Advertencias: Hetalia no es mío. Omegaverse (por favor, si no tienes idea de esto, una guía fugaz en internet será más que suficiente. Creo). Contenido destinado a homosexualidad.
Inglaterra: Arthur Kirkland. Hong Kong: Leon Kirkland. Islandia: Emil Bondevík. Noruega: Lukas Bondevík.
I
Los copos de nieve impactaron contra el suelo como dientes de león luego del soplo de una brisa. Era una nevada mañanera bastante delicada, desde vista y oídos cuerdos, pero las calles y las entradas abarrotadas de nieve hicieron lucir el vecindario como un caótico paisaje groenlandés. Posiblemente, la ventisca se había agravado en algún punto de la madrugada. Los árboles desnudos acumularon cellisca en la intersección de las ramas y en los agujeros de los troncos negros, así como los tejados rojos de las casas y también como su precioso jardín de tulipanes y alfalfas que yacía derrotado. Pero esto, sin embargo, no fue una de las mayores preocupaciones de la cabeza de la familia Kirkland a las seis de la mañana.
Arthur Kirkland era un Alfa bastante madrugador y puntual con su horario matutino. En días normales se levantaba a las cuatro y media de la mañana para prepararse a ir a trabajar como profesor de inglés en la universidad; pero en vacaciones se premiaba despertándose una hora después de lo que estaba acostumbrado. Siendo de los primeros ambulantes en el gran hogar, Arthur se ponía a leer el periódico mientras tomaba una taza de té verde preparada por sus manos hábiles y experimentadas, en su larga bata verde y cómoda, saltándose bastantes líneas cuando se habló de política estadounidense.
Pero los gritos y risas que se oyeron afuera fueron alarmantes y más cuando tan solo había amanecido. El Alfa miraba a través de las pesadas persianas beis (recibiendo con fastidio algo de débil luz solar) los niños pequeños sueltos en las calles nevadas con sus abrigos rellenos y sus botas estilizadas con sus personajes de película favoritos. Con horror, Arthur notó que esto solo podía significar una cosa: no había clases en ninguna escuela limítrofe.
El Alfa soltó un suspiro hondo, sintiéndose cansado a tan solo minutos de haberse levantado. Entre los niños que jugaban con la pelota, identificó un niño regordete y rubio sin problemas, que era compañero de la escuela de su hijo. Arthur confirmó aún más agotado que Leon estaría en casa hoy todo el día si ese niño cuya madre que era una loca responsable lo había dejado salir media hora antes del ingreso a la escuela a jugar.
Arthur amaba a Leon, pero los niños eran demasiado irritantes cuando se lo proponían. A pesar de que su hijo fuese relativamente un muchacho tranquilo y obediente (algo que lo hacía feliz), a veces podía deliñarse de estos estándares. Estas fueron las primeras vacaciones que Arthur había comenzado a disfrutar realmente, y había comenzado a valorar lo saludable que era estar solo y sin hacer nada. Simplemente quería extender esas horas solitarias sin esos niños gritones allá afuera y sin su hijo molestándole con ocurrencias extrañas.
El hombre se tensó cuando oyó algunos sonidos detrás suyo.
—¿A dónde vas?
El pequeño lo miró por unos momentos, inmóvil, como si hubiese sido atrapado con las manos en la masa. Leon no era un chico madrugador, en cambio. Pero este día, a diferencia de su padre, estaba bien vestido. Estaba abrigado con una chaqueta ancha y cálida de color café que hacía juego con sus botas y guantes negros, y con su patineta en la mano. Ver al niño más arreglado que cuando se arreglaba para la escuela divirtió al Alfa en secreto.
—Afuera. Hoy no hay clases, papá.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Lo escuché de la radio.—Leon se encogió de hombros, como si estar pegado a escuchar el nombre de tu escuela entre tantos con ansiedad fuese la cosa más normal del mundo.—Voy a jugar afuera.
