Nuevamente nos leemos, chicos! :D he venido más pronto de lo que pensé.

La cosa estará así: Cada sábado subiré un capítulo. Serán 4 al mes, espero en Dios para Abril o Mayo terminarla, darme un descanso y en Julio o Agosto subir la siguiente que ya está que quiere salirse de mi mente xD jajaja... igual buscaré hacer traducciones, me ha servido mucho Intimidad, he reforzado bastante éste idioma, así que, si desean que traduzca alguna díganme, yo encantada de la vida! :D

Eso sí, hablen misa de mí si quieren pero me voy a poner exigente en cuanto a lo siguiente: Para el transcurso de la semana quiero ver como mínimo 6 reviews. ¿Por qué? Porque considero que la historia los vale :) y no necesariamente tienen que ser buenos o "positivos", díganme TODO, lo que no les gusta, los errores que cometo, si de plano creen que es una basura y debo quitarla de aquí... TODO, ¿de acuerdo? Así que, si quieren capítulo cada semana, ya saben, quiero ver reviews en mi mail! No me voy a enojar ni sentir mal con lo que me pongan, en serio, cada opinión es súper valiosa para mí :D

Sé que ésta pareja no tiene muchos seguidores, pero igual quería tratar algo nuevo y espero sea de su agrado. Está hecha a base de POV (puntos de vista) de cada personaje, ya ustedes se darán cuenta de cómo las cosas se irán conectando.

Si tienen curiosidad de saber por qué se me ocurrió, ya saben... en un review me preguntan y con gusto les respondo... :)

Advertencias: Es TOTALMENTE UNIVERSO ALTERNO hay personajes que he metido ahí que ni siquiera existen en Digimon y la trama igual, para nada me apego a la personalidad de los caracteres. Los fines con que ha sido creada son para entretenimiento nada más. Ésta no es una historia de amor.

Pues creo que es todo, sin más qué decir... disfŕutenla! :D


Prólogo

"Para una mente bien preparada la muerte es solo la siguiente gran aventura."

Albus Dumbledore

Susumo

Cáncer de páncreas.

Tres simples palabras que marcaron el principio del fin de mi vida.

¿Cómo fue posible? ¿Estaría pagando algún mal del pasado? Ja. Por supuesto que no. Jamás había creído en eso, no tendría por qué ser así.

Dios, dolía tanto. Y no hablo de lo físico sino de lo emocional. Y es que al pensar que en cualquier momento podría dejar éste mundo y una familia a la que apenas me estaba dando el tiempo de disfrutar me dolía tanto.

Mis niños... ¿qué sería de ellos? ¿Los veré crecer, casarse y hacer su vida? Ojalá y así fuera.

Gracias a Dios, elegí un excelente hombre a mi lado. Mi marido, Yuuko, ha sido la bendición más placentera que he podido disfrutar en vida.

No sólo es mi mejor amigo, es mi consejero, mi ayuda, mi soporte, mi consuelo, mi amante... oh no, no puedo quebrarme ahora. No aquí.

Me parece muy curioso, a pesar de que sé que en cualquier momento puedo marcharme, no tengo miedo. Cuánta gente he visto en el hospital aterrada con tan sólo escuchar la palabra muerte. Y yo no. Quizás es que sé que es natural, es un proceso normal.

Después de todo, mi abuela siempre dijo que nada tenemos seguro en la vida mas que la muerte.

Estaba preparada, lista para partir con Dios, graduarme de ésta escuela informal de tiempo completo llamada: vida.

Escuché un ruido.

-¿Quién anda ahí?

Una risita se dejó oír. Eran mis angelitos. Tai y Kari.

-¿Niños? ¿Son ustedes?

La puerta azotó de golpe al abrirse. Vi a mis criaturas entrar. Jamás olvidaría éste momento. Mis pequeños traían puestas sus pijamas; con una pluma negra se habían dibujado unas líneas que partían de la comisura de sus labios a sus mejillas, supuse eran bigotes. Llevaban la nariz pintada de rojo y una diadema con orejas de Mickey Mouse que mi esposo les compró cuando fuimos a Disney. Me quedé contemplándolos, ahí en mi cama, empezaron a hacer, o mejor dicho, intentaron hacer una obra de teatro. Tai cometió mil errores y por cada uno mi pequeña sólo volteaba los ojos y se molestaba.

Me reí tanto. Nunca me hubiera imaginado que mis nenes fueran capaces de hacer algo así por mí. Los adoraba.

