¿Alguna vez habéis tenido la sensación de que estáis siendo observados? Es probable que mucha gente no le de importancia y hagan caso omiso a dicho presentimiento. Pero, ¿qué pasa cuando esta sensación se vuelve tan intensa que es incluso molesta? Cuando sientes que esos ojos podrían traspasarte de lado a lado en caso de observarte un solo segundo más. Sí, es entonces cuando te vuelves bruscamente y…

- ¡Ah! – Un intenso dolor me recorrió el dedo gordo del pie cuando el vaso de cristal macizo se deslizó del borde de la mesa y me golpeó con fuerza.

Me agarré mi malherido pie con ambas manos y trastabillé hasta el sofá, dejándome caer con una mueca de dolor.

- ¡Mamá! ¡Allie ha vuelto a dejar el puñetero vaso en el maldito borde de la mesa!

Desde el piso de arriba se oyó cómo alguien guardaba un silencio momentáneo y, al instante, se escuchó una voz de mujer.

- ¡Kate, no digas tantos tacos en la misma frase, por Dios santo! ¡¿Allie, cuántas veces tengo que decirte lo del vaso?!

La correspondiente respuesta no tardó en hacerse oír desde el baño más lejano.

- ¡Venga ya mamá, es una exagerada! ¡No estaba tan salido, es que es tan patosa que siempre se lo anda tirando todo por encima!

Y así era el armonioso coro de voces que sonaba a diario en mi casa. Para mi madre no era nada fácil tener que lidiar día a día con un par de chicas adolescentes. Mi hermana de dieciséis años y yo, tres mayor que ella, éramos de lo más parecidas en lo que a físico se refiere. Por el contrario, nuestras personalidades ya formadas no podían ser más distintas.

Me levanté del sofá y, fingiendo un dolor que ya había remitido hacía unos segundos, fui hacia las escaleras. Sin darme cuenta, casi tropiezo de nuevo con el borde de la alfombra.

Tengo que reconocer que sí, no soy muy ágil que digamos. Soy capaz de caerme con cualquier cosa que se me ponga por delante, para satisfacción de mi querida hermanita. Pero bueno, una no puede ser perfecta.

Allie siempre se salía con la suya, aunque se nos regañara a las dos, ella tenía la suerte de contar con el privilegio de todo hermano pequeño: la sobreprotección materna. Mi padre, más condescendiente conmigo, casi nunca estaba en casa. Se pasaba la vida en ese despacho señorial, revestido de títulos hacia su talento en la abogacía y lleno de papeles por todas partes. Antes solía echarle de menos, pero ahora su ausencia era ya algo habitual. Su voz nunca se unía a la nuestra.

En el piso de arriba, mi madre llevaba montones de ropa de un lado a otro como si fuera el fin del mundo. Todos los veranos nos hace limpiar nuestro armario y donar la ropa que ya no usamos. En consecuencia, nuestras habitaciones parecían un auténtico mercadillo.

Vi un destello verde saliendo de uno de los montones amontonados encima de mi cama. Mentalmente, me despedí de aquella camiseta que tanto me gustaba y abrí la puerta del baño.

Para ser más joven que yo, mi hermana conocía todos los trucos habidos y por haber de maquillaje y combinación de todo tipo de ropa. Era una auténtica apasionada de la estética. Yo, por el contrario, me conformaba con ir cómoda y algo mona, aunque a ambas nos gustaba dejar suelta nuestra larga melena rizada.

Por el rabillo del ojo que se estaba pintando, Allie me miró y habló con voz cantarina.

- Kate cariño, está ocupado…

- Acaba rápido, ¿quieres? A mí también me gustaría arreglarme un poco. Nos vamos en un cuarto de hora.

Incrédula, mi hermana me miró por encima del hombro y me contestó con sorna.

- ¿Un cuarto de hora? Pero si seguro que con lo muchísimo que te arreglas, con dos minutos tienes bastante.

- Cierto, yo no necesito maquillarme como una puerta para verme bien.

Como si tuviese un sexto sentido para sentir las peleas, la pausada voz de mi madre surgió de una de las habitaciones.

- ¿Es que no podéis hacer una tregua o algo? Venga, acabad de pintarrajearos y ayudadme alguna con esto.

Mientras mi madre y yo plegábamos una auténtica manada de sábanas, Allie salió del baño con expresión radiante.

- Por cierto Kate, acuérdate de ponerte algo de maquillaje en esa cara tan blanca. Para ser Agosto pareces un vampiro, nena.

- Mejor vampiro que bruja…

La mirada asesina de mi madre bastó para que mi voz se convirtiese en un susurro. A veces me asombraba el poder que tenía para paralizarte en mitad de una frase. Era una súper-madre con un don, en serio.

Plegar sábanas era para mí uno de tantos momentos de reflexión. Pensé en mi hermana, preparándose para una de sus muchas salidas con los amigos, a las que siempre iba divina, por supuesto. Era muy popular entre su clase y su teléfono no dejaba de sonar. A todas horas.

- ¡Mamá, son las siete! ¡Volveré a eso de las doce!

Mi súper-madre, sin dejar de plegar la sábana en ningún momento, asomó la cabeza por la puerta.

- ¡A las doce en punto te quiero plantada ya en la puerta de casa, Allie! Ya lo sabes.

- ¡Vale, te quiero!

La puerta de entrada se cerró al paso de mi divina hermana. Mientras, nosotras continuamos unos minutos más de lo previsto. Como siempre, se nos había vuelto a hacer tarde.