—...bien. No hagas desastres. Como te pille molestando al niño de los Johansson, Leon Kirkland...
El menor sonrió dulcemente, derritiendo el corazón débil del padre Alfa, sin duda debilitado a la inocencia (fingida) de su niño. El pequeño salió a hurtadillas de la casa, evitando hacer cualquier ruido que pudiese despertar a su madre y que este le pusiera aún más peros. Arthur, por supuesto, estuvo agradecido al respecto. Él tampoco quería lidiar con Yao regañándole por haberlo dejado salir a las seis de la mañana en medio de una nevada.
Afuera, una oleada de frío recibió a Leon Kirkland de ocho años, pasivamente, por la protección de sus ropas pesadas y gruesas. Los gritos de los niños fueron para él una invitación gloriosa del día a unirse a disfrutar el día entero sin escuela que la tormenta de nieve les había regalado bloqueando las vías y carreteras.
Los niños, al verlo salir, gritaron su nombre con emoción, llamándole con sus manos agitadas a hacer parte del partido de fútbol improvisado en mitad de la calle. Leon sonrió de manera instantánea, y corrió sobre la nieve, dirigiéndose a ellos con total confianza. Su abrigo café apenas tambaleó entre sus pasos rápidos.
—¡Leon! ¿Vas a jugar con nosotros?—los niños por lo general se emocionaron cuando el pequeño de rasgos asiáticos se unía a sus juegos. Leon tenía muchas agilidades físicas: siempre fue el más rápido corriendo, el que más alto saltaba, o el que más fuerte podía empujar o lanzar algo. Todo ese tipo de ventajas fueron sustanciales cuando se trataban de juegos que incluían una fragmentación de dos equipos, en los que Leon era una de las piezas clave para ganarle al otro.
—¿Pero están jugando fútbol? No me gusta.—él hizo una mueca. Entre sus manos, él agitó una patineta negra sin ruedas, tratando de mostrarle a los otros niños del vecindario que, sus intereses, eran otros, por lo menos, estas primeras horas del día. — Voy a patinar.
—¿Puedes patinar? —jadeó una niña sorprendida, haciendo una 'o' con sus labios.
—Sí, o sea, es super fácil.—él se encogió de hombros, como quien habla de hacer ángeles de nieve en una montaña.—Estoy viendo si puedo hacer alguna voltereta.
—¡Mejor juega con nosotros!—el niño más relleno frunció el ceño, mientras se cruzaba de brazos.—¡Es más divertido jugar con amigos que estar solo! Y necesitamos un delantero.
—Pero yo pensé que necesitábamos un defensa—murmuró una niña pelirroja, acariciándose las trenzas con confusión.
—No, tú eres defensa, ¡te lo dije como cinco veces!—bufó harto—Vamos, Leon, juega con nosotros. Solo nos falta uno, por eso el otro equipo siempre nos gana.
—Entonces te daremos uno de nuestro equipo y Leon vendrá con nosotros—un niño, que parecía ser del otro equipo por encontrarse con otro grupo más alejado en posición, gritó sobre la brisa, captando la atención del asiático.
Este estaba comenzando a hartarse. A Leon jamás le había llamado la atención algún deporte con alguna circunferencia incluida que no fuese el hockey, y de ahí en más, prefería hacer otro tipo de cosas más interesantes y divertidas como jugar videojuegos, practicar artes marciales o tratar de hacer alguna voltereta con su no tan reciente adquisición. Él paseó su mirada dorada por el paisaje, buscando alguna víctima desprevenida a la que enredar en este lío de rivalidades. Se halló con otros jugando con bolas de nieve, haciendo ángeles en el suelo, jugando con mascotas, y sin embargo, delante de Leon no había nadie que no estuviese en su propio mundo.
Pero cuando lanzó una mirada nerviosa hacia atrás, encontró a otro niño. El pequeño asiático sonrió levemente.
