1.
El día pasaba lento mediante avanzaba. Era un día caluroso y soleado a pesar de que en Nueva York el clima tendía a ser frío.
Viajé desde Londres por asuntos familiares. Asuntos de los que no me atrevía a hablar, pero ahora que me atrevo a escribir sobre ello no me importa si duele o no.
El abandono es algo muy común hoy en día, es un acto horroroso e insensible. Pueden abandonarte por carecer de tiempo, de dinero o de salud.
Pero mi padre me abandonó sin motivos. Lo hizo sin lágrimas en los ojos e incluso pude advertir una sonrisa en su rostro.
En cambio yo lloraba, no enfrente de él, pero lloraba. Era demasiado orgullosa como para llorar enfrente del hombre que había arruinado mi vida y la de mi madre. Sentía la necesidad de coger nuevamente el avión y plantarle cara, pero al final me percataba de que no valía la pena malgastar mi tiempo en alguien como él.
Era un maltratador sin sentimientos, y no me arrepentía de pensar así. Al echarnos de casa mamá y yo pasamos unos meses en casa de mi tía Judy, quien esperó a que recaudáramos el dinero suficiente para desaparecer de Londres sin dejar huella de nuestra presencia en la ciudad. Y todo eso para que el psicópata de mi padre nos dejara en paz.
Sinceramente, nos marchamos porque mamá no estaba en condiciones de ir a juicio, ya que recientemente le habían diagnosticado depresión y su terapeuta recomendó que hiciera borrón y cuenta nueva, por mucho que le costara dejar todo atrás. Yo estaba dispuesta a ayudarla en todo, sabía que contaba conmigo y que jamás iba a dejarla sola. Pero lo que más daño nos causó – Y digo causó porque yo también fui víctima de los trastornos de mi padre – es el hecho de haber sido maltratadas durante cinco largos años. No teníamos ningún tipo de ayuda por parte de mi familia paterna, en cambio la familia por parte de mi madre siempre intentaban sacarme de ese infierno.
Pero no me maltrató físicamente, al menos no a mí. Fue mi madre la que se llevó la peor parte, pues sufrió maltrato psicológico y físico. Quedó realmente destrozada.
A diferencia de mi madre yo intenté ser fuerte y no hundirme con todo lo que papá me decía, e incluso me enfrentaba a él ya que mamá no tenía las fuerzas necesarias para enfrentarlo y yo sabía que alguien debía ponerlo en su lugar.
Cinco años enfrentándome al psicópata de mi padre, que además de ser eso era, por desgracia para la sociedad, policía.
Honestamente, varias veces quise denunciar sus maltratos. Pero tenía miedo, miedo a que aquel acto empeorara las cosas y mamá y yo saliéramos malparadas por mi culpa.
Papá, cuando era víctima de sus trastornos, cometía locuras. Locuras de las que no se arrepentía en absoluto.
Recordé como murió uno de mis perros favoritos. Lo recordé con un amargo sabor de boca mientras abría la maleta y observaba la ropa pulcramente doblada.
Él lo mató; le disparó a traición, cogió su escopeta de caza, soltó a Hércules y se lo llevó consigo al bosque. Yo le seguí, salí del cortijo - porque para entonces vivíamos en uno – a escondidas y rápidamente me escondí tras un árbol tras divagar por el bosque al perderlos de vista.
Y ahí estaba, apuntando a Hércules con rabia. Recordé el miedo que me invadió al asumir que iba a matarlo. Iba a matar a mi perro favorito. Con lágrimas en los ojos me quedé completamente quieta, evitando respirar con agitación o mover cualquier músculo del cuerpo.
Y de repente disparó. Pam.
Instintivamente me volteé para ver el suceso, pero lo que vi solo me causó más dolor.
Hércules estaba tendido en el suelo, sangrando. Y papá lo agarraba por el pelaje para llevárselo. Aquella noche no regresé a casa, me quedé con tía Judy. Le expliqué cada detalle entre lágrimas, y ella me consoló entre sus brazos mientras maldecía a mi padre.
Todos esos recuerdos volvían a mi mente constantemente mientras colocaba la ropa en el armario con exagerada lentitud y precisión, metida de lleno en aquel suceso.
Hacía apenas un día que estábamos en Nueva York y los horarios eran tan diferentes a los de Londres que a veces me confundía y terminaba por frustrarme conmigo misma.
Mamá salió a hacer la compra de la semana, y por el momento estaba sola en el apartamento de alquiler que, con mi salario y el de mamá logramos adquirir.
No era un apartamento grande, más bien disponía de dos pequeñas habitaciones junto con un baño recién reformada, la cocina – que por cierto era bastante estrecha – y el comedor. En general todo estaba muy modernizado, sobretodo el comedor que destacaba el papel de pared blanco que envolvía y resaltaba la sala gracias al ventanal que daba la posibilidad de disfrutar de Central Park y los rascacielos que envolvían al parque.
Desde niña Estados Unidos me fascinaba, y ahora que me encontraba en una de las ciudades más famosas del país toda la fascinación se destensó formando una tranquilidad y comodidad que no me había esperado al instalarme.
No podía creer que el clima fuera tan bueno en Estados Unidos, como tampoco podía creer que después de todo lo que me había pasado un futuro me esperaba. Un futuro lejos de papá y sus trastornos.
Hacía apenas tres meses que cumplí los diecisiete años, pero según mamá y sus amigas aparentaba ser mucho más madura de lo que una chica de diecisiete años puede llegar a ser.
Aquella tarde me planteé ir a conocer las calles de Wall Street. En Londres se hablaba muy bien de allí, por lo que me entró curiosidad por conocerla a fondo.
En Londres tampoco tenía la libertad ni el tiempo suficiente para salir todas las tardes, así que aproveché que ahora disponía de ello para hacerlo.
Me acomodé la larga melena oscura detrás de las orejas y me analicé en el espejo de pared con una sonrisa.
Mi aspecto había mejorado en estos dos últimos meses. Mi rostro, ligeramente bronceado, mis ojos almendrados de un intenso color castaño oscuro reflejaban la ilusión y felicidad que sentía al estar a miles de kilómetros de papá.
Me miré una vez más en el espejo; estaba delgada, pero no era muy alta, aunque tampoco bajita. Siempre fui muy atlética por lo que poseía una gran elasticidad en mis piernas y brazos. Detuve mi mirada en mis labios; eran suaves y carnosos, besables, como decía mi madre.
Sin querer aguardar más, salí del apartamento comprobando que la puerta estuviera bien cerrada para evitar un posible robo y me encaminé hacia Wall Street.
No cogí un taxi, simplemente caminé durante media hora hasta alcanzar a ver la gran bolsa de Nueva York al otro lado de la acera.
Sonreí para mi misma, admirando la belleza clásica del largo paseo mientras me volteaba sobre mis talones para apreciar los altos e imperiosos rascacielos.
Me sentía importante, por una vez en mi vida me sentía libre e importante. No sabría explicar el por qué me sentía así, pero era un sentimiento tan grato y conmovedor que temía que las lágrimas cayeran por mi rostro.
