse de una inocente doncella del servicio o de una...
¡Plancha para la ropa!
Courfeyrac cayó despatarrado al suelo y su arma se disparó e hizo un agujero en el techo mientras dos chicas irrumpían en la habitación.
―¡Suelta el arma, hijo de puta! ―gritó la morena de las dos apuntando a Combeferre.
―Por favor ―añadió la rubia dulcemente.
Llevar vestidos tan cortos debía ser ilegal incluso en Las Vegas. Desde donde estaba, sumido en su universo personal de dolor, Courfeyrac tenía una vista de lo más interesante de... algo en lo que perdió todo interés cuando el zapato de tacón de doce centímetros de la rubia le pisó el cuello.
―Argh ―dijo Courfeyrac. Solía ser más elocuente, así que añadió―: Bonitos zapatos.
―Gracias ―sonrió la chica apuntándole con su arma―. Por favor, no te muevas o tendré que matarte.
―Y nadie quiere eso..., ¿verdad? ―deseó Courfeyrac mirando a su compañero.
Combeferre y la otra chica estaban enzarzados en un duelo de miradas imperturbables mientras se apuntaban mutuamente. Courfeyrac divisó su arma tirada en la moqueta, comprendió que estaba fuera de su alcance y decidió que era un gran momento para relajar la tensión reinante.
―Así que... prostitutas, ¿eh? ―comentó en tono casual―. ¿No está un poco visto?
―¿El servicio de habitaciones? ―bufó la morena.
―Es un clásico ―se defendió Courfeyrac.
―Y somos escorts ―lo corrigió la rubia con mucha dignidad.
―Asesinas aficionadas ―dijo Combeferre con desprecio.
―Nosotras no hemos matado a nadie ―replicó la morena.
―Alguien se nos ha adelantado ―dijo la rubia.
―¡Cállate, Cosette!
―Ya, ¿y qué estabais haciendo en el armario las dos? ―exigió saber Combeferre.
―Esa es una gran pregunta para los tres ―musitó Courfeyrac.
Combeferre le lanzó una mirada resentida que la chica morena aprovechó para desarmarlo de una patada.
Lo que sucedió a continuación es difícil de describir pero incluyó un montón de gritos, una mesa de cristal hecha añicos, grandes cantidades de dolor y por lo menos tres nuevos agujeros en las paredes.
Courfeyrac aprovechó la confusión para tirar del tobillo de su rubia agresora, que cayó de bruces sobre él. Courfeyrac recuperó su arma y se levantó, pero cuando fue a golpear a la chica con la culata cometió un error fatal: dudó y en agradecimiento a su caballerosidad, ella le dio una patada en la cara.
―¡AHHH! ¡Serás zorra!
―¡Escort! ―chilló la chica lanzándose furiosa contra él.
El tacón de su amiga intentó incrustarse en cierta parte delicada de la anatomía de Combeferre, falló y un segundo después estaba atrapada entre Combeferre y la pared, con un brazo doblado detrás de la espalda.
―¡Cabrón! ¡Suéltame ahora mismo! ―aulló.
―¡No lo hagas! Te dará una patada en la cara ―le advirtió Courfeyrac mientras trataba de defenderse de la dignidad ultrajada de la tal Cosette, que estaba a horcajadas sobre él e intentaba sacarle los ojos con su manicura de cien dólares.
Su amiga seguía debatiéndose y lanzando amenazas e insultos en un lenguaje que no se oye con frecuencia fuera de sitios como el Bronx.
―Ya basta ―dijo Combeferre.
―¡Ay! Que eso duele ―se quejó Courfeyrac.
―¡Dile a ese bruto que suelte a mi amiga! ―exigió Cosette.
―¡En la cara no! ―chilló Courfeyrac.
―Basta. Basta. ¡Ya basta! ¡CALLAOS!
Se hizo un silencio brusco y expectante.
―Oíd ―dijo Combeferre―, me trae sin cuidado quiénes seáis o qué hagáis aquí. Alguien habrá oído los disparos, es cuestión de tiempo que la seguridad del casino aparezca. O salimos de aquí inmediatamente...
―Suéltame y entonces hablaremos ―lo cortó su cautiva.
Combeferre lo hizo y ella lo apartó de un empujón. Cosette corrió junto a su amiga y la rodeó con los brazos.
―¡Éponine! ¿Estás bien?
Courfeyrac se incorporó sobre un codo y tanteó el chichón que le palpitaba en la frente.
―Yo también estoy bien, gracias por los arrumacos ―lanzó la indirecta.
Combeferre recogió su arma de entre los cristales del suelo.
―Vámonos.