-¿Te gustó, mami?- preguntó mi pequeña, ambos quedaron de pie al final de la cama. Sonreí, ¿que si me gustó?

-Me ha encantado.

-La enana y yo queríamos que te sintieras mejor.- dijo Tai, Kari le dio un codazo en el estómago.- ¡Oye!

-¡No soy enana! Lo que pasa es que tú eres un gigante.

Tai le enseñó la lengua. Y yo simplemente me maravillé con ellos, disfruté aquella escena pues no estaba segura de si sería la última vez a su lado.

-Niños.- ambos voltearon a mi llamado.- Vengan.- con mi mano indiqué que podían subirse a la cama.

Tai se acomodó a mi lado derecho y Kari al izquierdo. Se acurrucaron bajo mis brazos. Empecé a acariciarles el cabello.

-¿Les he contado la historia de Rapunzel?- ambos negaron con la cabeza.- Bien, erase una vez...

Nunca había sido muy buena narrando historias. Improvisé algunas cosas, pues no recordaba bien el cuento. Tai ni siquiera llegó a la parte en la que hablé del príncipe cuando ya se había quedado dormido. Era mi angelito, idéntico a su padre.

Suspiré, recordando el momento en que me enteré que estaba embarazada. Jamás había sentido tanta dicha.

Mi pequeña se quedó atenta escuchando hasta que terminé la historia. Luego hubo un silencio. Un cómodo y perfecto momento. Sólo escuchábamos nuestra respiración, su cuerpecito se pegaba al mío y sus manitas se aferraban a mi cintura.

Era mi niña, mi princesa.

Tomando valor de sólo Dios sabe dónde decidí que era momento de decirle la verdad. Prepararla para algo que era inevitable.

-Kari.

-¿Si?- levantó la cabeza, moví mi brazo para que pudiera sentarse y hablarle de frente.

-Cariño, hay algo que quiero decirte.- sus preciosos ojos color almendra brillaban bajo la tenue luz de mi lámpara nocturna.

-¿Ajá?

-Mi amor...- sentí mi voz quebrarse. No. Tenía que ser fuerte. Debía serlo. Por ella. Me aclaré la garganta y desistí de aquellos sentimientos de tristeza que me empezaban a embargar por dentro.- Quizás dentro de poco tiempo me iré de aquí.

-¿A dónde?- preguntó inocente.

-Con Dios.

-¿Dios?- puso el mismo gesto de incredulidad que yo hacía al no comprender algo. Era tan idéntica a mí y a la vez tan única.

-Sí. Él es bueno. Vive en el cielo y siempre, siempre está cuidando de nosotros porque nos ama.- se quedó quieta, procesando la información.- Princesa tú...- tomé aire.- Tú sabes que estoy enferma, ¿verdad?- asintió.- Tal vez dentro de poco tiempo tendré que marcharme, bebé.

-¿Puedo ir contigo? ¡Por favor, mami! No quiero quedarme aquí, quiero conocer a Dios también.- sonreí. Me era tan difícil poder seguir hablando sin llorar. Le acaricié el cabello. Su suave y sedoso cabello castaño.

¿Cómo le diría a mi niña de ocho años que ya no volvería a verme? ¿Cómo!

-Mami, por favor, quédate. ¿Es porque no me como el brócoli? Si es eso te prometo que seré buena y me lo comeré todo.

-No cariño. No es por el brócoli. Hay algo que quiero pedirte, ¿podrías hacerle a mami un favor?

-Sí.- bajó la cabeza. Levanté su rostro con mi mano y le acaricié la mejilla.

-Quiero que me prometas una cosa. Si llego a faltar, a irme, si...- y sin poder evitarlo dos lágrimas escurrieron por mi cara.- Si me voy con Dios, quiero que me prometas que serás buena, obedecerás a tu padre en todo, siempre te portarás bien y le echarás muchas ganas a la escuela. También quiero que te encargues de cuidar de Tai y de papi.

-Pero tú vas a regresar, ¿verdad?- sin poder ya hablar, sólo negué con la cabeza. Hubo un largo momento en silencio donde sólo nos veíamos. Los ojos de mi pequeña se habían puesto rojos. No quería hacerla llorar, no quería verla llorar...

-Pero nos volveremos a ver.- dije, un poco más tranquila. Sus orbes marrones se abrieron de emoción.- Cuando tú seas mayor y tu cabello se ponga blanco como el de la abuela, le diré a Dios que te llame y nos veremos de nuevo, ¿está bien?

