El coche avanzaba por una carretera sinuosa, protegida a ambos lados por altos matojos y arbustos. Las últimas luces del 31 de agosto se reflejaban en la pintura negra metalizada del vehículo y atravesaba tímidamente los cristales tintados de las ventanillas. Unos ojos azules, penetrantes, observaban el escaso paisaje a través de ellas.

-¿Falta mucho para llegar?-preguntó la figura oculta en la parte trasera del coche.

-No, señorita Zelda. Apenas queda un kilómetro para entrar en el pueblo-respondió el conductor, mirándola fugazmente por el espejo retrovisor.

La muchacha suspiró y se alisó los pliegues de su falda rosa. Mientras el coche pasaba de largo del cartel de bienvenida a Ordon, la joven se preparaba para salir de aquella celda de metal tras nueve horas de viaje. Sin embargo, no podía dejar de estudiar con atención las pequeñas calles del pueblo. La mayoría de las puertas de las casas estaba abierta, dejando entrar la luz del atardecer en su interior. Había algunos niños jugando en la carretera, pero conforme el coche se acercaba a ellos, salían disparados hacia la acera. Cuanto más veía Zelda del pueblo, más convencida estaba de que sus padres la habían enviado al culo del mundo.

El coche giró hacia la derecha dos veces al llegar a la plaza principal del pueblo, donde se asentaba un enorme edificio que, por lógica, debía de ser el ayuntamiento. El conductor giró el volante una última vez antes de internarse por una calle que parecía estar fuera de lugar en aquel pueblo. Zelda había visto que Ordon era un lugar humilde, apartado de todo y de todos, con casas de una sola planta, pequeñas y acogedoras. Sin embargo, la calle por la que el chófer se había metido estaba plagada de casas de dos plantas con buhardilla, un pequeño patio trasero y aparcamiento privado, algo de lo que carecían las demás casas de Ordon.

El chófer entró en uno de esos aparcamientos y apagó el motor del coche. Zelda esperó en el interior a que el conductor la abriera la puerta. En cuanto puso un pie fuera, un delicioso olor a estofado inundó sus fosas nasales, provocando que su estómago rugiera, hambriento.

-Bienvenida a su nuevo hogar en Ordon, señorita Zelda-saludó el conductor con una leve inclinación de la cabeza.

Zelda le sonrió y le puso con suavidad una mano sobre el brazo. A continuación, sus ojos se posaron en una figura que había salido a su encuentro desde la casa. Era una mujer de piel oscura, aterciopelada, con unos enormes y profundos ojos negros. Iba vestida con unos sencillos vaqueros desgastados y una camiseta de tirantas blanca. El pelo rizado se le arremolinaba sobre la frente, creando un efecto hipnótico sobre ella.

-¡Bienvenida!-dijo la mujer con alegría, acercándose a Zelda y abrazándola de improviso- Es un placer tenerte en Ordon, Zelda.

La afabilidad con la que la mujer la saludaba le dio buena espina a la muchacha, que se apartó un poco para poder verla mejor.

-Me llamo Impa y seré la mujer que viva contigo mientras estés aquí.

-Encantada-saludó Zelda con timidez-. La casa es preciosa.

-¿Te gusta? Yo creía que tus padres se habían excedido un poco, pero espero que estés cómoda en todas las habitaciones. Ven-Impa agarró de la mano a Zelda y tiró de ella en dirección a la casa, dejando atrás al conductor, que comenzó a descargar el pesado equipaje de la muchacha-. Estoy segura de que ha sido horrible viajar durante tanto tiempo, pero espero que me dejes darte de comer.

Zelda rio por lo bajo.

-Sí, claro-aceptó, encantada.

Impa abrió la puerta y entró en la casa, precediendo a Zelda. Apenas había puesto un pie dentro cuando el sonido de vibración de su móvil la sacó de su estado de alivio. Miró en la pantalla quién la llamaba. Suspiró y pasó el dedo por la pantalla para descolgar.

-Hola, mamá.

-Oh, Zelda, ¿habéis llegado ya? ¿Estás bien?

-Mamá, por favor, acabo de bajarme de coche-se quejó Zelda ante la voz preocupada de su madre-. Ya he conocido a Impa.

-Ah. Es encantadora, ¿verdad? Tu padre no estaba de acuerdo en que mujer como ella…, tan… efusiva, cuidara de ti en Ordon. Pero esta batalla la tenía que ganar yo, así que, allí la tienes.

-Me alegro.

Zelda frunció el ceño al ver que su madre no respondía.

-¿Mamá?

Un sollozo. Zelda puso los ojos en blanco.

-Mamá, por favor. Tú eres la que me mandaste aquí.

-Lo sé, hija, lo sé-la mujer se sonó la nariz con delicadeza-. Es que ya te echo de menos, cariño.

-Estaré bien. Impa me gusta.

-Me alegro. Oye, tengo que dejarte. Llámame todas las noches, ¿de acuerdo? Voy a dejar que deshagas el equipaje. Pídele a Impa que te ayude.

-Lo haré. No te preocupes-le aseguró Zelda, apoyándose en el dintel de la puerta-. Te quiero, mamá.

-Oh, y yo a ti, hija mía.

-Buenas noches.

-Buenas noches, Zelda.

La muchacha se separó el móvil de la oreja y colgó. Un sonido a su espalda la alertó de que estaba en la misma entrada de la casa, por lo que se echó a un lado para que el conductor e Impa (que había desaparecido en cuanto vio que hablaba con su madre) pudieran entrar con sus maletas. Al cabo de un rato, cinco enormes maletas procedentes de la capital de Hyrule descansaban en la habitación más grande de la casa, mientras que Zelda engullía su cena para poder apartarse por fin de todos y llorar por aquella mudanza impuesta.

Había dejado atrás a sus amigos, su vida, su instituto. Y ahora se veía obligada a vivir en aquel pueblucho perdido de la mano de Dios por no sabía qué historia de enseñarle a ser humilde. Aquella casa era de todo menos humilde y Zelda nunca había sido una niña que pidiese demasiado por su cumpleaños. No, había algún motivo más y su madre se había empeñado en ocultárselo. Finalmente, había accedido a mudarse tras múltiples discusiones con su padre, con la condición de que le dejasen volver a su verdadero hogar en vacaciones.

Zelda se tumbó en la cama, no sin antes coger un pequeño peluche con forma de hada que su mejor amiga le había regalado antes de irse. «No me olvides nunca, ¿vale?», le dijo ella. Zelda solo había podido asentir con un nudo en la garganta. Giró su cuerpo y se puso bocarriba, mirando el techo. Alzó el caballo ante su cara y suspiró por enésima vez en aquel largo día.

-Bueno, mañana es el gran día-dejó caer el peluche sobre su pecho y lo abrazó-. ¿Crees que irá bien?