La historia no es mia es de Delilah Devlin, de su libro Sangre caliente, solo la acomode a los personajes, espero les guste...
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Fuerte, alto y rudo, es la clase de hombre que una mujer nunca olvida. Una experiencia de placer como ninguna otra en losbrazos de un vaquero...
El RancheroTerry Grandchester está siempre feliz de ayudar a unadamisela en apuros. Pero antes de empujar a la dulcemente curvilíneay ferozmente independiente Candy White hacia la seguridad, exigiráuna promesa de rendición sexual incondicional...
Capítulo 1
Cuando llevaba alrededor de la mitad del camino que había escogido, las primeras pequeñas gotas comenzaron a caer, y Candy White le dio la bienvenida al ligero aguacero que los meteorólogos habían pronosticado, ya que estaba encantadoramente transpirada.
La lluvia rápidamente enfrió su piel, la que empezó a escocer cuando se fue endureciendo la gruesa capa de suciedad y polvillo del cañón. La perezosa brisa que acompañaba la lluvia abanicó los candentes arañazos en sus brazos y piernas desnudas, dándole un estímulo mental de energía.
Después de otros cinco metros en su ascenso —fresca y dolorida para ese entonces y perdiendo un poco la paciencia con el empeoramiento de las condiciones— encontró una estrecha saliente. Desenganchó la cuerda de su arnés, y decidió esperar que pasara el aguacero, algo no frecuente en Panhandle y sumamente peligroso porque la cara de la roca que escalaba se había vuelto tan resbaladiza como el barro.
Se confortó un poco con la frase que había oído repetidas veces desde que se mudó a Canyon, Texas, esta fluía como un mantra a través de su cabeza. "Si no te gusta el clima en Texas, espera un minuto".
Su error había estado en creer en esa sencilla recomendación.
No es que no estuviese más que ligeramente molesta en este punto. La impresionante vista desde su asiento por encima del fondo del cañón aplacó su naturaleza inquieta y apaciguó la profunda dolencia de su pecho que la había sofocado en el principio de la travesía.
Nubes bajas oscurecieron la luz del sol y proveyeron de un enfriamiento inesperado para un caliente día de primavera. La niebla suave y gris llenó Palo Duro Canyon, atemperando la luz y el aire. La humedad causaba un despliegue de brillantes colores brotando donde las flores silvestres caídas alfombraban el áspero terreno, el naranja brillante del sombrero mejicano, de la manta india, y una alegre flor amarilla cuyo nombre se le escapaba por el momento.
Decidida a disfrutar un poco de su aventura, se acomodó en la saliente, colgando sus piernas de costado, e ignorado el agua calándole a través de la delgada camisa y de los pantalones cortos.
Media hora bajo la tormenta que había intensificado en fuerza, y descartó llegar a la cima, planificando una rápida retirada hacia el distante hueco de abajo.
Sin embargo, cuando desenrolló su larga cuerda de las correas de su mochila para un descenso apresurado, la estrecha saliente se desintegró. La frágil roca erosionada por el agua se desintegró en duros fragmentos y pedazos de grava que cayeron al escarpado precipicio.
Candy dejó caer la cuerda y atascó su mano en una hendidura en la roca para sujetarse mientras buscaba su paquete en el costado. Pero llegó tarde.
Más de la saliente se desmoronaba. La mochila se deslizó, escapándosele y dejándola desamparada con sólo la cuerda más corta que había usado entre los aparejos, ni cercanamente lo suficiente como para intentar un descenso.
—Jesús. No creo poder con esto —susurró furiosamente.
Enojada con su error de novata, jaló el gatillo del aparejo que había usado para asegurar su cuerda por encima de la saliente y lo enterró más profundo en la hendidura. Trabó un extremo de su pequeña cuerda del arnés y amarró el otro al asidero. Luego satisfecha, porque había hecho todo lo que podía para permanecer segura, se sentó otra vez en el último pequeño resto erosionando de saliente.
