Prólogo

La noche comenzaba a descender sobre aquél triste pueblo y poco a poco, las nubes oscurecían el poco brillo que emitían las estrellas, la gente comenzaba a desaparecer, pues se avecinaba una tormenta, ya no había ni una sombra entre las calles, excepto una, una mujer, quien llego a unas puertas, casi a las afueras de dicho pueblo, preocupada, pensativa, indecisa. Estaba a punto de tomar una decisión que dejaría una fuerte marca, pero para ella era lo mejor, le dolía el hecho de tener que dejarlo, pero más grande era el dolor de saber que no tenía la fuerza, ni las habilidades para poder salir adelante con él. A duras penas podía sobrevivir ella, le costaba trabajo, por más esfuerzos que hacía, permanecía días sin comer y no quería arrastrarlo a ese destino.

-Perdóname... tal vez algún día me odies por esto, me desprecies sin tener idea de quién soy ni donde estoy, pero quiero creer que también, cuando logres entenderlo, me darás las gracias y me perdonarás por ello, quiero que crezcas fuerte y tengas un gran futuro, que valga la pena tu llegada a este mundo, cuídate mucho...-

Las palabras desgarraban su garganta, sentía como si, al dejar la canasta, una parte de su corazón y su alma le fueran arrebatadas, como si, después de eso, dejara de ser ella misma y se convirtiera en un fantasma, en un ser sin razón de ser, el cual se aproximaba a perderse en la noche, posiblemente para encaminarse a otro camino, más allá del que puede verse.

En la canasta, se encontraba ahí, un pequeño rubio, de pocos días de nacido, una nota, escrita seguramente por alguien más, como un favor, puesto que ella ni si quiera tenía el conocimiento para poder hacerlo, no poder escribir sus últimas palabras a su hijo también la lastimó, pero ya había tomado su decisión, lo dejó en ese triste y oscuro orfanato, con esperanzas puestas y también con lágrimas que se perdían entre la lluvia y se desvanecían entre las huellas que iba dejando y a su vez se iban perdiendo, mientras las puertas de ese lugar se abrían para resguardar al bebé y darse cuenta de que en los al rededores no había nadie, solo un triste llanto, producido por el viento o quizás por alguien más.