Nada más
Capítulo I
Las casualidades de la vida, los resultados de las decisiones que no solo él, sino quienes lo rodeaban habían tomado lo habían llevado a estar ahora ahí; parado en la cubierta de primera clase de un trasatlántico llamado Mauritania, recargado en la baranda mirando el océano que había sido testigo de acontecimientos que cambiaron el rumbo de su vida. Cuando su padre lo arrancó de brazos de su madre siendo él apenas un pequeño y ahora esta nueva separación, aunque esta había sido diferente, esta ocasión no fue forzada por un tercero, ahora ella lo decidió, ella lo rechazó.
Había cruzado el océano en pleno invierno con una cálida esperanza en su corazón, la esperanza de encontrar al fin su lugar. No se atrevía a reconocerlo ni ante él mismo en sus pensamientos; trató todos estos años de convencerse de que no necesitaba de nadie, que la soledad no le incomodaba, que eso que la gente llama amor debía ser solo una invención propia de novelas para señoritas. La débil esperanza que abrigaba murió cuando ella fue más fría que el invierno. No lo recibió como él esperaba, pero ¿qué esperaba después de todo?; no la había visto en tantos años que ni siquiera estaba seguro si lo poco que recordaba de ella era cierto. "Tú eres un Grandchester- le dijo- nadie debe saber que soy tu madre". Un Grandchester; cuantos jóvenes desearían ostentar ese apellido que él había llegado a despreciar por no haberle traído más que amargura.
Sus ojos salpicados de lágrimas seguían perdidos en el agua, viendo sin ver nada cuando unos pasos ligeros y el sonido de un vestido de dama que se rozaba al andar lo distrajo, aunque no volteó. -¡Cuanta bruma!- escuchó que decía la que ahora sabía era una joven con una voz dulce y un poco chillona que lo hubiera hecho sonreír de ser otro su ánimo. Los pasos se detuvieron y él perdió interés suponiendo que no se acercaría adonde él se encontraba, por lo que ocupado en sus meditaciones y con la bruma que dificultaba la visión no se percató cuando aquella jovencita se acercó a él y lo miraba con curiosidad. No fue sino hasta que ella se había dado la vuelta para alejarse que él la escuchó.
-¿Quién anda ahí?- a pesar de su juventud ya había dejado atrás la voz infantil y ahora era poseedor de una voz grave y aterciopelada que pareciera acariciar los oídos con cada palabra.
-Lo siento, no quería molestarte. Me pareció que estabas muy triste.- la joven al verse descubierta se acercó con naturalidad para mostrarle que era una rubia de no más de quince años con una figura esbelta y de suaves curvas propias de la pubertad que se dejaban ver debajo de su vestido claro de noche. Sus ojos de un verde intenso lo miraban con una mezcla de interés y tristeza, su rostro, lleno de pequeñas pecas en las mejillas y la nariz era muy hermoso y transmitía una simpatía que era evidente a primera vista. Su cabello ensortijado caía sobre sus hombros, adornado solo con una cinta de seda roja. Todo esto lo vio Terrence en unos cuantos segundos antes comenzar a reír escandalosamente y finalmente contestar a su comentario en un tono totalmente diferente al usado la primera vez que se dirigió a ella.
-¿Que estaba muy triste? No es verdad, estoy muy triste.- dijo y siguió riendo. La rubia lo miraba sin poder ocultar su confusión. -¿En qué estás soñando pequeña pecosa?-agregó sin perder su sonrisa.
-¿Pecosa yo? – dijo frunciendo el ceño pues él incrementaba cada vez más la confusión que le causaba.
-Lamento mucho tener que decirte esto pequeña pero eres realmente muy pecosa.- No sabía porque estaba actuando así, no sabía si realmente la pecosa lo había hecho olvidar su tristeza o si solo quería ocultarla a como diera lugar porque no era nada agradable ser sorprendido llorando por una joven tan linda.
-¿Ah si? Pues eso a mí no me importa, me gustan mucho las pecas.- contestó ella con un tono de indignación.
