Prólogo:
La oculta verdad

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La brisa fresca de aquel lluvioso día, golpeaba con suavidad los rostros de esa pequeña multitud reunida.

Diane levantó la vista, con sus ojos aún enrojecidos de tanto llorar, y miró hacia el cielo. Cerró los ojos, respirando aquel aire fresco que en ese momento le sabía de alguna manera a pureza, nada comparado con el aire solemne que aquella capilla desprendía.

Aún le resultaba difícil hacerse a la idea. Aún le costaba creer que de un día para otro su mundo se hubiese venido abajo... La vida le estaba arrebatando, injustamente, lo más preciado que ella tenía: la única persona que le quedaba, y la estaba dejando sola, sin nada, ni nadie.

La ceremonia del entierro estaba llegando a su fin y, poco a poco, la gente comenzó a marcharse; pero ella no se movió. Aún todo eso le parecía un sueño y seguía teniendo la esperanza de despertarse, y ver que su abuela seguía viva y que le sonreía con ese afecto, tan característico de ella.

—Lo siento mucho. —le dijo alguien estrechándole la mano, pero ella ni se inmutó. Ni siquiera se molestó en saber quién era, ya que sabía que sería otra persona con una fingida tristeza dando su falso pésame. Porque eso es lo que eran, todos falsos. Nadie entendía como se sentía, nadie ni siquiera se había molestado en conocerlas realmente y sin embargo allí estaban, por simple cortesía o por hacerse ver, algo que a ella le resultaba patético.

Suspiró profundamente, tratando de contener las lágrimas que nuevamente empezaban a asomarse por sus ojos. A su abuela no le hubiese gustado que llorase, sino que siguiese adelante y eso es lo que haría, ahora más que nunca.

—Realmente es duro despedirse de los seres que uno ama. —murmuró una voz a su lado con una profunda tristeza. Diane se volvió para ver quién era y se encontró con los ojos azules de aquel anciano que, con una visita, había cambiado por siempre su vida. Luego volvió a mirar hacia la tumba de su abuela, con una media sonrisa.

—Ella decía que las almas se dirigían a un lugar de paz y tranquilidad, donde reina el bien... —dijo y a cada palabra su voz iba quebrandose ante el recuerdo y las lágrimas antes contenidas, escapaban inconscientemente por sus ojos,

—Al menos allí, estará segura. —se limitó a decir el anciano con tristeza y la chica se giró para mirarlo algo confusa y con curiosidad, recordando la primera impresión que tuvo de aquel anciano, cuando por primera vez visitó a su abuela. Le había resultado bastante extraño, pero de alguna manera agradable, y sobretodo recordó lo que significaba su visita...

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—Hola Diane, es un gusto conocerte. —le había amablemente aquel anciano con una triste sonrisa en su rostro. Sus ojos azules, casi tan profundos como el mar, la miraban a través de sus lentes de media luna, con curiosidad y cierta familiaridad que en ese entonces, no llegó a entender del todo. Ella iba a contestar, pero al escuchar a su abuela llamándola, se dirigió hacia ella alarmada, no sin antes ver como aquel anciano suspiraba y soltaba casi en susurros—. Supongo que ya nos veremos, y antes de lo esperado...

Dias despues volveria a ver aquel amable anciano, peor no en las circustancias que le hubiese gustado, sino en una muy diferente.

Una tarde, su abuela mandó a llamarla, algo que la extrañó, aunque no dudó en ir en seguida. Ella se encontraba en la camilla, su aspecto era aún más pálido de lo normal y debajo de sus ojos, había unas grandes ojeras negras, dando a entender el cansacio y su envejez.

—¿Me mandaste a llamar, abuela? —le preguntó.

Ella no le contestó, se limitó a hacerle señas con la mano para que se acercase.

—¿Sabes, Diane? Creo que no he sido del todo sincera contigo, de lo que debería. —le dijo con una triste sonrisa, mientras le cogía la mano.