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El largo pasillo estaba desierto cuando los cuatro salieron de la suite. Éponine esperó a que los dos chicos empezaran a caminar, cogió a Cosette de la mano y avanzó en la dirección opuesta.
―Esperad, ¿qué hacéis? ―llamó Courfeyrac.
―La escalera de incendios ―lo informó Éponine sin girarse. Cosette dudó y tropezó tras ella.
―La puerta está conectada a una alarma ―la avisó Combeferre.
―La hemos desactivado. Adiós.
―Bien ―bufó Combeferre.
Se disponía a marcharse cuando, más allá del recodo del pasillo, se oyó el agudo ding de los ascensores. Pasos apresurados se acercaban.
―Tarde ―susurró Courfeyrac.
Las chicas echaron a correr, seguidas de cerca por Combeferre y Courfeyrac, pero al doblar el segundo recodo Éponine se detuvo en seco.
―Alguien viene.
Cosette se abalanzó hacia la puerta de una habitación, pero estaba cerrada. Courfeyrac intentó lo mismo con iguales resultados, y juntos trataron de forzar una tercera.
―No se abre ―gimió Cosette. Estaba mirando desesperadamente a su alrededor cuando se vio arrastrada hacia Courfeyrac, que la besó ahogando su exclamación sorprendida.
Combeferre abrió mucho los ojos y Éponine apretó los puños. Cuando se miraron entre ellos, la chica lanzó a Combeferre la clase de mirada que sugería de forma bastante convincente que, si lo intentaba, sería lo último que hiciera que no fuera a través de un tubo.
Combeferre desvió incómodamente la mirada y se dedicó a registrarse los bolsillos, fingiendo buscar la llave de una habitación imaginaria mientras Éponine se cruzaba de brazos y adoptaba la clásica pose de "siempre lo pierdes todo".
Y aquello fue lo que vieron dos vigilantes con aspecto de estar demasiado acostumbrados a las falsas alarmas cuando pasaron de largo entre las dos parejas. Mostraron cierto interés en el cortísimo vestido de la distraída Cosette, que se había puesto de puntillas, cruzaron una mirada de aprobatoria complicidad y siguieron su camino.
―Eh ―llamó Éponine―. ¡Eh, vosotros dos! Ya se han ido.
Courfeyrac y Cosette se separaron, sin demasiada prisa si hay que ser honestos. Cosette soltó una risita y Courfeyrac le guiñó un ojo con picardía antes de correr hacia la escalera de incendios.
La alarma empezó a aullar en cuanto abrieron la puerta.
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Unos veinte pisos más abajo, las luces parpadeaban, la ruleta giraba, los dados rodaban y el dinero en forma de fichas cambiaba de manos a la velocidad del pensamiento. En la gran sala del casino estaban sucediendo muchas cosas interesantes.
También estaban sucediendo algunas cosas aburridas. Y le estaban sucediendo todas a Grantaire.
Aburrirse en una ciudad como Las Vegas es algo bastante insólito, especialmente si uno es un hedonista amante de la bebida, del juego y de casi todos los placeres desenfrenados, pero resulta posible cuando a la ecuación se suma la variable Enjolras. Con Enjolras, todo parecía posible.
―Ahora comprendo por qué la llaman Ciudad del Pecado ―suspiró Grantaire mientras pescaba un margarita de una bandeja que pasaba. Tiró la sombrillita y probó el borde salado―. Aquí deben estar todos los jueces corruptos del planeta. Si insistes, no me importaría quedarme una temporada.
―Ya, por la bebida gratis.
―Bueno, reconozco que eso es un extra.
Enjolras caminaba junto a él sin mirarlo. Su figura hacía que su smoking de alquiler pareciera un Armani; era el sueño húmedo de cualquier traje de confección barata.
―No entiendo por qué no podemos divertirnos un poco ―insistió Grantaire haciendo bailar una ficha entre los dedos de su mano libre―. Ya que estamos aquí...
―No queremos llamar la atención ―dijo Enjolras.
Hacia ellos caminaba un joven camarero con una bandeja de bebidas. El chico vio a Enjolras y conforme pasaba de largo giró la cabeza con la elasticidad de cuello que sólo se asocia a las niñas poseídas y a algunas aves rapaces nocturnas. Un segundo después se oyeron un estrepito de vasos rotos y una serie de gritos.
Y con esa ya iban tres.
―Sí, claro ―murmuró Grantaire―. Llamar la atención sería malo.
Enjolras detectó el sarcasmo en su voz y lo miró con una ceja arqueada.
―¿Qué? ―exigió.
Grantaire se encogió de hombros.