Tenía que esperar a ser rescatada, algo que nunca podría superar. Justo a ella una frecuente escaladora quien a menudo aconsejaba a los entusiastas de los fines de semana, ya podía oír las bromas que le gastarían los policías del parque.
Sólo esperaba que el equipo que enviasen a rescatarla no incluyera al único hombre del que quería escapar. Sólo podía imaginar el oscuro reproche que él le haría sólo para incomodarle. Sumando este fiasco al de la última noche, se figuró que a él justamente no le importaría dejarla pudrirse sobre el costado del acantilado como una cuerda caída.
Sin nada en que ocupar su mente aparte de la obsesión sobre los errores que no podía deshacer, Candy se acomodó sobre la estrecha saliente a gran altura por encima del piso del cañón, inclinada principalmente en contra de la lluvia, observándola caer como las lágrimas que se rehusaba a derramar.
La frustración le dio pábulo a sus emociones —no el miedo o la soledad— en las que ella cruelmente insistía. Candy nunca lloraba, y sin duda no empezaría ahora. Se había metido en este lío por sí misma. Solamente ella tendría que encontrar una salida.
Sin embargo, los únicos planes que podía hacer requerían un poco de paciencia y una gran cantidad de humildad, cualidades que no poseía en abundancia. Con nada por hacer salvo agacharse, esconderse y esperar, finalmente volvió a pensar en las cosas que la habían llevado a este momento.
El ascenso a la Fortaleza del Acantilado, supuso, era una forma para desfogarse después de una semana llena de tensión y aun más de una horrenda noche. No había anticipado un cierto tipo de tensión nerviosa cuando se había lanzado a hacer su carrera en la policía estatal, hacía unos meses atrás y se había incorporado al servicio del parque. ¿Quién habría pensado que un trabajo de patrullaje en un pedazo de paraíso en la tierra podría poner dificultades en su cuello que solamente un escalador de rocas podría desanudar?
Patrullar campamentos al atardecer y colgar carteles para las visitas del parque para que no hicieran fuegos ilegales, arresto de jóvenes bebedores, o búsqueda de excursionistas que habían perdido el camino de huellas era todo lo que el superintendente había prometido.
Escuchar las quejas de un ranchero intensamente sexy y atractivo con una habilidad extraña para encontrarla cuándo ella se esmeraba en evadirle había sido una prueba inesperada. Una en que temía, fallaba miserablemente.
Un trueno retumbó a través de las oscuras nubes, trayéndola de regreso a su apesadumbrado presente. No podría esperar bajo la tormenta. Su situación se estaba volviendo más precaria a cada segundo. Tenía que esperar a que Maria despachara al personal de rescate desde el Cuerpo de Bomberos Voluntarios del Cañón cuando notasen que ella no había regresado al cuartel general del parque. Como el rescate tendría que venir de la parte superior del acantilado, necesitaba darles un signo para ayudarles a encontrarla rápidamente.
Cerrando sus ojos, maldijo suavemente para sí misma. Tenía que sumar una humillación más para ese día, una elección deliberada. Encogió sus brazos dentro de su camiseta y torpemente se quitó su sostén, lo jaló de abajo de su camiseta, e hizo retroceder sus brazos a través de sus mangas.
Luego apoyándose tan lejos de la pared de la roca como su arnés le permitía, recogió su brazo y soltó el sostén hacia las ramas de un enebro pegado al borde del acantilado.
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A media tarde la luz del sol penetró a través de las nubes y aunque la lluvia se había detenido una hora antes, el caos todavía reinaba en el parque y los ríos continuaban creciendo. Todos los cruces de agua estaban anegados. Los escaladores y los excursionistas a todo lo largo de las huellas habían encallado. Cuando el Cuerpo de Bomberos Voluntarios del Cañón llamó al rancho, Terry Grandchester refrenó una maldición.