—No entiendo... —repuso ella, confundida.

—Hay cosas que no te he dicho y que debes saber. —dijo tristemente, mientras empezaba a toser.

—Abuela, ¿te encuentras bien? ¿Quieres que llame a un medico?

—No, escúchame Diane, esto es muy importante... —dijo deteniéndola antes de que fuese a llamar a alguien, y cogiéndola por la mano de nuevo.

—Por favor, abuela, tienes que descansar, te veo muy mal, es mejor que me lo digas en otro momento. — acotó preocupada al ver como a cada segundo iba empeorando.

—¡No! Tienes que escucharme —insistió, estrechándole con fuerza la mano—. No debí ocultártelo, fue muy egoísta por mi parte, pero solo traté de protegerte de ése mundo, traté de alejarte creyendo que era lo mejor para ti, pero me equivocaba...

—¿A... a qué te refieres, abuela? —preguntó sin entender.

—Diane tu eres una bruja, fuiste destinada a serlo desde que naciste y debiste entrar en un colegio para formarte —Diane la miró sin entender—. Aquel hombre vino aquí por eso, pero tenía miedo de decirte la verdad. —continuó, mientras las lagrimas comenzaban a aparecer

—¿Qué...? Eso es imposible, las...

—Existen y aquel hombre del otro día, Dumbledore, es un mago —Diane abrió la boca para decir algo, pero se encontraba tan sorprendida, que de sus labios no salió nada—. Lo siento mucho, no debí ocultártelo pero creí que era lo mejor... —dijo con lagrimas en los ojos—. Lo siento mucho.

—Tranquilízate, abuela, no debes alterarte, aún estas muy débil. —le dijo preocupada.

—No me crees, ¿verdad? —le preguntó ella tristemente.

—No, yo... —empezó a decir—. Entiéndelo, abuela es imposible que existan.

—¿Recuerdas cuando tenías siete años y prendiste fuego a aquella cabaña? No fue casualidad, Diane, ¡lo hiciste tú!

—No, eso es... —siguió diciendo, pero de alguna manera sabía que tenía razón.

Recordaba ese día muy bien, al igual que otros parecidos y esa sensación agradable, aunque siempre pensó que era su imaginación. Siempre de alguna manera se había sentido diferente a los demás, algo que al principio encontraba odioso. Odiaba ser diferente, odiaba esa sensacion de no encajar en el mundo y sobretodo odiaba aquellos extraños sucesos que tenían lugar por su culpa.

—La magia es real, y tú formas parte de ella. —continuó.

—Yo... —Diane no sabía qué decir; una parte de ella creía, pero la otra lo encontraba absurdo—. Tengo que llamar a los médicos. —añadió tratando de irse pero su abuela volvió a detenerla.

—Tienes que escucharme Diane, esto es importante. — acotó con desesperación.

—Por favor, abuela, te estás alterando, tienes que ver...

—No me importa, sólo quiero que me escuches. —dijo aguantándola con fuerza. Sus ojos estaban muy abiertos antes la desesperación y su mano, Diane podía sentir como temblaba al aguantarla—. Tienes que cuidarte Diane, no debes dejar que vengan por ti... no dejes que lo descubran... —volvió a toser, pero esta vez con más fuerza.

—No entiendo... ¿Quiénes no deben descubrir? —le preguntó confusa, pero su abuela no contestó. Sus toses se volvieron más fuertes, hasta que paró definitivamente.

—¡Abuela! —gritó alarmada, pero ya era demasiado tarde. Su piel se volvió fría, su mano dejó de sostenerla y sus ojos dejaron de brillar para siempre—. ¡No!

—Señorita tiene que salir de aquí —le dijo una enfermera, pero ella se negaba. No podía creerlo, su abuela no la dejaría sola, ella no podía hacerle eso. Las lágrimas caían desesperadamente de sus ojos, mientras la enfermera la sacaba de allí.