―Nada, pero mira a tu alrededor. ¡Esto es Las Vegas! La gente viene aquí a beber, a jugar y a... a divertirse. Nosotros no estamos haciendo nada de eso ―especialmente no eso último, añadió mentalmente―. Eso es sospechoso, ¿comprendes?
Enjolras suspiró.
―Escucha...
Grantaire no estaba escuchando. Cerca de la ruleta central, tres oteadores de paisano habían dejado de merodear y se dirigían a las escaleras, y junto a la línea de ascensores uno de los jefes de seguridad estaba hablando discretamente con alguien invisible al otro lado de su auricular.
―¿Sabes qué? ―dijo Grantaire divisando a un grupo de turistas japoneses pastoreados por un guía que levantaba un cartel―. Tienes razón, quizá sea hora de irse.
―¿Qué sucede?
―Todavía no lo sé ―respondió Grantaire cambiando de dirección.
En los monitores de las cámaras de seguridad, sus dos figuras desaparecieron tras un cartel escrito en caracteres japoneses.
Al mismo tiempo, cuatro figuras conocidas irrumpían por una de las salidas de incendios y se internaban en el salón a la carrera. Los perseguían al menos seis agentes de seguridad, y el resto del personal de la sala se puso inmediatamente en movimiento.
Varias personas gritaron, una bandeja de bebidas aterrizó sobre una mesa de Black Jack, el montón de fichas de alguien que estaba teniendo la racha de su vida se desparramó por el suelo y los otros jugadores se lanzaron codiciosamente en pos de ellas.
Aquello dio una idea a uno de los fugitivos, que empezó a derribar montones de fichas sembrando el caos a su paso. Una de las chicas se hizo con una cubitera de cristal de gran tamaño y los cuatro desaparecieron por la puerta lateral que conducía al aparcamiento.
Desde su nuevo emplazamiento en uno de los pocos puntos ciegos de las cámaras, Grantaire parpadeó como si acabara de ver dragones parlantes (y los había visto alguna vez). Una bandeja extraviada rodó lentamente hasta sus pies y aterrizó de lado con un suave clang.
―Vaya... ―murmuró―, eso ha sido raro.
―¿Incluso en Las Vegas? ―dijo Enjolras.
―Tienes razón.
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La puerta hacia las frías escaleras que bajaban al aparcamiento se abrió con estrépito y vomitó a media docena de tipos con trajes negros y aspecto cabreado.
Los cuatro fugitivos ya estaban un piso más abajo y seguían descendiendo como alma que lleva el diablo.
―¿Podemos dispararles ya? ―preguntó Courfeyrac.
―¡Están armados! ―gritó un vozarrón sobre sus cabezas.
―Ups ―dijo Courfeyrac.
―¿Es que no puedes tener la boca cerrada? ―le gritó Combeferre empujándolo delante de él.
Cuando sus perseguidores empezaban a acortar distancias, Cosette dejó caer su carga tras ella. La cubitera se hizo pedazos contra el suelo y una alfombra de fragmentos de hielo se desparramó por los escalones. Segundos después se oyeron golpes y alaridos.
Cosette cerró los ojos. No es asesinato si alguien no mira donde pisa y se rompe la crisma..., ¿verdad?
El aparcamiento subterráneo se abrió ante ellos, y el eco de sus pasos reverberó en el espacio vacío entre las columnas.
―¿Cuál es vuestro coche? ―gritó Éponine.
―No tenemos ninguno ―dijo Courfeyrac.
―¡Qué!
―No tenemos coche. ¿Dónde está el vuestro?
―¿Y qué coño hacemos aquí?
―¡Vosotras corríais hacia aquí!
―¡De eso nada!
―Vale, ¿pero dónde está vuestro...? Oh ―comprendió por fin Courfeyrac. Aquello era un giro inesperado―. ¿Y qué coño hacemos aquí?
―¡ALTO! ―gritó alguien a sus espaldas.
Hubo una detonación y el parabrisas de un coche cercano estalló en pedazos. Aquella gente no se andaba con rodeos.
―¡Nos están disparando! ―dijo Courfeyrac.
Sonaron más disparos y Cosette tropezó y cayó. Uno de sus zapatos rodó unos metros sobre el asfalto.
―¡Cosette! ―gritó Éponine al verla retroceder.
Cosette gateó hasta su zapato, lo recuperó y escapó a toda prisa.
―¡Es que te has vuelto loca! ―exclamó Éponine.
―¡Son unos Chanel! ―explicó Cosette saltando sobre un pie para quitarse el otro zapato―. ¿Dónde está el coche?
Los otros tres mascullaron una maldición al unísono. Habría que improvisar algo sobre la marcha.
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―Ford Mustang negro del 72 ―dijo Grantaire entregando al aparcacoches un ticket arrugado.