-¿Tú vas a estar bien?- preguntó curiosa.

-Claro que sí, mi amor. Sólo iré a otro... a otro mundo.

-¿Como a Disneylandia? ¡Ese es mi mundo favorito!- me reí, pasando el sentimiento amargo con ello.

-Sí, pequeña. Iré a un mundo como el de Disney. Pero tú... ¿podrás prometerme lo que te pedí?- sonrió, luego echó sus brazos a mi cuerpo y se acurrucó en mi abdomen respirando profundamente.

-Sí, mami. Te lo prometo.


Kari

El reloj no dejaba de sonar. Su tic-toc empezaba a ponerme nerviosa, creí que me daría un ataque o algo. Sentía como si todo se moviera en cámara lenta, quería salir corriendo, odiaba tanto aquél momento. Sabía que odiar es una palabra muy fuerte, que el usarla daba a entender que mi corazón estaba podrido por no tener felicidad pero no me importaba; en verdad detestaba aquellos encerrados cuartos, llenos de miseria y compasión; no sabía si eran las paredes opacas, las cortinas oscuras, los sillones más duros que las rocas o el hecho de ver a tanta gente, que en un momento me hizo reír, llorando. En mi corto tiempo de vida había ido a unos tres funerales, sólo en uno, el de la abuela, era en el que había perdido la postura. Los otros eran de amigos de mis padres.

Siempre puse objeción cuando me pedían que fuera. Me incomodaba mucho tener que sentarme a esperar a mi familia a que diera el pésame a tanta gente y sentir una mirada lastimera de las personas al verme cuando pasaban a mi lado. Como si fuera yo la afectada. No me gustaba tanta formalidad dentro de aquellos eventos, mi mente no alcanzaba a entender por qué debería ir arreglada a un funeral o por qué las personas lo hacían si terminaban, algunas, tiradas en el piso llorando, ¿no era más fácil afrontar aquello con ropa cómoda? Los adultos son muy extraños, ya no tenía duda de eso. Y si hay algo que quiera evitar, más que el tener que comer mi brócoli en la cena, es el asistir a un funeral.

Ver a mis tíos y primos con sus caras demacradas y los ojos hinchados, oler ese apestoso aroma que causaban las flores en las coronas, escuchar el deprimente sermón sobre la vida. No, jamás volvería a ir a un evento así, sin importar si se tratase de un ser muy cercano y querido por mí. ¿Qué caso tenía? Él ya no se enteraría si mi presencia estuvo ausente. Además, papá siempre me decía que lo más indicado es recordar a la persona, ahora muerta, tal y como fue en vida.

Vi a mi tía Rose, parada junto a esa caja de madera a la que no me había atrevido a mirar. Traía ese horrible traje de pana en color negro que ella juraba la hacía ver delgada, pero no era así. De hecho ya nada de lo que hiciera para verse flaca le ayudaba. Mi tía Ana se había empeñado en convencerla de que fuera a un gimnasio o se pusiera a dieta, pero ella, con su tono de voz tan arrogante como de costumbre, afirmaba que esas cosas eran innecesarias y de nada servía torturarse de esa manera. Papá me decía que la actitud que estaba tomando era de evasión, quería resultados pero no estaba dispuesta a pagar el precio para obtenerlos.

Ahora se encontraba ahí, llorando sin consuelo. Mientras yo permanecía de pie junto a un sofá pequeño en donde papi descansaba. Noté que la gente me miraba pero no sabía si era por pena, preocupación o alegría. Apenas sus ojos me encontraban dibujaban sonrisas a las que yo no podía corresponder.

-Pobre pequeña...- decían algunos.- Se ha quedado sola...

¿Sola? No entendía qué rayos intentaban señalar, ¿acaso no veían que tenía a Tai, papá y Dolores, mi nana, conmigo? Y entonces ahí aclaré que a mayor edad, mayor idiotez se posee.

Sentí que jalaron mi vestido, me voltee curiosamente y hallé el rostro bañado en lágrimas de mi prima Sora. Tenías las mejillas coloradas, sus rojos cabellos se le pegaban a la frente y por todo el rostro cubriendo casi por completo su ojo derecho. Apenas soltó la tela negra de mi prenda se llevó ambas manos al pecho uniéndolas y jugueteando con sus pulgares, me miraba con tristeza y cariño.

