Disclaimer: Nada relacionado con Sailor Moon es mío

Nota del Autor: Como digo siempre, este fic no tiene la intención de reproducir correctamente la historia, pues solamente toma ciertos aspectos históricos. El fic abarca desde antes de la Segunda Guerra Mundial hasta el término de la Guerra Fría, en específico, hasta la caída del Muro de Berlín. Sé que es un fic bastante poco ortodoxo para el fandom al que pertenece, pero denle una oportunidad. No se van a arrepentir. ;)

Por cierto, esta historia (y las dos que he subido hasta ahora) forman parte de un spin-off (hasta cierto punto) de la historia original de Sailor Moon, aunque tomaré varios elementos del anime para hilar el argumento.

Un saludo, y espero que disfruten esta historia. Yo definitivamente disfrutaré escribiéndola.


Lo que hay detrás de la cortina

Prólogo
Conversaciones

Alemania, 20 de diciembre de 1924

Unos pasos se escuchaban en los estrechos corredores de la prisión. El olor a humedad y a hongos era penetrante, así como el ocasional grito de guerra de un convicto. El lugar estaba apenas iluminado, pero a él le importaba un comino la ambientación o la falta de ampolletas. Él estaba allí por alguien, alguien que iba a ser de gran ayuda para sus ambiciones.

Y no había sido sencillo el trabajo para que aquella amnistía general fuese decretada.

Cuando el hombre llegó a la celda que estaba buscando, esperó hallar a alguien consumido por la rabia y el descontento, pero le desconcertó que esa persona luciera tan compuesta y decidida como el día que llegó a esa prisión.

—Buenas tardes, Herr Wolf (1) —saludó el recién llegado en un tono de voz poco ortodoxo para una prisión—. Me parece que usted está en el lugar incorrecto.

El prisionero no dijo nada por un buen rato. Parecía evaluar a su interlocutor, pese a la poca iluminación del lugar. Después de los eventos en Múnich, no podía darse el lujo de confiar ciegamente en las personas. Sin embargo, no era el único que estaba estudiando el aspecto de alguien.

—Es usted desconfiado —observó el hombre, notando la parquedad de palabras y la mirada penetrante—. Afortunadamente, yo necesito sus servicios para conseguir mis metas y estoy aquí para decirle que ya no es un prisionero.

El hombre detrás de los barrotes siguió sin abrir la boca. Su interlocutor se encogió de hombros, como esperando aquella reacción y extrajo un documento de carácter oficial de uno de los bolsillos de su gabardina. Se lo tendió al convicto como si fuese el periódico matutino.

—Para que vea que no hablo por hablar —añadió el hombre de la gabardina—. De hecho, creo que en un minuto vendrá uno de los guardias a dejarlo en libertad.

Y así fue. Cuando la celda fue abierta, el prisionero extrajo el único bien que llevaba consigo, un montón de hojas con letras escritas a mano y, llevando el manojo de hojas bajo el brazo, se dejó conducir por el guardia. El hombre de la gabardina les seguía tranquilamente, mirando cómo los demás convictos pregonaban su descontento por la liberación de ese sádico imbécil.

Una vez ataviado con ropas más normales, peinado y afeitado, el ex convicto se subió a un vehículo y el hombre que lo había liberado tomó asiento junto a él.

—Ya sabes dónde ir —le indicó al conductor. Acto seguido, corrió una especie de cortina tupida para aislar al chófer de los dos pasajeros que iban atrás.

El hombre de la gabardina se acomodó en su asiento e invitó a su acompañante a que hiciera lo mismo.

—¿Ha venido a secuestrarme? —dijo el ex convicto por primera vez desde anoche, cuando había releído el contenido de su manojo de papeles—. Porque eso no servirá a ningún propósito.

El hombre de la gabardina soltó una risa comedida, pues no quería lucir maleducado frente a una persona tan importante para sus objetivos.

—Lo sé. Por eso no he venido a secuestrarle. La verdad es que mi propósito es ayudarle.

El ex convicto alzó una ceja.

—¿Ayudarme? ¿A qué?

—Antes de decirle nada, me gustaría presentarme. Soy Herbert Dixon y digamos que tengo conexiones con el gobierno alemán. —Herbert volvió a reír al ver que su interlocutor volvió a alzar una ceja en señal de escepticismo—. Tengo amigos aquí en Alemania y ellos me invitaron para que pasara un tiempo, el suficiente para conectar con gente importante en el gobierno. Admito que no fui bien recibido al principio, pero después de exponer un poco de mis visiones, la gente comenzó a verme con otros ojos. Pero, por desgracia, yo no soy un líder nato, y es por eso que está usted aquí. Escuché algo sobre su defensa en el juicio por el Putsch de Múnich y, a juzgar por las reacciones de los oyentes, usted tiene un discurso potente.

—¿Y qué hay con eso?

—En mi experiencia, una persona con semejante poder usualmente posee dotes de liderazgo. Sin embargo, en este momento no hay muchas personas dispuestas a escucharle a causa de sus tendencias políticas.

—¿Tiene un problema con el nacionalsocialismo?