-¡Ah, ya veo! Por eso las coleccionas.- le dijo burlón, decidido a seguir con el juego.
-Pues si y últimamente he estado pensando como conseguir más.- Terrence no podía evitar sorprenderse con esta rubia que no se amedrentaba ante un desconocido que la molestaba, no era ninguna miedosa ni tampoco ninguna tonta.
Él silbó ante su respuesta y agregó. –Y supongo que también estarás orgullosa de tu naricita-
-¡Claro que si!- respondió la pecosa con el enojo cada vez más evidente en su voz.
-Bueno, lo cierto es que no pasas desapercibida entre la multitud.- dijo en voz mas baja y sin su tono de burla mientras se acercaba poco a poco a ella. –Con rizos dorados, pecas y unos ojos que iluminarían el lugar más oscuro.
Ella abrió la boca pero la cerró enseguida, parecía estar lista para contestar a otro de sus comentarios burlones pero ante sus palabras lo miró más confundida que antes. No podía determinar si eso fue un halago o si debería seguir enfadada.
-¡Vaya! He dejado sin habla a la pequeña pecosa.- tenía su cabeza inclinada de manera que estaba al nivel de la de ella y la miraba a unos cuantos centímetros de distancia. Una ráfaga de viento llegó hasta ellos provocando que algunos rizos dorados rozaran la mejilla del hombre haciéndolo sonreír. Sin darle tiempo a reaccionar tomó su mano derecha y la llevó a sus labios, apretó su boca contra la pequeña mano lentamente mientras levantaba la mirada para ver a los ojos a la pecosa que no pudo evitar sonrojarse.
La música se escuchaba desde el salón donde se estaba llevando a cabo un baile por ser esa la última noche del año y entonces se le ocurrió.
-¿Me permitirías el honor de esta pieza pecosa?- dijo sin soltar su mano. Ella dio un paso hacia atrás y bajó la mirada pensando que contestar pero entonces él agregó –Para borrar la mala impresión que te causé.
-Está bien- dijo ella levantando la mirada y sonriendo levemente.
La tomó por la cintura mientras ella llevaba sus pequeñas manos a sus hombros mirándolo fascinada. Ahora él se comportaba tan amable que la hizo relajarse y notar lo apuesto que era con su pelo castaño que caía sedoso hasta sus hombros y sus ojos color de mar que estaba segura habían estado llorando pero ahora brillaban con alegría. Los invitados en el salón comenzaron a gritar por la llegada del nuevo año y ellos dejaron de bailar de mala gana.
-Que seas feliz este año, pecosa. – dijo cerca de su oído y se acercó, pareció dudar un momento pero finalmente le dio un beso en la mejilla pero acercándose peligrosamente a sus labios de tal manera que ella pudo sentir en su boca el roce húmedo de sus delgados labios.
-¿Candy?- una voz que la llamaba la hizo voltear nerviosa y con alivio notó que aún no llegaba adonde ella se encontraba con aquel joven.
-¿Candy, tu nombre es Candy?- le preguntó el joven de cabello castaño con una sonrisa; ella asintió. Él la miró un momento más y sacudiendo un poco la cabeza como para regresarse a la realidad se dirigió a ella. –Nos vemos pecosa.- dijo por encima de su hombro, alejándose.
Candy se quedó parada observando a aquel joven mientras se alejaba y se llevó una mano al lugar donde él la había besado, solo la hizo salir de su ensoñación el escuchar que alguien detrás de ella la llamaba.
-Candy, te he estado buscando. No me di cuenta cuando abandonaste el salón.
-Lo siento Anthony; creo que tomé demasiada champaña y salí a tomar un poco de aire.- contestó ella con una sonrisa al joven rubio que la miraba.