En el último lugar en que quería estar hoy era cerca del parque, y particularmente en el estacionamiento de ese lugar. Pero se dirigió directamente hacia el edificio del cuartel general cerca de la entrada del parque donde la policía montada había organizado a los grupos de rescate para socorrer a los excursionistas y campistas encallados.
Maria Clint quien manejaba la información de escritorio se deslizó furtivamente cerca de él con un portapapeles en sus manos.
—Terry —dijo con vacilación.
—¿Qué necesitas cariño?
—Tenemos una emergencia.
Él recorrió con la mirada el caos organizado alrededor suyo y afirmó con la cabeza.
—Ciertamente la tenemos.
Ella tiró de la manga de su camisa e inclinó el portapapeles hacia él.
—Candy, el Acantilado de la Fortaleza, 0800, está en tinta púrpura. Ella no ha confirmado su regreso.
A Terry no quería que le importara. De hecho, odió el nudo que se le hizo en el estómago ante la noticia.
—¿Has enviado a alguien a hacer una comprobación?
—Son equipos asignados para las secciones del parque. Pensé que te podría interesar hacerlo tu mismo —susurró ella arqueando las cejas.
Terry hizo una mueca, intentó decirle de plano que tenía al hombre equivocado para el trabajo. Ella no sabía que su interés en Candy White había sucumbido la noche anterior.
Sin embargo, no quería manchar la confianza y el respeto que brillaban en los ojos de Maria cada vez que él entraba en el edificio. Maria era una residente de toda la vida del pueblo cercano al Cañón y asistía a la misma iglesia que su madre lo había hecho.
Terry exhaló un profundo suspiro e inclinó la cabeza.
—Iré a mirar alrededor del acantilado.
Ella sonrió y le extendió la nota.
—Si no está en problemas, no estará feliz de que envié a alguien a averiguar sobre ella.
—La mujer es demasiado independiente para su bien —masculló él, colocándose su sombrero de vaquero en la cabeza.
—Es lo que ocurre cuando una mujer se mantiene a sí misma demasiado tiempo —contestó con una firme inclinación de cabeza.
Y ella debería saberlo. La vieja solterona había vivido sola largo tiempo desde que él la conocía, que era toda su vida.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, después de que sus ruedas se atrancaran en el barro dos veces, pudo ascender a la cima conduciendo lentamente por el borde del precipicio. Tal como había decidido tendría que estacionar y continuar la búsqueda a pie, una pequeña cosa blanca brillando en contra de las ramas oscuras de un verde enebro atrapó sus ojos.
Lo más aproximado que dedujo, era que tomaba una forma, mejor dicho dos formas distintivas. Frenó, puso el camión en parqueo, y apagó el motor. Terry casi sonrió al pensar en Candy recurriendo a ondear su ropa interior. Pero su diversión duró sólo un segundo porque se percató de que las cosas debían ser graves si ella había hecho señales de ayuda.
Recogió su radio del asiento de al lado y notificó su posición antes de salirse del vehículo y lograr llegar por medio de astucia al borde del acantilado para mirar con atención sobre el costado.
Su corazón se saltó un latido cuando divisó la parte superior de una cabeza rubia, el pelo atado en una cola de caballo apretada. Candy estaba sentada sobre un estrecho afloramiento de la roca con la espalda contra la pared y sus delgadas piernas balanceándose en el aire.
Inhaló profundamente para calmar su corazón, entonces satisfecho con que ella no estaba en algún peligro inminente, escudriñó la saliente erosionada, los últimos veinte o más pies de la roca que conformaba el borde del acantilado, y al grueso tronco del árbol pegándose a ese borde.
Su bota aplastó la arenilla cuando se ladeó más allá sobre el borde, enviando un abanico de grava del tamaño de un guisante hacia abajo.
—Ten cuidado, allí abajo —gritó.
Candy sacudió con fuerza la cabeza, y luego volteó su cara hacia arriba. Un ceñudo semblante acentuó sus facciones.
