Disclaimer: Los personajes y la mayor parte de los escenarios pertenecen a su creador, Hiro Mashima. La trama descabellada y turbia a mí, para variar.
PD: Bueno, querido lector o lectora; que sepas que ante ti está el proyecto más complicado en el que me decidido embarcar, y con el que más tiempo he estado trabajando (veamos... medio año o así). Podría haber esperado más, la verdad, aún tengo algunos cabos sueltos. Pero ceo que como no empiece no lo haré nunca.
Así que sí, al menos servirá para obligarme a salir de mis encrucijadas y encontrar los puntos más importantes.
Pues... Lo que tienes ante ti no va a ser una historia muy bonita no. Es una especie de AU con el que quiero darle el respeto que merece a mis criaturas fantásticas preferidas: los vampiros. Y no os esperéis gente que brilla y que ama a los humanos y se enamora de ellos y blablabla NO.
Eso no quiere decir que no vaya a haber romance. Sólo que quizás no sea del tipo que uno se esperaría.
Por último, el rated es M (con todo lo que eso implica). El que avisa no es traidor eh. Que no os engañe este prólogo tranquilito *muajajajja*
Pues eso, ¡a leer!
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¿Te has enamorado alguna vez? ¿No es horrible? Te hace tan vulnerable. Abre tu pecho y abre tu corazón y significa que alguien puede entrar en ti y deshacerte.
Las benévolas, Neil Gaiman.
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Las manecillas de aquel reloj se movían con una parsimonia desalentadora, dejando tras de sí el quedo gruñido del tic tac. Tic tac. Tic tac.
Pero el tiempo no corría. Las horas no pasaban.
La chiquilla sintió una corriente de aire frío golpear su espalda y se estremeció, encogiéndose sobre sí misma. Frente a ella, la taza con el humeante líquido marrón la esperaba, la llamaba a acallar el miedo y los temblores, a sentir un agradable y cálido abrazo. Pero ella no se había movido un sólo ápice.
Sus ojos, brillantes y humedecidos, seguían el recorrido de las manecillas. Como si eso fuera lo más interesante. Como si fuera lo único que debía hacer.
La puerta se abrió de nuevo y la niña volvió a abrazarse; deseando con todas sus fuerzas que su cuerpo comenzara a mezclarse con la ajada tela del sillón. Rogando por desaparecer lejos. Por volver a donde se supone pertenecía.
Por despertar de aquella pesadilla.
Sintió como algo hundía el sillón a su derecha, ahogó un gemido. Una mano de alargados y finos dedos pálidos acarició su cabeza con cariño. Una cortina de cabello sedoso y rojizo se desparramó sobre ella. Olía a metal, a cuero usado, a sudor; sin embargo parecía que había usado el mejor de los perfumes, que nunca había olido nada parecido. Inspiró, su corazón deceleró un poco.
—Ya estás a salvo —susurró una voz asombrosamente cálida sobre su oído—. Nadie te hará daño aquí... Lucy.
La niña pegó un respingo, asustada. Pero cuando miró a los ojos de aquella mujer, sólo pudo sentir como su cuerpo se relajaba, como sus dedos se entumecían y sus párpados pesaban.
Sólo con mirar a aquella cascada de fuego que encerraba una cara de angulosas facciones. Sólo con mirarla a los ojos, inyectados con el carmesí de la sangre.
Lucy boqueó, tambaleándose. Las mismas manos que la habían acariciado la cogieron ahora, impidiendo que se cayera. Conforme la vista de la pequeña se nublaba, y las formas se distorsionaban, sintió un palpitante calor en el pecho. Suspiró, generando una última voluta de vaho.
—Ne obliviscaris, fili mi. Nullam metus —siseó, deslizando uno de sus rubios mechones hasta detrás de la pequeña oreja.
Sin poder remediarlo, una solitaria lágrima marcó un surco rojizo a través de su mejilla. Ahogó un hipido, acercando aún más así el cuerpo de la niña.
El reloj continuó marcando los lentos tic tac en aquellas cuatro paredes. El tiempo seguía corriendo, impertérrito.
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Sus pasos apenas retumbaban sobre la lisa piedra del suelo; los ventanales, ahogados por espesas cortinas de fieltro azul, no dejaban pasar ni un solo rayo de luz solar. Afuera era de día, pero dentro la única luz corría a cargo de las lámparas de aceite que coronaban las paredes. La llama ondulaba sobre sí misma, extendiendo un fino hilillo de humo opaco.