-Pude haberte acompañado.- el joven pareció tener otra cosa en mente pero se detuvo y sonrió –Seguramente no te has dado cuenta que ya es 1912, ¿verdad despistada? Al menos seré el primero en felicitarte, buen año Candy.-dijo mientras acercaba sus labios a la mejilla de la chica. Ella se sonrojó pero no por ese inocente beso sino porque no pudo evitar recordar el que acabara de recibir de aquel apuesto desconocido que en realidad había sido el primero en felicitarla.
Candy quería sinceramente al joven rubio y de ojos azules que desde hace tiempo ya demostraba tanto interés en ella. Siempre había sido amable con ella sin importarle en lo absoluto que ella fuera una huérfana y él miembro de una acaudalada familia. Ella sabía que de no ser por él y sus primos no habría tenido la fortuna de ser adoptada por su familia. Tenía mucho que agradecerles a los tres; su cariño y amistad, su interés y su intervención en su adopción. Candy se sintió atraída hacia Anthony desde que lo conoció; su apostura y su carácter afable la hacían pensar, en su mente de niña que era amor.
El viaje que ahora realizaba en compañía de sus primos Anthony, Archibald y Alistear los llevaría a los cuatro a otra etapa de sus jóvenes vidas; a estar internos en uno de los más reconocidos colegios en toda Europa, el Real Colegio San Pablo en Londres, en cuyas aulas habían estudiado reyes y reinas. Esto, desde luego, no impresionaba mucho a la pecosa que aunque sabía que esta era una oportunidad que no podía dejar pasar y le agradecía por ella a su tutor, no le hubiera importado si él decidía enviarla a un colegio más modesto. Pero ahora tenía que acostumbrarse a que era una Andrey, con los privilegios y responsabilidades que acompañaban el apellido.
Al llegar a Londres volvía irremediablemente a la vida de la que había intentado huir; al padre indiferente que lo había abandonado en un internado recién lo alejó de su madre, a la nueva familia de su padre que le hacían muy evidente que él no encajaba ahí, a un día tras otro de aislamiento y amargura que trataba de ahogar en bebida y cigarro, escapando por las noches para ir a alguna taberna en una búsqueda desesperada de acallar lo que le atormentaba.
Regresó al colegio y a la rutina, sabía muy bien que por muchos desperfectos que ocasionara la madre superiora no haría más que citarlo en su despacho para darle una reprimenda, no se atrevía a más debido a las sustanciosas donaciones que hacía su padre.
Esa mañana de lunes aún sentía los efectos del alcohol que había ingerido la noche anterior que de momento no recordó que estarían todos los alumnos en misa, como era costumbre. Abrió las pesadas puertas de madera en busca de un lugar tranquilo y solitario, se hubiese quedado en su habitación pero estaba harto de estar ahí, además pronto estarían ahí quienes aseaban. Miró con fastidio las caras curiosas que lo voltearon al escuchar rechinar las puertas y pensaba salir pero la voz de la madre superiora ordenándole sentarse lo decidió a entrar. Caminó por todo el largo pasillo atrayendo miradas hasta llegar cerca del altar.
-Yo no he venido a rezar hermana Grey, sino a dormir una siesta.-le dijo a la religiosa con su usual tono prepotente y burlón. El sacerdote y las monjas se escandalizaron y persignaron por costumbre porque conocían muy bien la naturaleza del joven. -¿No se pregunta hermana Grey cuántos de ellos son sinceros al estar aquí? Yo creo que la gran mayoría rezan hipócritamente.-dijo mirando a sus compañeros que parecían sorprendidos.
-¡Terrence Grandchester!- gritó la religiosa llena de frustración.
-Ya sé hermana, me espera en su despacho, ¿cierto?- dijo él despreocupado dando media vuelta. Comenzó a caminar hacia la salida y miró sin ninguna intención en particular al lado donde se sentaban las señoritas, entonces la vio. "Es la pecosa del barco" pensó, llevaba otro peinado pero indudablemente era ella. Los mismos ojos verdes lo miraban con sorpresa; la miró directamente pensando en las probabilidades que había de que ella estuviera en el mismo colegio que él. Entonces se dio cuenta de la situación, la pecosa había visto toda la escena, se preguntó si debería sentirse avergonzado pero enseguida optó por fingir indiferencia y retomar su camino; ella bajó la mirada.