—Demonios. No pensé que mi mala suerte pudiera empeorar.
—Bravo, pues bien soy todo lo que tienes. No te muevas hasta que regrese.
—¿Te gustaría que me fuera a algún lugar?
Terry negó con la cabeza. La mujer no tenía ni un poco de agradecimiento para con su salvador. Caramba, a ella no se le había ocurrido pensar en su ineptitud en primer lugar o en estar furiosa en los brazos de su camarada.
Desmenuzó este último pensamiento. Nada lograría con irritarse otra vez cuando tenía trabajo por hacer. Si se cayese, todo el mundo pensaría que él la había dejado caer a propósito.
Movió su vehículo a un lugar directamente por encima de su posición y agarró una cuerda, la ató alrededor del gancho de remolque, y luego giró la bobina manualmente, enganchando el nudo prusiano y se acercó al borde otra vez.
Acercándose a una raíz expuesta de enebro, amarró la cuerda en el tronco y luego bajó el otro extremo hacia ella.
Candy alcanzó la cuerda que él dejó colgada por encima de ella.
—Dame algo más.
Terry le dio otros pocos centímetros, pero cuando ella levantó su mano para atraparla, simplemente la levantó fuera de su alcance.
Su cabeza inclinada mirándolo fijamente con sus ojos verde. Terry sintió una fuerte satisfacción porque tuviera centrada su atención en él. Sus delgadas cejas se juntaron frunciendo el ceño. Sus labios hicieron pucheros.
—Éste no es el momento para jugar conmigo, Terry. Ponme fuera de esta condenada saliente.
—Pensaría que una mujer en tu posición agradecería un poco de ayuda, no que dirías palabrotas.
El trueno desde el borde sur del cañón, iluminó las miradas de ambos.
—No tenemos tiempo para esto —gritó Candy—. Envía abajo esa cuerda.
Ella estaba en lo correcto, pero algo vibró dentro de Terry. Verla tan vulnerable lo hizo sentir una emoción que atravesó su cuerpo.
—Di que lo sientes, primero.
Ella inclinó otra vez la cabeza. Ese momento de confusión y tal vez un indicio de culpa hizo más oscura su mirada.
—¿Por qué? ¿Por atorarme aquí? ¿Estoy incomodándote?
—Mala respuesta.
Ella miró hacia el cañón otra vez, y sus hombros bajaron bruscamente.
—No quisiste oír ninguna excusa anoche. ¿Por qué debería pensar que quieres oír mis disculpas ahora?
—Tal vez sólo siento curiosidad de ver si sabes cómo.
El viento azotaba levantándole el ala de su sombrero. Realmente no tenían tiempo para esto.
—Lo siento —gritó ella con tono desafiante—. ¿Me oíste?
—Sí, pero no lo creo.
—Mira, ponme fuera de esta roca. Luego toma tu venganza.
—¿De cualquier forma que quiera?
Hubo una larga pausa, y ella miró atentamente hacia arriba otra vez, con el ceño fruncido arrugando su semblante.
—De cualquier forma que quieras —gritó.
Una torva sonrisa se desplegó en los labios de Terry. Tampoco era malo que no tuviera intención alguna de quebrar su promesa. Dejando de lado su enfado, el cuerpo de ella propiciaba una dulce venganza.
Dejó caer la cuerda enroscada otra vez, dejando el cabo colgado delante de ella, luego soltó más cuando ella tiró fuertemente hacia abajo para enganchar su arnés.
—Vas a tener que trepar, pero la tensaré para subir.
Retrocedió del borde del acantilado y ató la cuerda en el árbol, después tiró hasta que sintió la tensión en la línea, y siguió tensando más la cuerda mientras Candy se abría paso lentamente escalando el costado, sin ceder hasta que ella se elevó por el borde y colapsó de cara en el barro.