Este estaba sentado sobre las escaleras cortas que conducían a la casa, mientras observaba de manera aburrida y extraña lo que sucedía a su alrededor. Si no fuese porque contrastó con los colores oscuros de su hogar desde su posición, Leon bien pudo haberlo confundido con un muñequito de nieve bastante real con ropas lilas y grisáceas encima que algún experto escultor con mucho tiempo libre había creado en tan solo unas horas. Su existencia y aparición en el vecindario fue algo a lo que no le dio muchas vueltas en el momento de lanzar su astuto enunciado:
—¿Y por qué no juegan con él?—señaló al niño con irregular prudencia, haciendo que los otros dirigieran miradas a él curiosas y calculadoras.—Se ve solo y quizá quiera jugar con ustedes.
Todos ellos se miraron entre sí, con inseguridad.
—No lo sé, se ve raro y se la ha pasado ahí todo el día... quizás esté loco.—dijo uno en un murmullo desconfiado y exagerado, y a lo último, hizo el gesto rotando su dedo índice alrededor de su oreja.
—Y se ve flaco. No creo que sepa jugar.
Leon se encogió de hombros. Él miró al niño raro de nuevo. Tenía que admitir que nunca antes lo había visto.
—¡Y vino de la nada!
—Bueno, ví que se estaban mudando como ayer, él y su familia. Pero mis papás me dijeron que no eran de por aquí, que no son americanos. Que son extranjeros. ¡Meh! En realidad no me importa. ¡Sigamos jugando! ¡Nada más se pusieron a hablar porque estamos ganando!
—¡Por tramposos!
El grupo de niños se alejó y reanudaron el juego nuevamente a vista de que no pensaba unirse.
Leon miró al niño extranjero con nueva curiosidad. Así como él, Leon tampoco era americano. Su padre era un refinado hombre inglés que había encontrado más divertido trabajar en otro país, y su madre era un prejuicioso hombre chino al que no le había parecido importar mucho que hubiesen dejado Hong Kong. Los dos se habían adaptado muy bien al nuevo cambio de vida, pero Leon, con tan solo seis años, lo había visto como la cosa más cruel e injusta del mundo. Él amaba a Hong Kong y quería seguir viviendo ahí por mucho, mucho tiempo. Había tenido que abandonar a sus amigos y sus familiares, su antigua escuela y sus viejas aficiones.
A pesar de que el inglés de Leon era bastante bueno (cortesía de su padre) se había negado a hablarlo por un tiempo. Arthur tenía que soportar que su hijo les hablara y gritara en cantonés por unos días, y era solo Yao quien pudo entenderlo y tratar de calmarlo. Involucrarse como un niño extranjero en una sociedad distinta mental y físicamente a la suya había sido también algo duro, pero con el pasar del tiempo, él terminó acostumbrándose a la comunidad caótica estadounidense.
Aquella circunstancia siendo vivida por otro chico le causó una no común simpatía instantánea en Leon, un sentimiento de alteridad desconocido e inconsciente. Si bien, habría sido más interesante un compañero chino con el cuál hablar y jugar, Leon no niega que aquella exótica apariencia física es curiosa y atrayente. ¿De dónde sería? No tenía idea que habían personas con cabello blanco en el mundo. Él únicamente supo de los pelirrojos irlandeses a los que sus tíos Ryan y Bryan pertenecían; y el caso furioso de su tío Scott que gruñía cada vez que le decían teñido.
El niño, que parecía ser más menudo que él, le miró con rareza, desconfiado y confuso. Leon pudo ver sus ojos más de cerca. No eran azules. Eran una tonalidad intensa y relajante de un violeta que no había visto nunca, y que le hizo sentir más y más confundido.—Hola. ¿Quién eres?
Este se sonrojó suavemente, sintiendo vergüenza cuando no debería. Él se vio algo tímido a primera impresión. Entrelazó sus dedos, jugando con ellos a apretarlos o a presionar sus nudillos. Todo esto lo hizo con la mirada gacha.—E-Emil...—intentando no entrar en pánico, Emil trató de fluir una conversación lo más natural posible: había llegado el aterrorizante momento de probarse a sí mismo en un lenguaje secundario inutilizado con un nativo a otro nivel.