Estaba sentado bajo un árbol con los ojos cerrados deseando que la cabeza dejara de dolerle cuando escuchó que alguien se sentaba del otro lado del tronco y suspiraba. Nunca la había escuchado suspirar pero sabía o sentía que se trataba de ella, de Candy, la pecosa. Sin abrir los ojos se debatió entre acercarse a ella y hablarle o quedarse donde estaba; nunca había entablado una verdadera amistad con nadie ni estaba interesado en hacerlo, ¿porqué habría de ser diferente con ella? Sin quererlo comenzó a pensar en sus ojos de esmeralda y sus pequeña nariz repleta de pecas, ¿porqué no verlos otra vez si estaba tan cerca? Se paró y dio la vuelta al tronco; la encontró acostada en la hierba con una pose despreocupada, los brazos cruzados bajo la cabeza y la mirada dirigida al cielo; una pose que él nunca había visto en una dama.
-Seguimos encontrándonos, pecosa.-le dijo con una sonrisa. Ella abrió los ojos sorprendida y miró hacia arriba, hacia donde había escuchado la voz que reconoció enseguida. Se sentó y se alisó la falda antes de contestar.
-Terrence Grandchester, según escuché.
-A sus pies señorita.-dijo haciendo una reverencia y sonriendo.
-Sigues burlándote de mí.-le dijo la pecosa mirándolo con recelo.
-En lo absoluto pecas. Es para mí un deleite encontrarte aquí.-dijo él sin perder la actitud arrogante.
- No me llames pecas. Mi nombre es Candice White Andrey.-dijo Candy poniéndose de pie y encarándolo, fingiendo indignación.
-Bonito nombre, aunque sigo creyendo que suena mejor pecas.
Una voz que lo llamaba por su diminutivo los interrumpió. –La madre superiora está buscándote- gritó un joven desde cierta distancia. Terry se limitó a hacer una mueca de fastidio, miró a Candy y se dio la vuelta para irse.
Diario de Terrence Grandchester 18 enero 1912
Mi padre, como era de esperarse no me quería cerca de él; así que volví al colegio a retomar mi vida donde la dejé cuando estúpidamente me resolví a buscar a mi madre, debí haber sabido que yo no tenía tal cosa. ¿Y dónde había dejado mi vida? ¡Ah, si! Siendo un alumno del honorable Colegio San Pablo que se escabulle cuando quiere en busca de algo de diversión. Si de algo sirve ser el hijo de un duque es para no preocuparse por los gastos ni las consecuencias.
Por otro lado, parece que el colegio se está volviendo interesante; encontré a una jovencita que conocí en el barco de regreso a Londres. ¡Quién dijera que estudiaría aquí! La noche que la vi por primera vez me fui a la cama pensando en ella; me quité el abrigo y percibí que su aroma se había impregnado en él cuando bailamos en la cubierta. Ella huele como a una mañana soleada en el campo, como a las gotas de rocío que se resisten a evaporarse de las flores silvestres, como a la primavera en las montañas.
Después de esa noche decidí no pensar más en ella porque creí que no la volvería a ver pero ahora aquí está, a unos cuantos metros de mi balcón, a veces al alcance de la mano. Candy, la pequeña pecosa.
NOTAS:
Bien, este es el primer capítulo de mi opera prima. Notarán que al menos la primera parte del fic está íntimamente ligada con la historia del manga, pero desde luego, las diferencias las introducirá la presencia de Anthony.
Su muerte fue una de las escenas más tristes que vi en toda mi niñez, (otra fue la muerte de la mamá de Bambi). Así que veamos que resulta si le damos la oportunidad de vivir más.
Estoy tratando de adentrarme más a la mente de cada personaje, siguiendo la premisa de que nadie es enteramente bueno ni enteramente malo. Espero les guste un poco.
