Toc, toc. Un par de golpes de nudillo reclamaron su atención. En aquel momento recogía el biberón de un cazo de acero inoxidable lleno de agua templada que se atemperaba en la hornilla, ya extinta. Sin expectativas, tomó el recipiente de plástico por las rugosas hendiduras y lo depositó sobre la encimera; entonces, salió de la cocina con un trapo en las manos, secándoselas con distracción, el cual, hacía un instante, pendía de uno de los ganchos insertos a su vez en la pared que escondía la puerta abierta. Antes de dirigirse hacia el recibidor, echó una mirada complaciente hacia el hombrecito que se hallaba sobre la alfombra central del comedor, despreocupado con sus juguetes. Una sonrisa plena de amor se perfiló en los labios satisfechos de su madre tras enfilar con ligereza hacia el insistente repicar de la madera. Toc, toc, de nuevo. Algún impaciente acechaba al otro lado de la madera.

No se molestó en observar a través de la mirilla, quizá porque la llamada del pequeño, que desde su pacífico entretenimiento insistía en la urgencia de su estómago, la distrajo por un instante en aquella acción cotidiana. Extendió su brazo hacia el picaporte, con la cabeza levemente girada, y declinó la muñeca mediante un seco movimiento que desencajó la puerta. Tiró del agarrador metálico mientras se dirigía a su pequeño:

—Voy ya —intentó complacerlo con ternura mientras se volvía hacia la puerta—. Sé paciente. Es imposible que tengas tanta ham... —al prestar atención al rostro que tenía delante, enmudeció.

Un hormigueo se expandió desde el centro de su estómago: se estaba mareando. Aquel malestar comenzó a recorrerle la espina hacia la cabeza atosigándola, inhabilitándola para pensar con claridad. Notó un incipiente vértigo y la inestabilidad en la planta de los pies, como si la torpeza la invadiera a la vez que la sangre se le escapaba del rostro, dejándola pálida y aturdida. Le flaqueaban las piernas y su atención menguaba. No encontraba enfoque en su percepción.

—Hola —inició una voz tentativa, aunque firme, desde el otro lado de las jambas.

Aquella música antaño conocida, de una profunda calidez, fue suficiente para que un vahído repentino conmoviera su fragilidad. Trémula, se sujetó débilmente al marco de madera, marcando con tensión la palidez de su mano, para mantener la estabilidad. No funcionó. De súbito su cuerpo perdió rigidez y se colapsó. Tras el abandono de su conciencia, a punto estuvo de golpearse violentamente contra el suelo, de no ser por los fuertes brazos que la sostuvieron por entre sus axilas, secundados éstos por un grito alarmado que clamaba su nombre. Todo oscureció para ella.

Aquellas extensiones masculinas la apresaron hacia la fortaleza humana que la sujetaba, procurando mantener su cuerpo desvanecido en suspensión. De inmediato la levantó en volandas tras pasar el brazo izquierdo por el extremo superior de su espalda y el derecho por debajo de sus rodillas. No dudó de su acción, así que, con la desfallecida esbeltez férreamente prieta contra su torso, se adentró en la estancia con premura, registrando el lugar con ojos desbocados.

—¡Kate! ¡Kate! —repitió exaltado. No hubo respuesta por parte de aquel rostro inánime.

Delante de él, al fondo, encontró el apoyo que buscaba: un viejo sofá desvencijado. El respaldo, más alto de lo normal, tapaba la visión del pequeño, quien había dejado abandonados sus juguetes al oír la urgencia desesperada del extraño que sujetaba a su madre en brazos. Miraba expectante toda la escena, sin pestañear. El hombre se apresuró a alcanzar la pieza de cuero marrón desteñido sin dejar de alternar su mirada entre el rostro desvanecido de ella y los escasos metros que restaban por delante, intentando no tropezar con ninguno de los objetos coloridos que salpicaban el suelo. Rodeó con rapidez el lateral del sofá, tendió el cuerpo inerte sobre el mismo y atrapó un cojín a tientas para colocar su cabeza encima, ligeramente inclinada. Ahora se encontraba de espaldas al pequeño, a quien ni siquiera había visto por la confusión del momento, y torció escasamente la cabeza hacia la derecha, sin apartar la vista de ella: buscaba algo con lo que imprimir aire fresco sobre su cara, y rápidamente halló una revista sobre una mesa baja que ondeó delante de ella para recobrarle el sentido.

—¡Kate! ¡Kate! Vamos, despierta —rogaba con apremio—. Por favor —y se maldijo a sí mismo, sintiéndose culpable por la situación—. Kate, ¿qué te pasa? —insistía mientras agitaba la revista, con su mano libre sosteniendo la que ella tenía reposando, inconsciente, sobre su vientre.

Tras unos angustiosos minutos sus párpados comenzaron a despegarse con lentitud, dando paso a unos perturbados ojos negros que conectaron confusamente con los avellana de quien la observaba con preocupación, cuyo magnetismo insistía con fuerza para devolverla a la vida. Después de un breve momento de silencio en el que ambos empezaron a reconocerse mutuamente, ella notó el sólido apretón en su mano derecha y dirigió por inercia la mirada hacia sus pies: al ver que él la agarraba con sus dedos de amanuense, Kate se soltó de manera abrupta. Como si se cerciorara de su peligrosa cercanía, se incorporó con pesadez, apoyando las palmas de sus manos en los huecos dejados a ambos lados de su cuerpo, tanteando la superficie de cuero desteñido con torpeza. Recobrada la visión horizontal, abandonó la posición indefensa tras ayudarse con el empuje de las piernas contra el cabezal opuesto del sofá y quedó semiincorporada. Entonces deslizó la mano derecha hacia su frente y restregó su sien con fruición, tratando de recordar qué demonios había pasado.