En el pasillo de aquel hospital, fue cuando volvió a ver aquel anciano, y tuvo el impulso de hacer algo absurdo pero que en ese momento no le importaba. Él la miró tristemente.

—Sé lo que usted es, mi abuela me lo ha dicho. —dijo acercándose a él rápidamente—. Sálvela, utilice su varita o lo que sea, pero ¡hágalo! —le pidió entre lágrimas.

—Yo... lo siento mucho, pero me temo que no puedo hacer eso. —informó él tristemente.

—¿Por qué? Ella me dijo que la magia existía. —sollozó.

—Y existe pero...

—Entonces sálvela, ¿a qué espera? Si dice que la magia existe, sálvela. —le imploró al borde de la desesperación.

—La magia sirve para muchas cosas Diane, pero en su caso ya es demasiado tarde, no podemos devolverla a la vida. —Diane dejó caer las lagrimas sin siquiera molestarse en contenerlas.

—Es injusto. —se lamentó desesperada.

—Lo siento mucho. —murmuró él apenado, mientras ella lloraba desconsoladamente.

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Diane suspiró una vez vuelta a la realidad. Aún le afectaba mucho recordar esa última conversación que tuvo con ella, le costaba creer que la había dejado para siempre.

—Supongo que ya es hora de marcharnos —comentó Dumbledore, al comprobar que ya no quedaba casi nadie.

—Si no le importa, me gustaría tener unos minutos a solas —le pidió ella sin despegar la vista del ataúd.

Él asintió.

—Te esperó a la salida —y dicho esto se alejó.

Una vez que Dumbledore se hubo alejado, Diane no aguantó más y dejó que las lágrimas cayesen por su rostro mientras acariciaba el borde del ataúd.

—Has sido egoísta, ¿sabes? —murmuró entre lágrimas—. Me dejaste sola, sin nadie...

Suspiró y se secó las lágrimas. A su abuela no le gustaba verla llorar, así que por lo menos, trataría de hacer eso por ella. Luego sacó de su chaqueta esa rosa roja que había cortado en un jardín mientras venía de camino. La gente siempre solía traer en los funerales rosas blancas, ya que significaban pureza, pero ella sabía lo que pensaba su abuela de todo eso, que eran chorradas. Las rosas rojas fueron siempre sus favoritas y aunque algunos lo viesen mal para un funeral -ya que para algunos, la rosa roja trae mala suerte- pues era el color de la sangre, lo que quería decir la muerte, pero a ella no le importaba.

Depositó un pequeño beso en los pétalos de la rosa y luego lo tiró encima de la tumba, tratando de que esa fuese como su despedida.

Luego se volvió y con pasos cortos se dirigía hacia la salida del cementerio, pero algo la detuvo. Sintió por unos segundos que la observaban, una mirada que por alguna extraña razón la incomodó y a la vez la asustó. Miró alrededor del cementerio y no tardó en encontrarse con unos ojos negros como la noche, proviniendo de no muy lejos de donde la capilla de su abuela se encontraba. Era un perro, aunque mucho más grande y de pelaje negro brillante. Se encontraba escondido por la niebla detrás de una de las gárgolas de ángeles, pero pudo deslumbrar sus ojos perfectamente, tan rojos como la sangre, tan frios como la muerte misma.

Su pelos se pusieron de puntas, mientras sin poder evitarlo miraba fijamente aquellos ojos de aquel animal sin poder despegarlos.

—Diane, ¿te encuentras bien? —le preguntó Dumbledore amablemente.

Ella le miró algo sobresaltada y luego geresó la vista hacia el lugar donde se encontraba aquel perro.

Para su sorpresa ya no había nada.

—Sí —Su voz no sonó muy convencida, pero bastó para que Dumbledore la creyese.

—Venga vamos, que el taxi está esperando —ella asintió y dirigiéndole una última mirada a aquella gárgola, se fue detrás de él, pensando que estaba tan cansada, que había tenido alguna alucinación.