Sora era de la edad del cabezota que tengo por hermano, me llevaba 5 años. Habíamos crecido juntas. No sabía quién era su papá, cuando fui suficientemente mayor mamá me pidió que nunca le preguntara por él que no era algo de mi incumbencia y ella estaba mejor así. Su mamá, mi tía Grettel, era costurera. Diseñó muchos de mis vestidos y era quien le hacía toda la ropa a mi prima. Las dos pasaban mucho tiempo en casa.

Sora era como mi hermana. Durante todas las vacaciones se iba con nosotros y papá siempre la invitaba a nuestros viajes, mientras la tía Grettel se quedaba cuidando la casa junto con Dolores.

Fue ella, mi hermana mayor, quien me enseñó a desenredarme el cabello, a abrocharme las agujetas y a jugar escondidas para ganarle a Tai.

-Kari... ¿estás bien?- su áspera voz apenas y pudo salir de la boca. ¿Por qué lloraba tanto? Quizás yo era un monstruo por no hacerlo.

-Sí.- acerté a responder. Pude notar que tragó saliva y asintió, agachó la mirada y empezó a sollozar.- No llores, Sora. En verdad estoy bien.- sonreí.

-¡Ay Kari!- me echó sus brazos encima apretándome contra el pecho que casi podía sentir convulsionando por el llanto. Y entonces, como si una venda me fuese arrancada, entendí la situación. Un nudo se formó en mi garganta y pronto las comisuras de mis ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Un hueco en el estómago me dio un golpe tan fuerte, que si no fuera por los brazos de mi prima, habría caído al piso retorciéndome de dolor.

Por un momento pensé en lo egoísta que estaba siendo. Aquél no era un simple funeral. Se trataba del funeral de mi madre, ¡mi madre! Mi mejor amiga...

Aunque fui advertida de que esto pasaría en cualquier momento y durante un mes entero mi padre no dejó de repetirme que me preparara, evitar sentir mi corazón achicado, un nudo en la garganta y un hueco en el estómago, me fue imposible.

Todo esto empezó hace un par de meses cuando, durante una cena, ella se quejó de un fuerte dolor en su pancita. Recuerdo que papá la llevó al hospital esa noche y se quedó ahí, mientras Dolores cuidó de mi hermano y de mí. A los dos días mamá regresó a casa, venía en una silla de ruedas y el doctor le había dado montones de pastillas que tenía que tragar. Cuando lo hacía me causaba mucha risa los gestos de desagrado que ponía.

Mami no volvió al trabajo luego de esa noche, todo lo hacía desde la casa, incluso si no me equivoco, sólo se levantaba para comer e ir al baño.

Una noche antes de que volviera al hospital papá se fue de viaje. Tai y yo nos dispusimos a hacerla reír y le preparamos un show comiquísimo en el que imitábamos a unos ratoncitos que salían en la televisión, eran nuestras caricaturas favoritas, Pinky & Cerebro. Mamá, acostada en su cama, reía y nos aplaudía mientras él y yo actuábamos. Tengo que decir que todo fue un desastre porque al cabezota de mi hermano se le olvidó lo que debía hacer, pero no podía culparlo sólo ensayamos una vez. Aún con todo mamá se divirtió mucho y nos permitió pasar la noche junto a ella.

Nos contó una historia muy mona, sobre una princesa que vivía atrapada en una torre esperando a que un príncipe azul llegara a rescatarla, no sin antes matar al dragón guardián de aquél lugar. Como siempre, Tai se quedó dormido apenas la historia comenzaba, recuerdo que mamá sonrió al verlo, a un costado de ella, boca abajo tirando baba. Yo por mi parte, estaba del otro lado, uno de sus brazos me rodeaba, fue la última vez en que pude sentir su calor, su abrazo...

Esa noche fue cuando por primera vez la escuché hablarme de un tal Dios, me dijo que quizás tendría que irse con Él y que yo debía quedarme a cuidar de papá y de Tai. Que debía ser buena y obedecerlos en todo. Renegué en un principio, no quería que se fuera, ¡era mi mami! No podía tenerla lejos... o eso creía. Pero ella dulcemente me aseguró que estaría muy bien, que se marcharía a otro mundo y que algún día, cuando yo me hiciera abuelita me tocaría ir allá y nos volveríamos a ver.