—¿De dónde eres?
—¿...Islandia...? Sí, Islandia.—pero el inglés que salió de sus labios era algo tosco y marchito, como si su lengua se enredara en cosas simples por estar acostumbrada a hacer movimientos más complejos. El asiático no se rió de esto. Él se acordó lo duro que había sido que los demás niños de la clase se burlaran de su acento y sus pronunciaciones torpes.
—Oye, ¿por qué tienes el pelo así?
Emil alzó una ceja, esta vez, como más valiente y menos pudoroso.—¿Cómo así?
—Blanco, como si fueras... ¿un anciano?
—Porque sí.—hizo un puchero, encogiéndose más en su puesto. A Emil ese niño le había desagradado: solo se le había acercado a hablarle para reírse de su cabello.—¿Y tú quién eres?
—Me llamo Leon. ¿Por qué no estás jugando?—preguntó, curioso. Emil en sí le causaba eso. Era un niño extraño que había aparecido de la nada en el vecindario. Leon no creía en fantasmas, pero Emil siendo así de pálido, flacucho, rubio y con esos ojos raros podía cambiar de opinión.
—Porque no. Se ven bruscos. Y me miran mal.
—No te miran mal, te miran raro, porque eres raro. ¿No te gusta jugar?
—No. No juego sus juegos.
—¿No sabes jugar fútbol?
—No.—Emil a este punto estaba más aliviado cuando sintió el vocabulario más suelto.
—Cool, a mí tampoco. O sea, me aburre. Los uniformes son feos, ¿y el hockey? El hockey es divertido. Ví como unos jugadores se caían—Leon rió suavemente, y Emil lo miró confuso y permanente.
—Mi... mi hermano mayor juega... Él... él practicó en... en... ¡Noruega!—gritó la última parte que casi se le escapaba. Leon dejó escapar una risa divertida ante la vehemencia de aquel que estaba comenzando a ansíar reclamar como su amigo.—¿Por qué ríes?
—Porque eres gracioso.—de forma volátil, Leon cambió su tono a uno más demandante de repente—Oye, juguemos.—dijo con un nuevo interés—Ya no quiero jugar con la patineta.—el niño soltó su preciosa tabla oscura, acomodándola a un lado de la propiedad.
Emil agachó la mirada de nuevo, tímido. No se sentía lo suficiente bien como para jugar. Emil había entrado en cierta fase conflictiva con sus padres desde que habían tomado la decisión de mudarse a los Estados Unidos. Aún sentía rencor de que sus padres no le hayan hecho en mínima caso a sus rabietas y lloriqueos, y la solución más atractiva que encontraba era permanecer desgraciado hasta que ellos reconsideraran su elección o, por lo menos, el orgulloso de su padre se disculpara con él. Eso le haría sentir menos furioso.
Por eso, Emil había preferido ignorarlos mientras se sentaba en las escaleras de su nueva casa. Pero la nueva perspectiva fue volviéndose más desoladora cuando ninguno de sus padres atendió su humor. Él vio los niños jugando en grupos animados, divirtiéndose genuinamente, hablando y gritando en un acento precioso y estético. Era una comunidad impenetrable que hizo que el pequeño islandés, de tan solo ocho años, entrase en pánico. Él no estaba preparado para esto. Él no iba y no podía a encajar en otro mundo que no fuese con sus amigos, su escuela, sus abuelos y la granja en Islandia; o la bonita casa de campo y el instituto en Noruega.
Emil estaba deprimido, y susurró un decaído "no" que dejó a Leon con un sabor agridulce en la boca. Él quería jugar, quería divertirse con Emil, el niño islandés de cabello y ojos salvajes.