Los zapatos, de sencillo color marrón, se detuvieron frente a uno de los cortinones. Unos avispados ojos color avellana miraron a todos los lados. Sonrió, excitada, y corrió tan sólo unos centímetros de la pesada tela.
La luz arremetió, furiosa sobre ella, cegándola. Parpadeó, frotándose los ojos, y abrió un poco más. Al otro lado se levantaba con timidez la ciudad de Magnolia. Ristras de pequeñas casitas convergían hacia el mismo lugar, la plaza principal, desde donde se erigía la imponente catedral de piedra blanca.
Su sonrisa se ensanchó, dio un paso más. El vaho de su respiración pronto empañó los cristales, pero poco parecía importarle. El cristal le tendió un beso helado cuando posó una de sus mejillas sobre él. Pero no era suficiente. No lo era.
Con movimientos trémulos, alargó las manos hacia los postigos. Una fina capa de polvo los cubría, pero eso no la detuvo. Tiró una primera vez, recitante. La madera crujió ante su esfuerzo.
Sintió como los latidos de su corazón ascendían por su garganta. Tragó y volvió a tirar.
—¿Qué se supone que haces?
El grito reverberó a través de largo pasillo, las llamas ondearon un poco. Sus intentos por mover las pesadas cortinas fueron infructuosos.
Habría jurado que el corazón quería salírsele por la boca. Se abrazó el pecho. Un dolor frío le pellizcaba las sienes. Inspiró.
—¿Es que quieres matarme? —susurró entre resoplidos.
Frente a ella, una mata de pelo negro como el carbón temblaba. Las carcajadas escapaban de sus labios con chispeantes espasmos.
—Deja ya de reírte —bufó, cruzándose de brazos—. No tiene gracia.
Se irguió, luchando porque su voz no sonara entrecortada. Suspiró y la miró.
—Jo, Lucy, es que tu cara... Tu cara...
Y allí estaba otra vez. El pequeño esta vez se tuvo que encorvar para no partirse en dos.
—Ya, ja, sí. Muy bueno, Gray —murmuró, dándose la vuelta para dejar la cortina como estaba. Los rayos de luz se apagaron. Parpadeó, ahora era incluso más oscuro que antes.
—No sabía que tenías tantas ganas de ver luz —concedió el niño. Lucy no respondió—. Podías habérselo dicho a ella.
Pero no podía, hasta Gray lo sabía. Que las ventanas permanecieran cerradas era una de las muchas normas que regían su día a día.
—Es que hoy lo necesito.
Gray sonrió, acariciando el cabello de Lucy. Ella se giró, sorprendida. El carmín cubría sus mejillas. Él apartó la mano al instante, dándole la espalda para ocultar su rubor.
—Ejem, como sea —balbuceó—. Menos mal que te he descubierto yo...
—Gray...
Su voz sonó suplicante, desesperada.
—Porque te habrían castigado sin postre, y justo hoy tenemos tarta de fresas, idiota.
—Gray.
—¿Qué? —increpó, molesto. Mas cuando se hubo girado la ira se esfumó con el humo. Pues el miedo que empañaba los ojos de Lucy era denso, muy denso—. ¿Lucy...?
—Hoy he vuelto a soñarlo —informó en un hilo de voz—. He vuelto a verla.
Gray no pudo articular sonido, no encontró qué decir. Lucy alzó la vista hacia él. Tragó.
—Has... Has vuelto a verla. Pero eso no es extraño, ¿no? A veces yo también sueño con mi padre.
—Pero esta vez no sólo éramos ella y yo, Gray —dijo, acercándose a él. Se puso de cuclillas para poder susurrarle al oído—. Había alguien más, alguien de mi edad.
—¿Como... un hermano?
Lucy asintió.
—Pero Gray, yo no recuerdo a ningún hermano...
Antes de que él pudiera hacerle más preguntas, una sombra surgió de el pasillo. No había generado sonido alguno al acercarse, pero ni Gray ni Lucy parecían sorprendidos por ello.
La figura, envuelta en una sencilla túnico de color negro, detuvo su paso cuando los vio. La luz de las antorchas apenas la iluminaba, alcanzando a sacar algún brillo grisáceo en su piel.
—Niños, siento interrumpir vuestro juego —afirmó, con tono sereno—. Pero necesito que vengáis conmigo. Ahora.
Gray y Lucy se miraron, pero acabaron asintiendo entre miradas recelosas.
Eso sirvió para que la figura diera un paso adelante, desvelando a la luz que se trataba de una mujer de alta estatura. Su rostro, asombrosamente bello, pareció aportar un tinte más amable ahora que estaba iluminada. Sin embargo aquellos ojos, esas gemas de color rojo sangre, centelleaban con urgencia.