—En absoluto —dijo Dixon en tono apaciguador—. De hecho, está en mis intereses promover sus doctrinas políticas para que usted ocupe un puesto en las altas esferas del gobierno. Para empezar.

El lobo frunció el ceño.

—¿Por qué quiere ayudarme? En lo que a mí respecta, usted es un desconocido.

—Uno de los pocos desconocidos que simpatiza con su causa. Por favor, Herr Wolf. Si me deja colaborar con usted, me aseguraré que nadie le entorpezca su carrera hacia la silla del gobierno.

—¿Y espera usted que le crea?

Herbert Dixon se puso de pie y extrajo lo que parecía un bastón pequeño, como de treinta centímetros de largo y lo enarboló como si fuese una espada. El lobo veía con leve desconcierto cómo Herbert hacia aquellos movimientos, creyendo que se había vuelto loco. El lector podría imaginar la estupefacción del lobo cuando un rayo de luz amarilla brotó del bastón, haciendo que dos vasos de vidrio y una copa de coñac aparecieran en medio de la nada.

—Como le dije en la prisión, yo no hablo por hablar. Y no solamente puedo hacer lo que acabo de hacer con este artilugio. Con esto puedo matar, torturar y controlar gente, y nadie tendrá idea de lo que ocurrió.

A él le decían Herr Wolf, pero al ver lo que Herbert Dixon podía hacer, no se sentía como un lobo, sino que como un cachorro recién nacido que le tenía miedo a un gato.

—¿Qué es eso? —dijo, pasmado y con la cabeza sumida en la incomprensión.

—Esto… esto es magia —respondió Herbert en un tono teatral que no parecía concordar con su comportamiento normal—. Con su ayuda puedo convertirlo en todo un jefe, o como se dice por aquí, en todo un Führer.

Herr Wolf no sabía qué decir. A veces no entendía cómo pudo pasar del escepticismo al desconcierto en menos de cinco segundos. Pese a que él se consideraba bastante observador, no pudo notar ninguna clase de trampa en lo que había hecho Herbert. Tenía que aceptarlo, por muy dificultoso que fuese; aquella era magia de la auténtica, no esa magia que consistía en humo, espejos y conejos que salían de sombreros.

—No… no puedo creerlo.

—Pues créalo. Mientras menos tiempo le tome hacerlo, más pronto podrá gozar de sus ventajas.

Se hizo el silencio en el asiento trasero del vehículo, silencio que era rasgado por los baches del camino y el ronroneo del motor. Herr Wolf tenía dificultades siquiera para ponderar los pros y los contras de aceptar la ayuda de ese tal Herbert Dixon. Todavía le costaba trabajo creer que un norteamericano estuviera dispuesto a ayudarle con una causa que no compartía prácticamente el resto del mundo. Claro que había casos especiales en todas partes y, por supuesto, no había regla sin su correspondiente excepción. La pregunta era: ¿podría Herbert Dixon ser una de esas excepciones?

—¿Está seguro que no está tratando de tomarme el pelo?

—¿Con algo tan importante? Por supuesto. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¡Claro que no estoy intentando ponerle el dedo en el ojo! ¿O cree que esos imbéciles del gobierno estadounidense van a ver con buenos ojos que estoy solidarizando con un sistema político que no comparte?

—Veo que está arriesgando más que el pellejo.

—Sí, y el Ministerio Estadounidense de la Magia tampoco me va a dejar tranquilo. La única pregunta que me hago es por qué diablos alguien tomaría tantos riesgos si no creyera que lo que está haciendo es importante.

Herr Wolf notó que la pregunta de Herbert, además de sarcástica, había sido retórica. Sin embargo, aquello no probaba nada. Tal vez fuese un espía, o alguien del mismo gobierno alemán haciéndose pasar por un occidental.

—¿Sabe? Hay muchas formas de engañar a alguien y también sé que cualquier engañador no tiene escrúpulos.

—Sí, y yo lo liberé para quedar bien con mi propio país —dijo Herbert sarcásticamente—. Entienda que si usted coopera conmigo, podrá imponer lo que quiera sin que nadie pueda cuestionarle. Bueno, países como el mío sí, pero qué importan ellos. Lo que realmente le interesa es que el pueblo alemán vuelva a ser lo que fue antes de la Primera Guerra Mundial. Yo puedo contribuir a restaurar la gloria de esos días. ¿O acaso no es eso lo que quiere?

El vehículo comenzó a perder velocidad hasta detenerse. Mientras tanto, Herr Wolf se quedó pensando, recordando las palabras de su manuscrito sin revisar, recordando por qué lo había escrito.

—¿No quiere nada de mí a cambio de sus servicios?

—Sólo quiero verlo como la cabeza del gobierno alemán.

—Lo digo porque no quiero que usted venga con demandas que yo no he consentido.

—No las habrá.

Tanto Herbert como "el lobo" se bajaron del vehículo y miraron la fachada del edificio frente al que el vehículo se había detenido.

—Bueno —dijo Herbert, interpretando correctamente la expresión en el rostro del lobo—, es tiempo que Alemania vuelva a ser la potencia que merece ser.


(1) Herr Wolf era uno de los apodos con los que se conocía a Adolf Hitler.