Jamás, jamás podré olvidar ese momento, era tan linda. Tenía su cabello muy bien cuidado, adoraba que me dejara peinarla, sólo para poder tocar sus rizos color chocolate que caían en la espalda. Su piel era muy suavecita, tan blanca como la mía y sus ojos... sus preciosos ojos color esmeralda. Siempre que tenía oportunidad, le reprochaba que no me los hubiera pegado. Porque eso decía ella, que los genes, cosa de la que desconocía el significado, se pegaban. Por ejemplo, Tai tenía la piel morena como papá y las manos grandes. Pero no sé de dónde sacó lo tonto. Yo tenía los ojos de mami y el cabello igual de castaño, excepto que el mío estaba tan lacio que no podía si quiera ponerme un broche porque se caía.

Esa noche dormí junto a ella, junto a su calor, escuchando su respiración y su palpitar. Era la cosa más maravillosa que podía sentir. Un momento junto a mamá.

Al día siguiente mi tía Ana la llevó al hospital, papá regresó de inmediato de su viaje y yo, como siempre, me quedé con Dolores y Tai en casa.

Jamás volví a ver a mi mami con vida. Pasaron días... pasó un mes y ella no volvió a casa. Papá me traía regalos cada noche y teníamos la misma charla que tuve con ella, en la que me decía que si no regresaba, es porque estaría con Dios, pero que Él es bueno y así como cuidaba de mí, lo haría de ella, sólo que en otro lugar.

No entendía nada de lo que pasaba, yo sólo quería verla, quería abrazarla... a mis ocho años, ¿qué esperan que entendiera?

Ahora aquí estaba bajo un frío cristal. Acostada en lo que parecía la tumba de un vampiro, una apestosa caja de madera, que brillaba mucho.

Sora se separó de mí y ambas nos tranquilizamos. Me tomo de la mano para acercarme a aquella caja... y entonces la vi, nuevamente. Estaba preciosa, llevaba puesto su traje favorito: un conjunto de pantalón y saco color rosa y una blusa blanca de botones. Su cabello estaba bien arreglado y caía de sus hombros en unos perfectos rizos. Casi no llevaba maquillaje, como de costumbre. Ella siempre me dijo que una mujer es aún más hermosa al natural.

Este momento se trataba de ella, era su funeral, y yo pensando en lo desagradable de todo. Me golpee la cabeza para castigarme por mi actitud, no digna de una Yagami.

-Kari.- me voltee apenas escuché la voz de mi padre.- ¿Estás bien, cariño?- asentí.- Ven acá.

Él seguía sentado en el sofá, frente al ataúd. Con torpes pasos me acerqué hacia allá olvidándome por completo de mi prima. De inmediato me sentó sobre su pierna y me rodeó en un fuerte abrazo.

-Mamá va a despertar, ¿verdad?- se apartó un poco de mí, tenía los ojos cristalinos. Me sonrió débilmente.

-No cariño. Mami no va a despertar.- sentí mi corazón acelerarse y el nudo en mi garganta oprimiéndome.- Pero te prometo que la volveremos a ver algún día, y de nuevo, Tai, tú y yo estaremos reunidos con ella.- asentí. Tragué saliva en un estúpido intento de pasar ese nudo.

-La voy a extrañar...- susurré.

-Lo sé, lo sé.

En ese momento vi al tío Joseph acercarse y susurrarle algo a mi padre al oído, a lo que él asintió.

-Kari, ¿puedo pedirte un favor?

-Sí.

-¿Podrías tocar algo para mami... en el piano?- mis ojos se abrieron, ¿qué cosa quería que hiciera? ¿Tocar frente a toda esa gente? Estaba loco, él sabía lo que me pasaba cuando tocaba y me veían, me ponía muy nerviosa y terminaba vomitando o desmayándome. Aunque esto era diferente... era para ella. Tras mirar sus ojos suplicantes durante unos segundos, accedí a hacerlo.

Me puse de pie y desarrugué un poco mi vestido. Me acomodé la diadema y suspiré. O era muy tonta o muy valiente para hacer aquello. Sabía que terminaría mal, pero qué más daba, todo era para ver feliz a papi y hacer sentir orgullosa a mami.

Me acerqué hacia el piano, uno muy bonito en color negro, estaba a un lado del ataúd. Escuché al tío Joseph pedirle a la gente que se acercara para despedir el cuerpo. No tenía idea de lo que eso implicaba pero no importaba. Quise tocar mi canción favorita, Claire de lune. Pero recordé que a mamá no le gustaba, la hacía sentir triste. Entonces pensé en una canción que a ella le encantaba y siempre, cada navidad desde que aprendí a tocar me pedía hacerlo: River flows in you.