—Lo siento, sólo os retendré por unos instantes, ¿vale? —concedió, sonriendo.
Cuando volvió a girarse, una larga melena de pelo fino como la seda, onduló en el aire. El negro del lazo que lo encerraba en una coleta baja resaltaba aún más con los mechones. Rojos, como una manzana madura. Como los labios carnosos de una doncella
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Pese a que no había luz natural en ningún rincón del edificio, y que jamás se dejaba una ventana abierta, tampoco se podía decir que hiciera frío. Enormes chimeneas de leña calentaban a destajo con sus chisporroteantes sonidos; y como todo estaba cerrado, el calor permanecía.
Sin embargo, Lucy no podía evitar sentir un escalofrío cuando estaba ella cerca. Como si no fuera más que un bloque de hielo, el calor parecía que nunca calentaba su piel ni un sólo ápice. Cuando le tocaba, era como si un espíritu gélido amenazara con congelarla.
Muchas veces se peguntó si a lo mejor estaría enferma; que tendría algún tipo de condición especial que le impedía estar afuera de día, que le impedía sentir calor.
Pero ella jamás tiritaba. Jamás se estremecía o enfermaba.
En verano vestía ropas de gran grosor sin sudar. En invierno a veces vestía camisones de fina tela, a veces caminaba descalza. Sin cambiar, sin sentir.
Lucy observó su espalda, firme y delicada. Sus pasos de pluma, que nunca generaban sonido alguno. El bello danzar de sus cabellos escarlata.
Entonces sintió como su mano era apresada en un cálido apretón. No le hizo falta girarse para saber que era Gray.
—¿Crees que será por lo de...? —susurró.
Pero Lucy negó, llevándose el dedo índice a los labios. Miró de nuevo al frente, sin dejar de observarla. Sabía que tenía un buen oído.
Entonces se detuvieron. Frente a ellos, una enorme puerta de madera negra estaba entreabierta, despidiendo un finísimo hilo de luz.
La mujer la abrió sin mucho esfuerzo, dejando que entraran primero. Dentro, había una modesta salita; con dos sillones dobles y una mesa camilla. En la pared de en frente, la enorme chimenea arrojaba sombras de color bermellón.
—Sentaos.
Los dos niños ocuparon el mismo sillón, dejando el otro para que se sentara ella.
—Tengo que pediros un favor —afirmó. En su rostro había determinación, aunque sus ojos danzaban, preocupados—. A los dos, aunque sobre todo a ti, Lucy.
La aludida tragó.
—Si es... Si es por lo de la ventana juro no hacerlo más —murmuró Lucy, sintiendo el pudor arder en sus mejillas—. De verdad que lo juro.
La mujer parpadeó, sorprendida.
—¿Qué dices de...? —increpó, pero su voz quedó acallada cuando la puerta se abrió de golpe, y un hombre de gran complexión atravesó la entrada con agresividad. La capa que cubría su cuerpo y parte de la cara estaba muy ajada, y tenía manchas de barro rojizo por muchas partes.
—¡Gildarts! —exclamó, poniéndose en pie.
El sujeto se quitó la capucha, revelando un rostro de duras facciones, con una enorme cicatriz rosácea atravesándole toda la parte izquierda.
—Erza... No he tenido más remedio. Lo siento —murmuró, bajando la cabeza.
Fue entonces cuando reveló un bulto escondido bajo los pliegues de la capa. Un cuerpo menudo dormitaba inconsciente entre gemidos delirantes. El cabello, de un azul oscurecido por el barro, se le pegaba a la cara. Del costado izquierdo corría un reguero de pastosa sangre.
—Por amor del cielo, ¿qué ha pasado?
—Comenzaban a sospechar. He tenido que actuar antes de lo previsto.
Depositaron el cuerpo en el suelo, la niña se revolvió ante el movimiento.
Lucy ahogó un grito, tapándose la boca con las manos. Fue entonces cuando ambos adultos recordaron su presencia.
—Marchaos —apremió, levantándose para empujarlos hacia la salida—. Luego me reuniré con vosotros.
La puerta se volvió a cerrar tras de ellos. Gray sacudió la cabeza, como si acabara de despertarse de un sueño extraño.
—¿Qué demonios...?
Pero Lucy no le escuchaba; se llevó la mano al hombro, donde Erza la había cogido para empujarla, y llevó los dedos ante sus ojos. Una sustancia pegajosa los había tintado de rojo. Gray palideció.
A su espalda, nuevos gritos adoloridos comenzaron a surgir de aquella habitación.