Así que Leon, en toda su terquedad e impulsividad despreocupada y bromista, armó entre sus dedos una bola de nieve del tamaño de su mano. Emil tenía aún la mirada gacha como para darse cuenta, y fue demasiado tarde cuando la bola se impactó contra su cabellera pálida y brillante. La nieve se perdió entre sus hebras blancas, y no se notó mucha diferencia de color, pero Emil, por su lado, no podría ignorar el corrientazo dolorosamente frío que golpeó su cabeza desnuda.
El pequeño se estremeció y lanzó un chillido. Su rostro se enrojeció rápidamente, y sus ojos brillaron rabiosos y berrinchudos.—¿¡Qué te pasa!?—el inglés sonó aún más grueso y norteño. Todo esto en conjunto fue demasiado para Leon, que se agarró el estómago, soltando una carcajada abrumada de diversión y sorna.—¡Me pegaste!
—¡Esa era la idea!—logró entre risas.
Leon se echó a correr cuando Emil cargó sus manos con bolas de nieve apunto de golpearlo. Corrieron alrededor de la casa, con los gritos enojados en islandés y las indetenibles risas del asiático, y se olvidaron de todo. Que los otros niños los estaban viendo como si Emil hubiese vuelto loco a Leon y casi indignados de que se había puesto a jugar con el niño nuevo en vez de ellos, que los perros siberianos habían comenzado a ladrar y chillar exasperados. El enojo desesperado del pequeño Emil y su miedo a relacionarse con los demás. De la patineta abandonada de Leon a un lado de las escaleras y enfrente del jardín muerto.
De repente, Emil logró alcanzar a Leon. Por primera vez en mucho tiempo, una risita infantil y alegre afloró de sus fríos labios, entreabriéndose esporádicamente para agarrar bocanadas de aire frío de sus sofocados pulmones. Él sintió una oleada de satisfacción/orgullo cuando del rostro de aquel asiático destelló una emoción diferente a la sorna y la tranquilidad. Parecía enojado, pero al mismo tiempo, un deje de alegría rondó a su alrededor.—¡Te lo mereces!
Leon le sacó la lengua, como despreciándole.—Igual casi ni me atrapaste.
De repente, la escena es subyugada por la salida de un joven mayor que ellos. Leon lo miró curioso, así como Emil, que le regaló una sonrisa genuina. Era un chico bastante bonito. Su cabello tenía una tonalidad rubia mucho más clara que la del padre de Leon, su tez era más pálida, pero sus ojos fueron misteriosos, como él mismo, mientras le dedicaba una mirada peculiar y enigmática al niño asiático que estaba jugando con su hermano pequeño.
Leon se sintió algo nervioso. Aquel joven era raro, y la forma en que lo analizaba, era calculadora.
Las primeras palabras de Lukas Bondevík, Leon, las recordaría como un comienzo fortuito y lejano.—Por fin te reíste.—parecía, bien, algo molesto, pero Leon no podría saberlo, Lukas era demasiado monótono, así que jamás adivinaría que a Lukas le hubiera gustado ser el que hubiese hecho salir de aquel trance melancólico a su hermanito.—Mamá está haciendo panecillos.—frunció el ceño. Emil se levantó, contento, con el hambre resonando en su estómago luego de aquella carrera. Leon hizo un leve puchero, viendo cómo el niño se adentraba a su casa y le dejaba solo. Pero Lukas intervino, nuevamente, después de unos segundos en que permaneció en silencio y pensando.—...Pasa, tú.
Fue insólito cómo dos cuerpos tan diferentes como Leon Kirkland y Emil Bondevík habían congeniado tan instantáneamente, como una chispa que se prende entre la pólvora encendida después de un chasquido de fuego. El Sr. y la Sra. Bondevík habían estado más que sorprendidos de que su pequeña paria social hubiese encontrado ya su primer amigo, y bien, Leon y Emil se hicieron tan inseparables de una manera indispensable.