Levanté la tapa que cubría las teclas y me troné los dedos. Sentí a papá darme una palmadita en el hombro y luego retroceder un poco. Empecé a tocar, mirando de vez en cuando a mamá a través del cristal. Sintiendo como si estuviera a mi lado sonriendo y halagándome por hacerlo bien. No sé en qué parte de la canción empecé a llorar, pero al terminar tenía el rostro bañado en lágrimas y lo sentía arder. Recuerdo que todos, incluyendo Tai, empezaron a aplaudir al terminar. Bruscamente me levanté y corrí hacia mi padre, quien me cargó y me abrazó con sus todas fuerzas. Hundí mi rostro entre su hombro y su cuello, sintiendo únicamente que el fastidioso nudo de mi garganta desaparecía.

Era mi mami, mi mejor amiga, mi maestra, mi protectora. Todo. ¿Cómo iba a sobrevivir sin ella? ¿Cuánto tiempo tardaría en reunirme de nuevo y ver sus preciosos ojos? ¡Qué injusto! Arrancarle el cariño maternal a una niña debía ser un crimen castigado. Por un momento medité en mis pensamientos, ¿castigar a quién? ¿Al cáncer? Me sentí patética al reconsiderar la causa de mi enfado. Pero me era imposible... lo único que más deseaba era verla levantarse e irnos todos a casa.

Sentí que papá empezó a caminar y levanté la cabeza. La gente se dirigía afuera de ese lugar hacia donde estaban los otros sillones. Dos muchachos entraron a paso rápido y cargaron el ataúd, cada uno de un extremo. Lo sacaron de ahí, papá iba tras ellos. Al llegar a la puerta le pedí que me bajara, Tai llegó a mi lado y me dio a Cachi, mi borreguita de peluche, regalo de mi mamá cuando nací.

La acomodé bajo un brazo y con el otro tomé la mano de papi. Mi familia y amigos salieron del lugar, vi cómo metían a mami dentro de una camioneta negra.

Hubo una desesperación dentro de mí, quería correr y gritarles que la dejaran en paz, quería sacarla de esa caja y abrazarla nuevamente, verla abrir sus ojitos y sonreírme.

Tragué saliva sintiendo el nudo formarse de nuevo en mi garganta. Y entonces, como si Dios hubiera escuchado mis pensamientos, me envió un ángel, uno muy, muy lindo. Era alto, de cabello rubio alborotado, tenía la piel muy blanca como yo pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, sus grandes y perfectos ojos color azul cielo que me miraban fijamente.

Le sonreí a mi ángel, no pude hacer más que eso. Y dentro de mí, no hice más que agradecerle a Dios el haberlo puesto en ese momento, en mi camino, porque el verlo deshizo ese horrible nudo y se llevó esa fea sensación de tristeza y soledad que mami estaba dejando.

Me sorprendí al ver que él de inmediato me sonreía, tenía sus dientes tan blancos, se le hacían oyuelos en los pómulos.

Sin duda alguna mi ángel me rescató esa noche.


Matt

Era una tormentosa noche de noviembre. La lluvia no había cesado desde hacía dos días.

Todas las calles de Tokio, por increíble que pareciera, estaban casi vacías. Los restaurantes, cines, tiendas de ropa y abarrotes estaban cerrados.

Caminaba deprisa, sintiendo mi ropa pesada por el agua. Estaba todo empapado pero no me importaba, lo que más quería en ese momento era contraer una grave enfermedad y morir. Sí, deseaba morir.

Los estúpidos de mis padres se habían divorciado, mi novia me había engañado con el que pensaba era mi mejor amigo y mi hermano, el bruto de mi hermano se largó a Francia con el idiota del abuelo. Odiaba mi vida, renegaba el día en que llegué al mundo, ¿para qué rayos vine? ¿Para sufrir? Todo parecía apuntar que así era. Desde que tengo memoria sé que la mala fortuna me ha acompañado.

En los colegios todos se burlaban de mí, en la secundaria las niñas me odiaban y los idiotas del soccer me echaban bronca cada que podían, todo porque a mí no me gustaba eso.

Odiaba los deportes tanto o más que la vida. Sólo había una cosa, sólo una cosa que me hacía sonreír, ocasionalmente y casi por breves instantes podía jurar que me sentía feliz. La música. Adoraba la música, tocar la guitarra era mi pasión.

Pero ahora también planeaba abandonar eso. La estúpida banda que con mucho sacrificio pude formar me había traicionado, igual que mis padres, mi novia, mi mejor amigo y mi hermano.