- Mamá, son las siete y media. ¿A qué hora tenías la radiografía?

- ¡¿Qué?!

Con una rapidez y eficiencia casi imposibles, en menos de ocho minutos estábamos las dos ya vestidas, maquilladas y dentro del coche.

- Caray cariño, menos mal que me lo has preguntado. Aún nos queda un poco de tiempo.

Anualmente, mi madre debía ir a hacerse unas radiografías de columna a un hospital de la zona. No le gustaba ir sola a aquél sitio, y puedo imaginarme el motivo. Mi padre llamaba a ese sitio "el hospital de los horrores". A nadie le hacía mucha gracia que le mandaran ahí a hacerse las pruebas.

Se trataba de un edificio enorme de ladrillos rojos y desgastados que parecía haber sido abandonado en medio de aquel bosque frondoso y sombrío, hacía mucho tiempo. Los altísimos árboles llegaban hasta el borde mismo del hospital, haciéndolo aún más tenebroso.

Tomamos una carretera que nos llevaba a las afueras de la ciudad. A partir de ese punto, el camino se tornaba árido y sinuoso. Observé por la ventanilla cómo caía la noche sobre los árboles, cada vez más espesos conforme nos adentrábamos en aquella selva.

Desde que era pequeña, ese sitio había llamado mi atención por su aspecto tétrico, incluso me gustaba ir y aprovechaba cada ocasión para visitarlo. Eso sí, siempre con alguien al lado.

- Ya estamos llegando.

Miré por la ventanilla y distinguí el techo rojizo del hospital entre las copas de los árboles. Mientras, nuestro pequeño Ford se abrió camino en el estrecho camino hasta el parking delantero.

Aquel sitio era increíblemente aterrador, no sólo por la oscuridad que se entreveía entre los matorrales, sino por el silencio. Esa noche, éramos el silencio y nosotras. Sólo un coche más aparte del nuestro, supuse que el del médico que nos atendería, llenaban el parking.

- Seguro que a Allie tanta fiesta le encantaría.

Dejamos el coche atrás y cruzamos el porche hasta la gran entrada del hospital, flanqueada por dos columnas majestuosas. Rocé la superficie de mármol con el dedo índice, saboreando su tacto y la belleza de aquella arquitectura.

Cosas que a Allie le habrían parecido de lo más aburridas, a mí me gustaba disfrutarlas. Pequeños detalles como una puerta con grabados eran suficientes como para entretenerme un buen rato.

Anonadada estaba cuando se me ocurrió que podía hacerle una foto a la fachada con ambas columnas, cual pilares centrales de la noche, y luego subirla a mi blog personal de fotografía. No sólo me había quedado muy poético, sino que me serviría de contraste con mis fotos habituales. Emocionada, rebusqué dentro de mi bolso en pos de mi cámara.

- ¡Mamá espera, necesito las llaves del coche!

- ¿Qué pasa?

- Nada, me he dejado la cámara. Quería sacar unas fotos.

- Bueno, date prisa. ¡Te espero en la tercera planta!

Cogí las llaves al vuelo y salí apresurada del vestíbulo. El coche parecía esperarme, impaciente por algo de compañía en aquel desierto nocturno.

No pude evitar sentir un escalofrío al verme sola en medio de aquellos jardines. A pesar de rondar las ocho de la tarde, la noche parecía caer a plomo sobre la maleza.

Apreté el paso y llegué hasta la puerta del copiloto. La abrí con un movimiento rápido.

- Kate, ¿tienes 5 años o qué? Has estado aquí más veces. No hay más que pájaros y plantas… no seas paranoica.

Localicé mi vieja cámara de fotos en el asiento de atrás. A cuatro patas, fui a cogerla cuando me resbalé en el asiento y me clavé el freno de mano.

- ¡Agh! ¿Es que cada cinco minutos tengo que caerme o algo?

Mientras me incorporaba, algo me hizo pararme en seco.

Me quedé allí, quieta, sin mover un músculo en aquella posición tan incómoda con el freno de mano todavía por medio.

No sabía por qué, pero una sensación de alarma recorrió mi cuerpo como una llama que se prende en un vendaval. Me miré las manos sin verlas. El silencio parecía hacerse más profundo conforme levantaba la vista hasta la ventanilla del conductor.

Mis ojos escrutaron la oscuridad frente a mí casi con intensidad.

- ¿Qué había sido eso?

Tiesa como un palo, me obligué a relajarme.

- Pájaros y plantas, nada más…

Aunque más tranquila, me di prisa en cerrar el coche y crucé casi volando la entrada al interior del hospital. Esperé impaciente al ascensor y apenas se hubo abierto la puerta, entré a trompicones. Jadeando, observé con atención la puerta marmórea, como si esperase ver a algún loco con motosierra entrar a por mí de un momento a otro.

El vestíbulo, siempre desierto, quedó fuera de mi vista al cerrarse las puertas del ascensor. Me di cuenta de que tenía ambos puños apretados y que me había olvidado por completo de la foto.

Por un momento, me había sentido en peligro, pero en cambio allí no había nada. Me disgusté conmigo misma por ser tan asustadiza y me sequé el sudor frío de la frente.

Ahora, no sabía por qué, un alivio tremendo se adueñó de mí; como si hubiese conseguido burlar un peligro inminente o evitar una caída estirando la pierna a tiempo… Como si al fin hubiese descubierto a quién pertenecían los ojos.

Esos ojos que no dejaban de mirarme.