Terry dejó caer la cuerda y caminó a grandes pasos hasta ella, inclinándose para tenderle la mano. Candy levantó la cabeza, con la barbilla y una mejilla embarrada, mirándole fijamente primero la cara y luego la mano. Limpiando la suya en sus pantalones cortos, deslizó los dedos a lo largo de su palma, aceptando su tirón cuando la elevó para ponerla de pie.
Se pusieron de pie pecho contra pecho, luego ella se tambaleó. Terry agarró firmemente su cintura y la acercó, afianzando su posición tanto que podía sentir su tenso vientre contra la ingle.
Su polla reaccionó, algo que no podría esconder ya que allí no había ni un centímetro de espacio entre ellos.
Tal como ella no podría esconder los pezones erectos apuntando a su pecho.
Su cabeza se inclinó, mientras lentamente sus manos se deslizaron hacia arriba en sus brazos para agarrar firmemente sus hombros.
—¿Estás buscando tu venganza? —preguntó ella con voz suavemente amortiguada.
—Todavía reflexiono sobre lo que quiero a cambio —le dijo, forzando su voz a permanecer en un tono frío.
Ella alzó la cabeza, levantando la barbilla en señal de desafío.
—¿Qué ocurre si no me gusta el desafío? Accedí a lo que querías porque me coaccionaste, o ¿eso no cuenta?
Terry entrecerró sus ojos, todavía disgustado como un demonio. Sus labios se crisparon.
—¿Qué ocurre? ¿No te gustó mi disculpa?
—Esto es sólo el principio. La próxima vez, quiero que tengas la intención de dármelas.
Ella bufó.
—Es ridículo, tratar de disculparme y de hablarte como a un hombre razonable.
He estado sentada sobre esa saliente por una hora. Estoy sucia, hambrienta, y poniéndome más gruñona cada minuto. No quiero hacer esto ahora.
—No quiero hacer esto otra vez —gruñó él apartándola de su camino.
Ella cerró sus ojos, un momentáneo destello de dolor atravesó sus labios. Bien. Él había dado en el blanco. Ella bien se lo merecía.
—Buscaré el camión y te llevaré a casa.
El camino a casa se hizo en pesado silencio y con tensión. Él mantuvo la mirada hacia delante en la carretera; y Candy se sentó mirando fijamente a través de la ventanilla del acompañante.
Cuando él entró en su calle, desenganchó su cinturón de seguridad, y luego vaciló. Terry se preparó sicológicamente, agarrando fuertemente el volante.
—Pudiste haber sido tú, sabes —susurró ella ferozmente—, pero hemos estado moviéndonos en círculos por un mes y nunca te acercaste para invitarme a salir. No soy una monja, Terry.
—Tú elegiste.
—Fue sólo un beso.
—¿Y eso hace que esté bien? Fuera, Candy.
Ella abrió su boca otra vez, pero él se giró enojado mirándola ferozmente.
Sus ojos parpadearon una vez, y mantuvo sus labios cerrados. La puerta se golpeó ruidosamente al abrirse de un fiero tirón sacudiendo al vehículo. Con los hombros rectos, ella apresuró los pasos hasta la puerta principal.
Terry puso marcha atrás el camión, aceleró el motor, haciendo girar las llantas en un corto chirrido, bien definido, y luego se fue.
¿En verdad esperaba que olvidara que la había visto besarse con su propio hermano? ¿Que estaría dispuesto a tomar la posta donde ellos lo dejaron? Se dijo a sí mismo, con alivio, que se alegraba de no haber hecho nunca el amor con ella. Sus constantes disputas habían sido alimentadas por su furia, su terquedad, y su irritable orgullo, nunca por la lujuria. Su hermano era el adecuado para ella. Todavía, no podía dejar de lado el sentimiento que lo embargó cuando había mirado con atención sobre el borde del precipicio y la había encontrado sentada allí, esperando el rescate, vulnerable y sola.
Una profunda satisfacción, había flameado caliente en su interior. Le había encantado tenerla bajo su misericordia.