Siendo yo el líder, me sacaron por votación de ellos y en mi lugar pusieron al idiota de Max. Ese tonto engreído que se creía la octava maravilla. Estaba seguro que los había comprado, claro, bien dicen que con dinero baila un perro y así debía ser. Era lógico, mis amigos no me habrían hecho eso si no fuera porque una fuerte cantidad de dólares estaba de por medio.

Pero ya no importaba, me había quedado solo. Abandonado a mi suerte desde hacía unos meses. Sin dinero, sin hogar y lo peor: sin sueños.

Cuando finalmente pude controlar la rabia que sentía y mi mente se despejó un poco, recordé a Otani. Un grandulón al que todos le temían en la preparatoria. Sabía dónde vivía, no lejos de donde me encontraba. Sin pensármelo dos veces me dirigí a su casa, tan sólo traía $50 dólares en la bolsa, pero serían suficientes para poder comprar algo de su mercancía.

Al llegar al lugar, un condominio muy bajo y descuidado, me arrepentí de inmediato. ¿Qué estaba haciendo? No era lo que mis padres me habían enseñado. Era lo que en la escuela más me habían recalcado que no hiciera. Mi parte lógica y razonable empezó a trabajar mientras que la rebelde e incoherente me decía que no hiciera caso, que yo me lo merecía por ser un pobre e infeliz que a sus 16 años ya llevaba una vida de desgracia.

Sin torturarme mucho cedí a la parte rebelde, de todos modos siempre dicen que para todo hay una primera vez y un poco de droga no me haría daño.

Toqué la puerta y ésta se entre abrió dejando ver al bravucón de Otani, maloliente, barbón, gordo y sucio.

-¿Qué quieres, Ishida?- preguntó con su ronca voz.

-Eh... vengo...- balbucee.- Vengo a comprar algo de eso.- miré a todos lados, aunque el lugar estaba desierto sentía un poco de vergüenza. El tipo me miró por un momento sin responder hasta que abrió la puerta.

-Pasa.- indicó.

Entré al lugar, era un chiquero, por no usar otra palabra. Tenía una vieja sala toda jodida con los resortes de fuera. En la diminuta cocina casi creo que bailaban las cucarachas sobre el trasterío y la podrida comida que había en estos. Y obviamente, todo el piso estaba, por no exagerar, tapizado de botellas y latas de cerveza. Ni siquiera pude identificar el olor impregnado en el ambiente.

Inspeccioné cada rincón mientras el grandote traía algo de su habitación, que no dudo estaba igual o peor de desordenada.

No es que yo fuera un fanático por el orden, de hecho, en mi casa, el cuarto más desordenado era el mío. Mamá siempre se preocupaba por tener todo limpio y que la casa oliera a rosas. Tenía muchas amigas y era a diario que alguna llegara a merendar. Por eso se me había pegado cierto afán por la limpieza.

-¿Cuánto tienes?- preguntó Otani. Traía una caja de cartón en las manos.

-$50 dólares.

-Mmm... ¿lo has hecho antes?

-No.- me aclaré la garganta.

-¿Estás seguro que quieres hacerlo, Ishida?- me miró fijamente, noté un deje de preocupación en sus oscuros ojos. Bien sabía que si lo hacía podía convertirme en dependiente, pero justo eso era lo que quería, depender de algo que me dañara tanto hasta morir.

-Sí, lo estoy.- soltó un largo suspiro y dejó la caja sobre la mesa.

-Bien. Te daré un poco de marihuana, no es tan fuerte como la cocaína pero al no tener experiencia notarás rápidamente los efectos. ¿De verdad estás seguro?- volvió a preguntarme. Levanté una ceja al no comprender del todo el por qué de esa preocupación, digo, él llevaba años haciéndolo y no se veía tan mal.

-Ya te dije, Otani, estoy seguro.- él negó con la cabeza mientras buscaba un paquetito que contenía dos cigarros. Al sacarlo me lo extendió. De inmediato saqué el dinero de mi pantalón y se lo di.

-No. Por ser primerizo no te cobraré, pero si regresas por más ahí sí te costará.

El hombre me dio un par de instrucciones y advertencias. Me dijo las consecuencias y los posibles efectos secundarios que podría sentir. ¿Qué clase de traficante de drogas le advierte a alguien lo malo que es hacerlo? Se supone que lo único que ellos quieren es ganar dinero, no el bienestar de sus clientes. Bueno, supongo que Otani no era tan malo como me habían contado y en el fondo de esa gran masa maloliente había una persona con buenos sentimientos.