Días después de la mudanza a América, Emil no había dejado solo a Leon la mayor parte del tiempo, y Leon no se quejó de ello. Él le enseñó a su nuevo amigo a patinar sobre las peligrosas lomas de nieve. También lo llevó a su casa y le mostró la pequeña isla del tesoro que era la caja de videojuegos de aventura que su padre le había regalado, y le enseñó la buena comida china que su madre hacía.
—Nuestros hijos se han hecho bastante cercanos.—comentó la señora Bondevík, riéndose encantadoramente por la vista del asiático menor persiguiendo al niño islandés. Yao, a su lado, rió tímido, asombrado. El cómo su hijo se había vuelto tan cercano a un desconocido en cuestión de días, le había hecho preguntarse qué tenía Emil que interesaba a Leon. De igual forma, Emil era la cosita más linda que hubiera visto.
Arthur y Eírik se miraron entre ellos con extrañeza. Yao le dio un codazo, y amablemente, le preguntó a la única mujer si le gustaría probar sus exquisitos dumplings.
Emil miró agitado a su mejor amigo.—¡Leon! ¡Espera! Ya me cansé...—él respiró profundamente, tomando bocanadas de aire. El niño asiático lo miró por unos momentos. Sus mejillas también estaban rojas, como las del nórdico, y por su nuca corría un sudor frío de las actividades físicas.
Con Emil, tirado en el suelo, su nuevo amigo, que entre jadeos reía divertido, Leon de repente habló con seguridad.—También me llamo Li Xiao.
Emil lo miró confundido.—¿Eh?
—Soy de Hong Kong, y allá me decían 'Li Xiao'.—él se encogió de hombros, tratando de aparentar como si no fuese la gran cosa, pero de repente, un sonrojo algo más fuerte hormigueó en sus mejillas acaloradas. Él quería, como una necesidad extraña, que Emil supiera. Le importaba. No podía entenderlo, quizá fue un impulso de confianza.
—¿Li Xiao?—la pronunciación fue temblorosa y lenta. Pero a Leon le gustó de todas formas, y su sonrisita lo delató por completo.—Es largo... ¿qué tal, Li?
El asiático boqueó. Su nombre, acortado, sonó extraño y ajeno, pero era como si la voz que lo pronunciaba, la de Emil, lo trajera de vuelta a una realidad donde era más tangible y cercano. Li sonó bonito. A Li le gustó, y a Emil también.
—Nadie me había llamado así antes.—infló las mejillas, fingiendo recordar.
—Bien, entonces solo yo te llamaré así.—sonrió emocionado. Era como mantener un secreto: su primer secreto con Leon. Sus padres no lo sabrían, ni su querido hermano mayor, ni los padres de Leon. Li le pertenecía.
Una mueca gatuna apareció en el rostro del asiático antes de que impactara una bola de nieve en el nórdico.—¡Oye! ¡No es justo!
Leon se alejó entre risas, como siempre, corriendo más rápido de lo que el débil islandés podría. Unas mariposas nerviosas aletearon en su estómago, como si hubiera logrado algo exótico, y de lo que sentirse feliz. El cambio había terminado también alegrando a Emil, y salió atrás del asiático, como normalmente se basaban esos días en tratar de alcanzarlo y darle su merecido.
Pero hubo un día que podría haberse confundido por cualquier otro.
Nuevamente, Leon y Emil estaban fuera. Las calles estuvieron más limpias y menos húmedas. No faltaba mucho para que el invierno culminara, por lo que los niños salían más seguido para disfrutar los últimos rastros navideños.
Un grupo de críos jugaba por su lado en la carretera bloqueada. Ellos por su lado jugaban a atraparse y corrían en manada de un solo niño que podía hacerlos perder en el momento en tocara a otro. Sus risas fueron ruidosas y los chillidos de ánimo y pánico molestaron al islandés que no podía simplemente prestar atención a lo que su amigo intentaba explicarle sobre su patineta.
—¿Vamos adentro?
—Pero quiero mostrarte algo.