El chico lo enderezó escrupulosamente con el aire despectivo de los don nadie demasiado acostumbrados a codearse con la gente adinerada.
―En seguida..., señor.
Enjolras paseaba por la calzada de la entrada. Se sentía frustrado y contrariado por todo aquel asunto del juez Wright. Habría otra ocasión, supuso, pero tendrán que esperar hasta...
El rugido del motor de un Mustang negro lo arrancó abruptamente de sus pensamientos. Enjolras giró la cabeza...
...y el fogonazo blanco de dos potentes faros inundó su visión.
Hubo un chirrido de neumáticos y un duro golpe contra el suelo.
Después... sólo los frenéticos latidos de su corazón, bombeando tan deprisa que cualquier otro sonido se ahogaba en el martilleo. Estaba en el suelo, presumiblemente ileso, y Grantaire estaba sobre él, protegiéndolo con su cuerpo aunque miraba en otra dirección.
A través de la niebla del aturdimiento, Enjolras se fijó vagamente en el contorno de su mandíbula y su perenne barba de varios días. Y distinguió su olor... aquella mezcla de cigarrillos, tequila y sal y ese ridículo champú que siempre...
―Eh, ¿estás bien?
Grantaire lo estaba mirando y, al descubrirlo, Enjolras intentó atravesar el suelo con la espalda. No dio resultado.
Grantaire sonrió malévolamente.
―Oye, ¿llevas una pistola en el bolsillo o es que...?
―¡Aparta! ―gruñó Enjolras, empujándolo.
Cuando se sentó, vio que algunas personas corrían nerviosamente de un lado a otro.
―¿Pero qué... coño ha sido eso?
―Pues... si de verdad quieres saberlo ―empezó Grantaire, sentándose a su lado―, me temo que era nuestro coche.
Enjolras palideció, lo que al menos eliminó de sus mejillas las rosadas pruebas del delito.
―¿Qué? ―dijo con incredulidad―. Pero... ¿qué? ¿Estás seguro?
―Bastante, sí.
―Pero... ¡maldita sea! ¿Y ahora, qué?
―Mira el lado positivo ―dijo Grantaire, de todas las personas.
―¿Qué lado positivo?
En la entrada se había reunido un pequeño grupo de gente. Entre ellos destacaba un joven muy atractivo de sonrisa espeluznante, la clase de tío al que le gusta lucir ropa cara de color negro y gafas de sol en plena noche.
Frente a ellos, un aparcacoches acababa de detener un flamante Porsche plateado que relucía como el filo de una navaja.
―Bueno ―dijo Grantaire―, yo siempre he querido conducir uno de esos.
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Las líneas de la carretera eran borrones bajo el rugido de un motor de cuatro mil centímetros cúbicos, quinientos caballos abriendo surcos en la noche de Nevada.
―Yo quería conducir ―se quejó Grantaire desde el asiento del copiloto.
Enjolras conducía con los nudillos blancos, sujetando el volante como si lo hubiera ofendido personalmente.
―Has bebido ―respondió secamente.
―Bah, hace casi quince minutos que no pruebo una gota ―dijo Grantaire poniéndose un cigarrillo entre los labios. Enjolras se lo quitó antes de que pudiera encenderlo.
―En el coche, no ―dijo―. A su propietario podría molestarle.
―¿Más que el hecho de que se lo hayamos robado?
―No lo hemos robado. Es una emergencia y lo vamos a devolver.
―¿Igual que el del mes pasado?
―Lo devolvimos.
―Sí, prensado en forma de cubo.
Enjolras frunció los labios.
―Bueno, le puede pasar a cualquiera ―dijo con aire agraviado, y añadió rápidamente―: Además, esa no es la cuestión.
―No, desde luego ―dijo Grantaire mientras vigilaba el retrovisor―. De hecho, la cuestión es ¿por qué los perseguimos? Quiero decir, pretendíamos librarnos del "problema", ¿no es cierto? Pues bien, ahora es problema de otro. Fin de la historia.
―Nuestras huellas están por todo el coche ―le recordó Enjolras.
―Y la historia continúa ―decidió sabiamente Grantaire.
Pasado un momento, Enjolras preguntó:
―¿A dónde irías?
―¿Qué?
―¿En qué dirección?
Grantaire resopló.
―Qué pregunta. ¿Hacia dónde huyen todos los que huyen?
Hacia el sur, por supuesto. Todo el mundo iba al sur.
―Ponte el cinturón.
―Me encanta cuando dices eso ―sonrió Grantaire, y se inclinó para encender la radio.
Los proféticos acordes de Highway to Hell llenaron la noche mientras el Porsche aceleraba a fondo y ponía rumbo al desierto.