Salí de ahí a toda marcha. Ahora debía encontrar un lugar en donde pasar la noche. Jamás regresaría a mi casa, jamás. No mientras el estúpido novio de mi mamá no se saliera de ahí. No toleraba a ese tipo ¡se creía mi padre! Dándome órdenes y regañándome por no cumplirlas.

Sé que le partí el corazón a ella cuando le dije que eligiera entre él o yo. ¿Pero qué acaso no se dio cuenta que ella me lo partió al elegirlo a él? Idiota. Toda mi vida se había vuelto una rutina, una barbaridad.

Volviéndome presa de los sentimientos de odio no me di cuenta de que casi choco contra un par de hombres que cargaban un ataúd. Me quedé inmóvil viendo cómo lo metían a una camioneta negra. Un montón de personas de porte rico y elegante se quedó mirándome. Muchos tenían los ojos hinchados y las mejillas mojadas de tanto lagrimear. Suspiré exhausto, de verdad pensaba que al morir se acabaría mi sufrimiento pero... ¿y el de mi familia? Era muy egoísta al desear algo que traería desgracia y sufrimiento a mis seres queridos. Pero esa misma parte egoísta me decía: "Date cuenta, Matt, ellos no te quieren, si lo hicieran ¿crees que te harían sufrir así?".

Un par de hermosos ojos almendrados llamó mi atención. Era una niña, muy bonita debo añadir. Llevaba un vestido de manga larga color negro y una diadema que sujetaba su largo cabello muy bien peinado. Tenía la piel muy blanca, casi tanto como la mía. Traía un borrego de peluche bajo su brazo izquierdo y con su mano derecha le sujetaba la mano a un hombre alto, de porte fina y rasgos toscos. Supuse era su padre ya que tenían cierto parecido. La pequeña estaba quieta, dos tristes lágrimas corrían por su rostro. Miraba fijamente al ataúd y cómo era metido en la camioneta. Noté que al cerrarse las puertas le apretó la mano a su padre y suspiró.

Contemplar aquella escena me hizo pensar muchas cosas. De pronto me entraron unas ganas tremendas de volver con mi madre y pedirle perdón por mi comportamiento. Pero mi orgullo era mayor y mi egoísmo más fuerte.

Metí las manos a los bolsillos de mi pantalón y me dispuse en seguir buscando un lugar para dormir, o mejor dicho, poder drogarme sin ser sorprendido. Apenas di un paso esos ojos almendrados se posaron en mí, me inspeccionaron de arriba a abajo y una cálida y encantadora sonrisa proveniente de la pequeña criatura me fue regalada. No pude hacer más que responder a aquél gesto haciendo lo mismo.

Cuando noté más de un par de ojos mirándome decidí abandonar aquél cálido momento y me marché. Sin tener un rumbo o dirección y sin dejar de sentir cómo esa miradita me seguía a mis espaldas.

Minutos más tarde llegué a un motel barato. Decidí rentar un cuarto. La mujer que me atendió prácticamente se me ofreció al inscribirme. Odiaba a las mujeres fáciles.

Me encerré en la pequeña habitación, que sólo tenía una cama individual, una cajonera y sobre ésta una vieja televisión y un baño. Las cortinas estaban llenas de tierra así como el piso. Pero qué más daba, tan sólo sería una noche.

Fui al baño, me quité la ropa, que ya sólo estaba húmeda y me di una ducha con agua muy caliente.

Decidí quedarme en ropa interior, dejando mis prendas a un lado del calentador que había ahí, esperando que amanecieran totalmente secas.

Saqué la bolsa con los cigarros de mi pantalón y cruzando mis piernas, me senté en la cama. Tomé una buena cantidad de oxígeno antes de hacerlo, las manos me sudaban y mi cuerpo se estremecía por los nervios.

-Relájate.- me dije a mí mismo.

Encendí uno y empecé a fumarlo, era muy diferente al tabaco normal, al primer toque me dio un ataque de tos. Me contuve. Suspiré profundamente y volví a hacerlo, ésta vez sin toser. Sentí un dolor en la frente, como cuando comía helado muy rápido y el frío provocaba esa misma sensación. Pero debo admitir, aquella sensación me gustó.


Canción: River flows in you – Yiruma.

Reto: Romper mis paradigmas y ensanchar el territorio de mi mente, creyendo con toda mi fe que puedo lograr tener y/o hacer lo que quiero.

Acuerdo: Yo puedo. Yo quiero. Yo voy a hacerlo.

Versículo: "No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta." Romanos 12:2.