Emil suspiró, mientras veía a su amigo intentar hacer una vuelta con su andante patineta negra. Personalmente, él creía que Leon era mejor patinando sobre la nieve que haciéndolo sobre otro tipo de sólidos rígidos. Pero él nunca se rindió, y secretamente, Emil admiró su perseverancia para las cosas, de tal forma que si a veces no fuera tan necio y desobediente, Emil, ya lo estaría siguiendo como un extraño modelo. Pero como aquello no pasaría, Lukas seguía siendo el pilar más brillante de sus ojos.
En un movimiento, la patineta de Leon rueda rápidamente sobre el andén y desaparece por la carretera. Afortunadamente, el niño está ileso, en una maniobra sorprendente donde ha terminado de pie. Pero el hecho de haber fallado por tercera vez saca un bufido desde lo más profundo de su garganta, de más aún, que Emil era quien lo estaba viendo equivocarse.
El nórdico se levanta, detrás de la patineta para traérsela nuevamente. Era mejor no hacer rabiar a su amigo cuando estaba estresado, él mismo había visto lo fastidioso que podría ponerse. Entonces Emil, cruzando la amplia calle, ignora que hay niños corriendo a su alrededor como una jauría de locos, y cuando uno de ellos, de contextura gruesa contra su menudo y flaco cuerpo, corre hacia atrás escapando de otro, es demasiado tarde cuando es empujado y su rodilla recibe el impacto contra el concreto frío y áspero.
Cuando Arthur había salido curioso y alertado por aquel chillido fémino y adolorido, el susto de ver a su mocoso involucrado le hizo soltar un jadeo sordo. Captó al pequeño Emil llorando en mitad de la calle, con la cara enrojecida y tomando bocanadas esporádicas de aire entre hipidos cortos. Al lado suyo, estaba de nuevo ese muchachito rubio y regordete, con el ceño fruncido y la mirada avergonzada. Parecía haber hecho algo malo, pero sin quererlo. Y por supuesto, Leon estaba allí, arrodillado ante el niño islandés, mirando encolerizado al niño más alto que él.
El Alfa no dudó mucho en acercarse, nervioso, imaginando cómo aquello podía ser peor de lo que pensaba.
—¿Leon? ¿Qué pasa?
Entonces Arthur capta la primera mirada de su hijo. Valerosa, fulgor en aquellos ojos dorados, aplastados por el fruncido de sus cejas gruesas en señal de apatía y ofensa. Leon se abrazó receloso al cuerpo tembloroso de la criatura nórdica, como si lo estuviese protegiendo de él, del otro niño, y al mismo tiempo, como si estuviese intentando consolarlo con su calor y su esencia. Emil se abrazó tímidamente a él, hundiendo su rostro empañado de lágrimas enormes en su abrigo.
Para Arthur, lo más sorprendente no había sido que Emil mismo, con una de sus rodillas enrojecidas y golpeadas hubiese encontrado algo de calma entre los brazos de su amigo, sino más bien, Leon, su hijo, con ansias de protegerle de su alrededor, naciéndole del corazón como una prioridad necesaria, e incluso, en el proceso, llegándole a retar con la mirada como si su padre pudiese pasar como una amenaza cuando se trataba de Emil.
Cuando el otro niño intenta explicarle al adulto que esto solo ha sido un error suyo y que no había notado que Emil estaba en el mismo lugar cuando corría de espaldas; cuando la madre de la que el nórdico era una réplica casi exacta y pregunta asustada por qué su pequeño estaba herido, Arthur suspira asombrado, como si de repente estuviera devuelta de un mundo alterno, de una sintonía distinta, donde le costaba captar la de los demás.
Él trata de no darle vueltas, porque Leon aún es muy pequeño, pero la pequeña incertidumbre orgullosa de la naturaleza de su hijo se hace presente en él por un tiempo. Leon, sin duda, iba a ser un alfa.
Me disculpo por algún error ortográfico. Gracias por leer, si es que esta historia algún día será leída. Igual seguiré actualizando. Amo a estos dos.
